La paz es un proceso frágil que exige coherencia ética, voluntad política sostenida y corresponsabilidad social. La paz no es un acto administrativo ni un anuncio solemne desde un atril. Cuando se trivializa, se instrumentaliza electoralmente o se sabotea desde el miedo y la desinformación, no se debilita a un gobierno de turno, se pone en riesgo la vida de las comunidades y el derecho colectivo a vivir sin guerra.
En Colombia la paz suele tratarse como un botín discursivo. Para algunos es una promesa que se enarbola en campaña. Para otros, una palabra incómoda que conviene desacreditar. En ambos casos se pierde de vista una verdad elemental. La paz no se decreta. No basta con firmarla, anunciarla o mencionarla en discursos oficiales. La paz se cuida, se protege y se construye todos los días, especialmente en los territorios donde la guerra nunca se ha ido del todo.
Cuidar la paz implica asumir que los diálogos y acuerdos son herramientas imperfectas, pero necesarias para reducir el sufrimiento humano. No son concesiones ingenuas ni premios a la violencia. Quienes se oponen sistemáticamente a cualquier intento de negociación, sin ofrecer alternativas reales distintas a la militarización, olvidan o prefieren olvidar que la confrontación militar en Colombia no ha sido derrotada por las armas, sino prolongada por ellas. Setenta años de violencia armada deberían bastar para entenderlo.
Pero la paz también se pone en riesgo cuando se la trata con ligereza. Cuando se anuncian procesos sin garantías suficientes. Cuando se prometen transformaciones que no llegan al territorio. Cuando se tolera el incumplimiento sistemático de lo acordado. En esos casos se erosiona la confianza social. Y sin confianza, la paz se marchita. Las comunidades no creen en lo que no ven y la historia reciente les ha enseñado a desconfiar de las promesas vacías.
La responsabilidad de los grupos armados no estatales es hoy innegable y no admite eufemismos. Persistir en decretar paros armados imponer confinamientos forzar desplazamientos masivos amenazar a líderes y lideresas sociales someter a comunidades enteras a juicios de guerra no es una forma de lucha política es una violación directa de la vida y la dignidad humana. Quien se impone mediante el miedo no construye poder popular ejerce dominación armada. Quien dice hablar en nombre del pueblo mientras lo encierra lo desplaza o lo silencia ha perdido cualquier legitimidad ética y social.
Estas prácticas no solo contradicen cualquier discurso de paz, también sabotean activamente los esfuerzos de diálogo y de desescalamiento de los niveles de confrontación y de ataque contra la sociedad. Cada confinamiento impuesto, cada escuela cerrada, cada camino bloqueado, cada familia obligada a huir rompe la confianza, destruye el tejido comunitario y deja heridas que ningún comunicado puede reparar. La paz no puede nacer de la amenaza ni del castigo colectivo. Insistir en ello es condenar a los territorios a una guerra sin sentido.
Existe además un peligro silencioso. La instrumentalización electoral de la paz. Convertirla en arma retórica, en consigna para dividir o en excusa para sembrar miedo es una forma de violencia simbólica que termina teniendo efectos reales. Cada discurso que caricaturiza la paz como claudicación. Cada mentira que la asocia con impunidad absoluta o caos. Todo ello legitima nuevas agresiones y normaliza el regreso de la muerte violenta como método de control social.
La ética pública es una condición indispensable para cuidar la paz. Resulta incoherente invocarla mientras se tolera el asesinato de líderes y lideresas sociales, la estigmatización de defensores de derechos humanos o el reclutamiento de niñas, niños y adolescentes. También lo es hacerlo desde la comodidad del centro político mientras se abandona a las regiones a su suerte. La paz no es neutral. Toma partido por la vida, por la dignidad y por los derechos.
En este escenario el papel de la sociedad civil es irremplazable. Las organizaciones políticas y sociales, los procesos comunitarios, las autoridades étnicas, los movimientos de víctimas y las redes nacionales y territoriales han sostenido la paz incluso cuando el Estado ha fallado. Son ellas las que cuidan los acuerdos en la práctica, las que median en medio del fuego y las que insisten en el diálogo cuando todo empuja al silencio o a la venganza. Sin ese tejido social, cualquier política de paz es apenas un papel bien redactado.
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Cuidar la paz no significa idealizarla ni negar los conflictos. Significa asumirlos sin armas, sin exterminio, sin la lógica del enemigo absoluto. Significa entender que la paz verdadera incomoda porque cuestiona privilegios, exige reformas y obliga a mirar de frente las causas estructurales de la violencia, como la desigualdad, el despojo, la exclusión y la ausencia histórica del Estado. Colombia necesita decisiones coherentes, cumplimiento de la palabra empeñada y una ciudadanía dispuesta a defender la vida incluso cuando hacerlo no da réditos políticos inmediatos. La paz, como la democracia, no se hereda ni se impone. Se cuida. Y cuando no se cuida, se pierde.
Luis Emil Sanabria Durán
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