La guerra arancelaria de Trump tiene elementos reminiscentes del estructuralismo latinoamericano que inspiró el anterior modelo de desarrollo aplicado en Colombia en los años sesenta y setenta, reemplazado sin beneficio de inventario en los noventa por el Consenso de Washington. Dicha teoría económica se centra en el “método” que parte de las características propias y sus antecedentes históricos y no de una construcción teorica abstracta a aplicarse a toda situación, independientemente de las circunstancias del lugar, las condiciones reales y la época bajo consideración. Tal vez por ello, economistas y dignatarios piensan que el presidente Trump se salió de quicio y que todo volverá a la normalidad del modelo de la globalización neoliberal. Esa posición no es realista.
Miremos la, hasta hace poco inconcebible, intervención del Estado en el mercado cambiario. Trump acaba de reeditar a Nixon cuando eliminó la convertibilidad del dólar al oro en 1971, lo cual acabó las reglas convenidas en Bretton Woods, después de la segunda guerra mundial. Al imponer enormes aranceles a sesenta países y uno básico del 10% al grueso de los demás, acaba “de facto” de abandonar el libre comercio, devaluar el dólar e iniciar un proceso de devaluación estilo “gota a gota” del dólar, como la ideada por Carlos Lleras Restrepo y Abdón Espinosa, en enfrentamiento con el FMI en 1968. Esta innovación le permitió a Colombia sobreaguar su crónico déficit de divisas, promover exportaciones y aminorar las peores consecuencias de las crisis cambiarias, fruto de los desfavorables términos de intercambio internacionales.
Los aranceles unilaterales de EE. UU. se aplican a los socios comerciales que mantienen un superávit comercial con Estados Unidos, pero excluyeron a México y Canadá, por la integración de las tres economías. El efecto será complejo al inicio. Trump espera y lo ha anunciado con desparpajo: la desintoxicación será dolorosa en el corto plazo, pero traerá beneficios de largo plazo a Estados Unidos. Los enormes superávit de Alemania, China, Corea y Japón con Estados Unidos son producto de exportaciones masivas que no compensan con importaciones. La queja de Trump es que los dólares con que pagan las exportaciones se atesoran, vía bonos del Tesoro estadounidenses, en las reservas de los bancos centrales impulsando el crecimiento ascendente de la deuda de Estados Unidos, hoy en el 62% del PIB y perjudicando su aparato productivo y el empleo.
Trump considera que la hegemonía del dólar se ha sostenido a costas del estadounidense de a pie, su votante. El lema de “América Primero” implica que ha llegado la hora para que sus socios comerciales, aliados y rivales por igual, asuman su parte, vendiendo los bonos del Tesoro acumulados para comprar armamento, insumos y bienes de consumo en Estados Unidos, así como invertir en fábricas e instalaciones productivas en su territorio y, de paso, presionar a la baja la tasa de interés sobre su abultada deuda. La reindustrialización dirigida estimulará la demanda por bienes y servicios estadounidenses necesaria para generar el empleo perdido y recuperar el “sueño americano”.
Vendrán las negociaciones con cada país, pues los aranceles draconianos permitirán sacarles ventajas, uno a uno. De ahí que la geopolítica basada en la diplomacia blanda se reemplace por la de las sanciones arancelarias que complementan las financieras a individuos y naciones. Solo el tiempo dirá si la apuesta con trazos cepalinos de Trump, combinada con el “gran garrote” en las negociaciones, dará los resultados esperados y permitirá, a la vez, un sistema internacional funcional.



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