Esta semana debía discutirse en la Plenaria de la Cámara el Proyecto de Ley que ratifica la Convención Internacional contra el Reclutamiento, la Utilización, la Financiación y el Entrenamiento de Mercenarios. No fue posible. Y mientras aplazamos una decisión que salva vidas y cierra huecos jurídicos, los hechos siguen ocurriendo: colombianos engañados para pelear guerras ajenas, familias recibiendo llamadas desde frentes que ni pueden ubicar en el mapa, y empresas que, a punta de vacíos normativos, hacen caja con el dolor de los nuestros. No podemos mirar a otro lado.
En los últimos años hemos visto episodios que ningún país digno puede tolerar. En 2021 ciudadanos colombianos terminaron involucrados en el magnicidio del presidente Jovenel Moïse en Haití, tras ser contratados bajo la fachada de “escoltas”. En Sudán, cientos de connacionales fueron llevados con promesas de empleo legal y acabaron en medio de una guerra civil devastadora, que ha dejado más de cien mil civiles asesinados y más de doce millones de personas desplazadas. En México, se ha reportado la participación de connacionales en operaciones que fortalecen a carteles responsables del asesinato de militares. En Ucrania abundan testimonios de retenciones, incumplimientos y engaños: ofrecieron contratos y salarios que jamás llegaron, y los enviaron al frente con munición escasa y sin garantías mínimas. Hace apenas semanas, varios colombianos quedaron varados entre fronteras por negarse a seguir siendo carne de cañón. ¿Qué mensaje enviamos si el Congreso no actúa?
La Convención no demoniza a los veteranos ni a quien busca un trabajo legal en seguridad en el exterior. Precisa una conducta y a sus responsables: reclutar, utilizar, financiar o entrenar mercenarios, o participar como tal, es delito. Un “mercenario” no es cualquier contratista: se exige que la persona haya sido especialmente reclutada para combatir o ejecutar actos de violencia política, motivada esencialmente por el lucro, con pagos sustanciales por encima de los combatientes regulares, y sin pertenecer a fuerzas armadas estatales ni actuar como enviado oficial de un Estado. Esa definición distingue a las compañías de seguridad que operan legalmente de las redes que montan un negocio de exportar colombianos a la guerra. Han intentado sembrar la idea de que este instrumento “criminaliza” la seguridad privada. No es verdad. Lo que criminaliza es lucrarse con la guerra a partir del engaño, la intermediación opaca y la violencia.
Cada día sin ratificación favorece a esas redes. Hoy existen empresas que, con el discurso de la oportunidad laboral, captan personal para terceros países y los empujan a escenarios bélicos. La Convención nos da herramientas para cerrarles el paso: habilita la adecuación del Código Penal para tipificar el mercenarismo y sus eslabones (reclutamiento, utilización, financiación, entrenamiento), fortalece la jurisdicción para investigar cuando hay conexión con nuestro territorio o nuestros nacionales y activa la cooperación con Estados Parte —sí, con Ucrania también— para intercambio de pruebas, asistencia judicial y, si corresponde, extradición o enjuiciamiento. Además, permite medidas administrativas que estrangulan el negocio antes del despegue: controles a licencias, trazabilidad financiera, vigilancia a publicidad engañosa y a flujos de armas y equipos que terminan en manos equivocadas.
Algunos preguntan: “¿y no basta con las normas actuales?”. No. Sin un tipo penal específico y un estándar internacional compartido, los casos se pierden entre fronteras, se diluyen en figuras que no describen la conducta real o naufragan por falta de cooperación. Por eso tantos países han ratificado ya este instrumento: porque entendieron que el mercenarismo es transnacional por diseño. Quedarnos al margen no solo nos aísla, también nos vuelve una jurisdicción cómoda para quienes operan desde la sombra.
Ratificar es el primer paso. El segundo —que asumo y defiendo desde ya— es ajustar nuestras normas internas con inteligencia y humanidad. En lo penal, incorporar el delito de mercenarismo y los eslabones de la cadena con penas proporcionales, reglas claras de jurisdicción y herramientas de investigación financiera para seguir el dinero. En lo humano, diferenciar a los perpetradores de quienes fueron captados mediante engaño. Muchos de los que regresan son, en estricto sentido, víctimas de una trata de personas con fines de explotación bélica: se les prometió una cosa, se les entregó otra, se les retuvo documentación y se les amenazó para obligarlos a permanecer. Con ellos corresponde una ruta de atención, protección y reintegración. Con los reclutadores, financistas y entrenadores, todo el peso de la ley.
El Congreso tiene aquí un papel insustituible. Primero, votar la ratificación sin más dilaciones. Segundo, tramitar con celeridad y rigor la reforma al Código Penal y las normas complementarias en coordinación con el Gobierno Nacional. Tercero, ejercer control político para que Cancillería, Mindefensa, Fiscalía y las autoridades migratorias desplieguen protocolos de prevención, cierren empresas fachada, desmonten la publicidad engañosa y coordinen con los países parte la persecución de estas redes. Eso es lo que esperan las familias que hoy tocan nuestras puertas, eso es lo que merecen los veteranos a quienes se les prometió estabilidad y se les entregó una trinchera.
El Gobierno del Cambio ha puesto la defensa de la vida en el centro de su política de seguridad humana. Ratificar la Convención es coherencia con ese mandato y compromiso con nuestras Fuerzas, con las víctimas y con Colombia. No es un gesto simbólico: es una decisión que salva vidas, cierra rutas del delito y repara el nombre del país. Hagamos lo correcto: ratifiquemos ya y avancemos de inmediato en las reformas internas.
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