La democracia colombiana es como un ratón corriendo en una rueda. A gran velocidad, formulamos y promovemos reformas políticas y cambios en los mecanismos electorales para llegar a lo mismo. Esta campaña está moviendo dinero como arroz, que vamos a pagar con nuestros impuestos y a costa de nuestro bienestar. Seguimos girando en la rueda, elección tras elección.
Cuanto más tóxica es la competencia política, más dinero se necesita para ganar; más alcaldes llegan endeudados, teniendo que recurrir a sus senadores y representantes para intentar intermediar algo de recursos que les ayuden a pagar sus deudas de campaña “sin que se note”. Recientemente mis fuentes me indican que por lo menos 39 mil millones de pesos se están moviendo en la campaña del Cesar. Y así en La Guajira, El Chocó, Córdoba, Sucre, Norte de Santander y otros lugares. Más dinero en campaña significa más pobreza, menos ejecución y más precariedad democrática. Significa también mayor autoritarismo regional, más dependencia, más clientelismo y más crimen organizado involucrado en la política.
Pero tienen razón los críticos que señalan que se estigmatiza la política regional. Es cierto, la mayoría de las investigaciones se centran en los operadores políticos que están en las regiones, pero no es verdad que el centro político del país carezca de responsabilidad. Todo lo contrario, los dueños de los bolígrafos, que están en el centro del país, no pueden seguir haciéndose los de la vista gorda. Son ellos los que no otorgan ni avales ni apoyo a candidatos que puedan mejorar la democracia local, porque necesitan el dinero y los contratos. Por el contrario, más de una vez han favorecido a bandidos. Aunque la culpa penal sea individual, la responsabilidad es colectiva.
Aquí radica el asunto. Los operadores políticos a nivel individual o de grupo familiar son la base de nuestro sistema, no los partidos, no los grupos, no los conglomerados, no los consorcios. El operador político, cada cuatro años, busca el aval para presentarse, lo cual es más un requisito que una adscripción. Luego procede a buscar financiación a través de créditos, que en el caso del poderoso clan Char es otorgada por ellos mismos, o por otras financiadoras privadas, contratistas e incluso economías ilícitas.
Si tienen el dinero y la operación, fichas burocráticas y capital social en el centro, a este operador le van a llover ofertas. La alternatividad en la política local es excepcional, precisamente porque es extremadamente costoso montar una operación política, especialmente cuando no se es corrupto. La paradoja más triste es que termina siendo más eficiente el alcalde corrupto que tiene los recursos para acceder al mecanismo, que la alcaldía honesta a la que los ministros no le contestan el teléfono. Lo duro es que, cuanto más honesto sea el alcalde y menos conectado esté, menos le van a contestar. Pero sigamos con el operador del ejemplo.
Después de su elección, el operador político tiene dos tareas fundamentales: la primera, pagar la deuda de campaña, lo cual implica recolectar fondos a través de diversas vías, incluyendo la contribución de sus colaboradores y la manipulación de contratos públicos, así como la gestión de coimas con la participación de senadores y congresistas. La segunda tarea consiste en mantenerse relevante en la política nacional a través de sus contactos. Esto se traduce en la colocación de sus afines en los ministerios y la creación de una burocracia leal que les suministra información y facilita el cumplimiento de favores políticos. En esta dinámica, los beneficios son mutuos: “Hoy por ti, mañana por mí”.
Los jefes de partido gestionan y administran ese capital político, con plena conciencia de quiénes son y cómo se hace la política, pues aceptar el mecanismo es la clave para mantenerse en el juego. Por eso, partidos como Cambio Radical, el Partido Liberal, el Conservador, el Partido de la U, el MAIS, la Alianza Verde y la Liga de Gobernantes Anti-corrupción, no dejan de otorgar avales a grupos políticos, ya sean clanes o no, que pueden garantizar su éxito, sin tomar medidas para cambiar o cerrar este sistema, lo que demuestra que hablar de democracia interna en los partidos políticos colombianos equivale a blasfemar en una catedral.
A pesar de que se tiende a ver a las regiones como corruptas y al centro como menos corrupto, no debemos olvidar que el centro político del país acumula la mayor parte del poder y establece los términos de las negociaciones. La descentralización superficial que se implementó en 1991 nos ha hecho creer que los operadores políticos regionales son el epicentro de este sistema, cuando en realidad los líderes políticos nacionales han sacado un provecho significativo a un costo mínimo. Es comprensible que el control desde el centro sea más difícil, costoso e indeseable, pero para figuras como los Vargas, los Santos y los Pastrana, este mecanismo ha resultado excepcionalmente funcional. Ha llegado el momento de abrir un diálogo sobre esta cuestión.