Lo más probable en nuestro medio es que la mayoría de las personas no haya oído hablar del primera ministra danesa, holandés o finlandés, y que pocos sepan quiénes son el canciller alemán o el primer ministro inglés. Sin embargo, con facilidad sabrán quiénes son Trump, Putin, Petro, Milei, Maduro, Jinping, e incluso Erdogan y Orbán. Aparte de que los líderes de los países poderosos se conocen por su impacto global y el despliegue mediático que eso conlleva, los de Colombia, Argentina, Venezuela, Turquía o Hungría comparten una visibilidad similar, principalmente por sus comportamientos como líderes iluminados.
Los primeros funcionan sin necesidad de estar permanentemente en el centro del escenario. No provocan titulares mundiales todos los días, no protagonizan escándalos, ni se autoproclaman salvadores. Lo más interesante es que están al frente de sociedades con altos niveles de bienestar, baja corrupción, estructuras institucionales estables y mayor confianza ciudadana. Con liderazgos casi técnicos, la política está desdramatizada y lo central es el funcionamiento institucional, no la épica personal.
Los segundos, en cambio, lideran una porción considerable de la humanidad que parece estar presa de una especie de feudalismo mental. A diferencia del sistema feudal clásico de vasallos, castillos y juramentos de lealtad al señor, hoy hablamos de una necesidad de aferrarse a figuras que concentran el poder, aunque sus resultados sean mediocres, con ética dudosa y proyectos que son más un espectáculo de ruido y confrontación. Los antiguos lazos de vasallaje han mutado. Antes, el señor feudal ofrecía protección a cambio de obediencia; hoy, nos convence de enemigos cercanos y ofrece narrativas salvadoras, con promesas de redención, logrando sumisión por pertenencia simbólica. Y la masa -nosotros- se somete, no por miedo al castigo, sino por miedo a esos enemigos figurados. Nos identificamos con el señor feudal moderno impulsados por la necesidad innata de creer, por la extraña comodidad de delegar el destino en quien parece más fuerte porque grita más fuerte, aunque gobierne mal.
El filósofo surcoreano Byung-Chul Han explica cómo el poder moderno ya no oprime por la fuerza, sino que seduce, se mimetiza en la promesa de libertad, y logra que las personas se auto exploten o se autoconvenzan de lo que no es. Por eso hoy no necesitamos dictaduras para vivir sometidos, basta con la ilusión de que elegimos a quien nos representa, aunque en realidad sólo elegimos al que mejor confirma nuestras frustraciones.
Hace casi un siglo, José Ortega y Gasset lo había advertido cuando describió al “hombre-masa” como ese sujeto que no busca comprender el mundo sino imponer su opinión poco razonada, que desprecia al experto, se burla del mérito, y se enamora de la simpleza. ¿Cómo no va a florecer, entonces, el liderazgo mediocre? ¿Cómo no va a prosperar el que simplifica todo en un enemigo, en un discurso violento o en un trino ofensivo?
Hay una relación directa entre la cultura política de una sociedad y el tipo de líder que produce. Donde la educación cívica es débil, donde la ética pública es frágil y donde los medios prefieren el escándalo a la explicación, lo más probable es que surja un nuevo señor feudal que saca provecho de nuestras debilidades como vasallos mentales; su prioridad no es la gestión para lograr el beneficio común sino ostentar el poder, no es la convocatoria nacional sino la polarización, no son los resultados sino las emociones.
Así como el feudalismo histórico fue superado en el transcurso de al menos dos siglos por el avance de las instituciones, el mayor conocimiento general y a un mejor ejercicio de ciudadanía, también este feudalismo mental se irá desmontando en el largo plazo a medida que el pensamiento crítico vaya emergiendo en las mismas sociedades.
Pero en lo personal podríamos avanzar más rápido y aportar al cambio estructural necesario. Algunas ideas para reflexionar:
- Desmitificar el liderazgo: no necesitamos caudillos, sino gestores. La épica del héroe debe ser reemplazada por la ética del servidor público. Hay que hacer visible al que resuelve, no al que grita.
- Privilegiar sistemas que impidan la concentración del poder, aunque la ciudadanía lo pida. La democracia no consiste solo en votar, sino en construir equilibrios que nos protejan incluso de nuestras propias pasiones.
- Premiar el rol de los medios de comunicación que se dediquen más a explicar procesos y menos a amplificar personajes. Informar no es emocionar: es ayudar a entender.
- Fomentar una cultura de deliberación, no de opinión reactiva. Enseñar a discutir, a cambiar de idea, a escuchar. Si no cambiamos la manera como pensamos juntos, seguiremos atrapados en las tinieblas políticas actuales.
- Promocionar una épica de servicio, no de poder. El líder que más transforma no es el que ocupa portadas, sino el que logra que las cosas funcionen y que la gente viva mejor sin siquiera saber su nombre.
La solución masiva pasaría, claro, por la educación. Una educación que enseñe a pensar críticamente, a ejercer la ciudadanía, a desconfiar sanamente del poder. Una educación que nos prepare no para repetir sin discernir, sino para deliberar, construir, exigir. Pero requiere una necesaria evolución de nuestra comprensión de lo que significa la educación para un país próspero, y no para dejársela solo a los profesores. Todos podríamos contribuir desde ya, y en la medida de nuestro círculo de influencia, a trascurrir más rápido al mayor desarrollo mental necesario.
Podemos empezar por nombrar el vasallismo mental actual por su nombre; es necesario cuestionarlo, a mirar con otros ojos el grotesco espectáculo político que consumimos a diario, a concientizarnos que tenemos que desarrollar pensamiento crítico. Quizás, más temprano que tarde, descubramos que no eran esos líderes quienes nos tenían sometidos, sino nuestra propia necesidad de tenerlos.
Rafael Fonseca Zarate
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