El combate pugilístico protagonizado por uno de los mejores boxeadores de pesos completos de la historia, Michael Gerard Tyson, más conocido como Mike Tyson (1966) y el influenciador avenido en boxeador profesional, Jake Joseph Paul (1997), evidenció marcadas diferencias entre los dos pugilistas, además de la técnica. El hambre hizo que Tyson se hiciera boxeador a temprana edad, no había otra alternativa para un huérfano busca pleitos callejero; Paul llegó al boxeo por morbo y placer, se trataba de una figura de redes sociales que ya era millonaria. La otra gran diferencia son los 30 años de edad de Tyson sobre Paul. Un cansino musculoso de 58 años que, pese a su atlética figura, está en la etapa donde todo empieza a mermar, frente a un veinteañero en plena vitalidad.
El show Tyson-Paul, parecía sacado de la Saga de Rocky Balboa. Fue presentado como un combate oficial y terminó en una singular pelea de exhibición pactada a ocho asaltos, cada uno de dos minutos, autorizada mediante licencia especial de la Comisión de Boxeo del Estado de Texas, otros estados habían negado la licencia dada la “tierna” edad de Tyson. El combate no resiste un análisis desde lo deportivo, se trató de un montaje megamillonario auspiciado por Netflix, la gran plataforma de streaming, para incursionar en el negocio de los eventos en directo con sus más de 250 millones de abonados en el orbe. Al absurdo punto que, hubo localidades junto al cuadrilátero por las que se pagaron hasta dos millones de dólares. Se estima que los organizadores recaudaron más de cuatro mil millones de dólares.
Muchos de los espectadores querían ver al Tyson de sus mejores épocas: Sonando las neuronas del bocón Paul, pero no fue así. Se vio un Tyson pugilísticamente acabado frente a un regular contendor, al cual no logró conectar, a diferencia de su contendor que, sí hizo blanco e hizo ver mal a Tyson. Los asistentes a la velada boxística, especialmente aquellos que vieron en directo a ese Joven Dinamita que enviaba a la lona a sus oponentes en par de rounds, fueron testigos de la debacle de quien fuera una de las figuras más rutilantes del deporte de las orejas de coliflor. Les quedó claro que, Tyson no es Rocky Balboa y, jamás volverá a un tinglado.
Que Tyson es un valiente por enfrentar a un joven vigoroso, o que Paul es un cobarde por enfrentar a un veterano decadente, ambas son ópticas válidas del prisma analítico. El meollo del asunto salta a la luz cuándo la dignidad se justiprecia. Se debería saber decir adiós preservando la dignidad. Paul, organizador del evento, recibió cerca de 40 millones de dólares, mientras Tyson, recibía 20 millones, el precio de su dignidad, lanzaba cieno en el ring. Algunos pensarán: “USD 20mm bien valen la dignidad”.
Poner fin a una carrera es aceptable y necesario. La dignidad no debería perderse, por el contrario, debería mayormente estimarse con el paso de los años, nunca ponerle precio. No es un juicio a Tyson, en últimas aumentó su billetera. Las canas, la debilidad física, junto a la perdida de agilidad debe ser aceptadas con orgullo como señales de que se ha vivido sólo compensadas con una vida buena, fructífera, honesta y sabia. De no ser así, todos los grandes campeones serían eternos. La vida terrena es efímera ¡La máquina Tyson de los Noventas quedará en la memoria, no volverá!
El combate Tyson-Paul fue una estocada a un precioso deporte que fue excluido recientemente para futuras Olimpiadas, empero se trata de uno de los deportes más antiguos, exigentes y meritorios. Ojalá reviva el deporte de las narices chatas. Larga vida a los boxeadores de todos los tiempos, entre ellos a Mike Tyson, y en especial, a todas aquellas personas que no han querido vender su dignidad.