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Confidencial Noticias 2025

| Rafael Fonseca |

Uno de los aspectos de la vida humana en los que los políticos y el poder económico logran una polarización violenta es el medio ambiente. De no creer: en las condiciones generales de vida sobre la tierra no hay distingos; si la casa mayor se estropea para la vida humana, todos sufriremos. La desigualdad hará que los poderosos la pasen menos mal, pero nadie quedará indemne.

En Colombia, el vínculo de la izquierda con la defensa de la tierra tiene raíces campesinas: la toma de baldíos, la confrontación contra el latifundio, los asesinatos de defensores ambientales. La violencia ligada a la apropiación ilegal de tierras y posteriormente al narcotráfico convirtió en automático el constructo de que proteger la naturaleza era “cosa de la izquierda”. Así, el dogma se instaló en ambos extremos: quienes defienden la tierra quedan estigmatizados de izquierda, y quienes la depredan justifican su acción como defensa del orden o del desarrollo, de derecha.

Este dilema es especialmente estúpido, en su acepción de diccionario de torpeza notable para comprender las cosas, porque pone en riesgo la vida de todos. Desde la razonabilidad, en el sentido que la entiende Savater frente a la mera racionalidad instrumental, ni siquiera debería existir debate y mucho menos polarización. Incluso si los negacionistas tuvieran algo de razón, desde el principio de prudencia del derecho romano se zanja: ante la duda, abstente. En cuestiones de riesgo mayor, la lógica exige prevención.

La divulgación del problema ambiental ha perdido fuerza porque guerras y conflictos políticos parecen más urgentes. Pero la amenaza climática sigue como espada de Damocles sobre la humanidad. Como suele ocurrir, lo urgente desplaza a lo importante. Y quizá solo cuando toquemos fondo, ese sufrimiento extremo que Dostoievski describe como detonante de transformación, reaccionaremos. El riesgo, advierten los científicos, es que para entonces sea demasiado tarde.

La polarización política también ha golpeado a la ciencia. En Estados Unidos, el presidente Trump convirtió a los investigadores del clima en blanco de ataque ideológico, priorizando beneficios monetarios inmediatos frente a la razonabilidad preventiva. La racionalidad económica se ha impuesto a la fuerza sobre la prudencia que salvaguarda la supervivencia.

Con esta perspectiva, la polarización ambiental resulta insulsa. Cada cual puede creer lo que quiera, pero la razonabilidad, en términos de supervivencia, debería llevarnos a actuar al unísono.

En términos estratégicos, aparece la brecha entre lo que “debiera ser” y lo que efectivamente “pudiera hacerse” (Fonseca, 2014). Lo deseable sería que la razonabilidad prevaleciera. Pero la desigualdad extrema del mundo y el poder económico aferrado a la utilidad inmediata impiden esperar una respuesta rápida y seria. La única salida parece ser virar los incentivos: alinear los intereses de quienes concentran el poder con la urgencia de atender la crisis ambiental.

Aquí Edgar Morin, padre del pensamiento complejo, ofrece luces. En su reciente libro “Despertar” reconoce la paradoja: detener el crecimiento económico es necesario para salvar el planeta, pero mantener el crecimiento es imprescindible para que funcionen las sociedades modernas. Los líderes suelen optar por los intereses particulares e inmediatos, manteniendo el crecimiento. Morin propone una política inteligente declarada: decrecer en lo que contamina y destruye, crecer en lo que protege y regenera (Despertar, Morin, 2024).

A esa visión conviene añadir una dimensión más: no solo promover lo regenerativo, sino impulsar sola la innovación que desde el inicio no destruya (Fonseca, 2020). La transición energética debe ir más allá de sustituir lo existente; debe anticipar las nuevas y crecientes demandas sin repetir errores. El reto no es menor: ampliar un mercado donde múltiples oferentes compitan con soluciones limpias, bajo reglas que internalicen el costo de reparar la naturaleza y marginen monopolios.

Si no hemos logrado contener al capitalismo voraz, al menos podemos reorientar su energía: desplazar la producción contaminante hacia la regenerativa e insertar lo ambiental en los flujos del mercado, para que incluso los actores más poderosos tengan incentivos de permanencia bajo un paradigma distinto. Paralelamente, debemos abordar la otra crisis que Morin señala: la del pensamiento. El cambio climático no solo exige soluciones técnicas, sino un viraje cultural y cognitivo que nos permita pensar de manera más compleja y menos fragmentaria.

El desafío es enorme: conjurar la amenaza vital lo más pronto posible, dentro de las mismas reglas humanas que han creado esa amenaza. Con este enfoque, la polarización sobre el medio ambiente se revela por lo que es: un absurdo peligroso. Frente al riesgo mayor, la única opción razonable es actuar. No hacer nada no es, ni de lejos, una opción inteligente.

Rafael Fonseca Zarate

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