Creo en el amor a primera vista. El tenis y Rafa Nadal son prueba de ello. Desde aquel abril de 2005 cuando el mundo de la raqueta comenzaba a asombrarse con la joven promesa española, yo sabía que él sería una súper estrella y que seguiría su carrera de manera religiosa capando algunas clases, escapándome del trabajo y orando de la mano con mis hermanos para que ganara los partidos.
De ese joven con pantalones largos y bandana tipo pirata me llamó la atención su capacidad retadora y su garra para trabajar los puntos como ‘una fiera’. En esos días de surgir, el tenis era dominado de forma contundente por otra leyenda: Roger Federer, pero el niño maravilla de Manacor (España) llegó para hacerle frente y ambientar una de las rivalidades más famosas y hermosas del deporte.
El primer gran partido entre Nadal y Federer se dio en el Open de Francia del 2005. En aquella semifinal el español desplegó un tenis basado en la potencia y la agilidad para moverse en pista. De esta forma venció al suizo y en seguida ganó el primero de sus 14 títulos de Roland Garros.
Con fama de especialista en tierra batida, Rafa comenzó una tarea que lo llevaría a conquistar los principales trofeos del tenis. Fue constante y pudo vencer a Federer en su feudo de Londres, en el que muchos consideramos el mejor partido de la historia del tenis: la final de Wimbledon 2008. Además, en este mismo año se colgó la medalla de oro en los Olímpicos de Pekín.
Pero el viaje conquistador de Rafa se traslado a Melbourne, ganando el Open de Australia de 2009 en otro de los encuentros míticos con el gigante suizo. Al año siguiente mientras seguía dominando la tierra de Paris, el joven completo el ‘póker’ del tenis venciendo a un naciente Novak Djokovic durante la final del Usopen 2010 en New York.
Rafa fue conquistador de todas las superficies del tenis a pesar de su especialidad sobre tierra batida, domingo tras domingo compartía cartel en las finales con Roger y Novak. Nunca la tuvo fácil, porque cuando encontró la fórmula para superar al suizo, apareció un serbio que lo llevaba siempre al límite.
Hoy Rafa Nadal le pone punto final a una carrera profesional de casi 23 años, y con ello nos deja enormes referencias para aplicarlas a diferentes facetas de nuestras vidas.
Un hombre fiel a sus valores, porque la pasión, el trabajo en equipo y la gratitud hicieron parte de su esencia en cada partido y cada torneo donde apareció.
Un deportista correcto en su comunicación, porque fue claro y directo cuando había que hacerlo; prudente y silencioso cuando la situación lo requería.
Una persona que siempre valoró a su equipo, porque construyó relaciones de confianza con sus dos entrenadores, Toni Nadal y Carlos Moyá, así como con sus representantes y todo el staff que le acompañó.
Construyó una familia real y unida, porque mantuvo la prudencia y el valor para sostener a sus seres queridos libres de polémicas a pesar de lo extenuante y sobreexpuesta que resulta la alta competencia.
Por estas y otras tantas lecciones, hoy Rafa Nadal nos ilustra el cierre de un ciclo ganador (más allá de todos sus títulos) donde el trabajo fuerte, la capacidad de adaptación, el amor por su deporte y la sencillez en sus acciones se quedarán por siempre en la memoria de los aficionados al tenis y del mundo deportivo.
No me equivoqué al pensar en su grandeza, tampoco siento tristeza del fin de su carrera. Sí tengo mucha alegría de haber gozado con el alma cada partido, cada final y cada entrevista concedida. Intenté verlo en New York y en Paris, pero nunca coincidimos, tal vez la vida nos de una cita más viejos, más sabios y con más capítulos por contar de su ejemplar trayectoria.
Por inspirarnos, emocionarnos y siempre ser una fiera para luchar, mil gracias Rafa.