Es asombroso que nuestra democracia en la práctica podría estar reducida a unas treinta y cinco personas (CNE, 2025) y no a los 41,241,599 colombianos que dice el censo electoral (CNE, 2025). Esas treinta y cinco corresponden a una por cada partido con personería jurídica ante el Consejo Nacional Electoral, CNE, que determinan los avales que otorgan a los candidatos en las elecciones. Con ello deciden quién puede aspirar a la Presidencia o al Congreso, lo cual representa un gran poder porque a través de quienes salen elegidos controlan gran parte del Estado.
Ese poder se concentra en los que eligen a quiénes pueden ser elegidos, que no siempre son los representantes legales de los partidos: en todos los partidos se sabe quién es el que manda, y lo primero que mandan es la determinación de los avales. Lo que debería haber sido un trámite administrativo ante el CNE se convirtió en la llave al poder para manejar al Estado.
De la apertura al caos
En 1991, la Constitución prometió un pluralismo que reemplazara al viejo bipartidismo excluyente. Se trataba de abrir el sistema para que nuevas fuerzas políticas, incluidas las que dejaban las armas, pudieran competir en igualdad. Pero lo que debía ser un multipartidismo moderado derivó en una proliferación sin control.
Las leyes posteriores a la Constitución del 91, empezando por la Ley 130 de 1994, abrió esa puerta a la proliferación de partidos y movimientos sin control (Pizarro, UNAL, 2023). Para 2003, Colombia ya tenía 72 partidos registrados, lo que convirtió el pluralismo en un comercio con disfraz de democracia (Fescol–El Espectador–Los Andes, 2024). Esa crisis obligó a una reforma constitucional (Acto Legislativo 01 de 2003) que introdujo el umbral electoral, la lista única por partido y, posteriormente llegó la disciplina de bancada (Ley 974 de 2005), con la esperanza de reducir la dispersión. Pero las fisuras legales y las reinterpretaciones del CNE terminaron reviviendo el mismo problema: entre 2019 y 2023 se reconocieron 21 nuevos partidos llegando a 36, y otros siguen en fila para conseguir la personería (hasta las elecciones seguirán las fluctuaciones del número).
La ley exige democracia interna, pero en la práctica muchos de los partidos son microempresas electorales: estructuras que giran alrededor de un dueño, no de un programa. Hoy cada nuevo movimiento nace como una franquicia personal: En Marcha de Juan Fernando Cristo, La Fuerza de la Paz de Roy Barreras, Poder Popular de Ernesto Samper o la Nueva Fuerza Democrática de Andrés Pastrana. Todos distintos en discurso, idénticos en estructura (Pizarro, UNAL, 2023). También en los partidos “grandes” existen los jefes que mandan, y en últimas operan de igual forma.
Fábricas de avales
Lo que es de conocimiento público es que algunos partidos pequeños se han vuelto fábricas de avales. Según La Silla Vacía, en las regiones, durante las elecciones de 2023, los que más avalaron candidatos no fueron los grandes, sino la ASI y la Alianza Verde, convertidos en auténticos expendedores de franquicias políticas. A más avales, más ingresos por reposición de votos, más acceso a recursos públicos y más poder de negociación en las coaliciones (La Silla Vacía, 2023).
De esa economía del aval viven muchos de los jefes políticos regionales: los clanes que dominan departamentos enteros con el mismo apellido. Esos clanes no actúan como partidos, sino como redes familiares de contratación pública, sostenidas en favores, puestos y licitaciones amañadas. Allí la corrupción es el modelo operativo.
Tampoco los llamados “independientes” han cambiado el panorama. En teoría, representaban una vía ciudadana para renovar la política puesto que, al no pasar por los avales de los partidos, no quedaban dependiendo de los que determinan esos avales; en la práctica, se multiplicaron los candidatos y se diluyeron los resultados. Salvo la excepción de Rodolfo Hernández en 2022, ninguno ha tenido un respaldo significativo, aunque todos han contribuido a engordar la fragmentación y el costo del sistema electoral. Las reglas permiten el reembolso por voto obtenido, de modo que cada intento fallido implica gasto público sin beneficio colectivo. Más que abrir la democracia, los independientes terminaron ensanchando el negocio de la política, dispersando los votos y legitimando el mismo esquema de personalismo que decían combatir.
Fragmentación y parálisis
El resultado es la atomización. En 2023, el país tenía 36 partidos o movimientos con personería jurídica (Pizarro, UNAL, 2023); para 2024, tras algunas anulaciones, quedaban 34 (Fescol–El Espectador–Los Andes, 2024). La diferencia numérica importa poco: lo sustancial es que ninguno tiene fuerza suficiente para gobernar. En el Senado, el Pacto Histórico apenas alcanza 20 curules de 108; en la Cámara, el Partido Liberal suma 32 de 188. Las leyes se aprueban a punta de retazos, negociaciones y trueques. “Puestos por votos”, como lo resume bien Pizarro (Pizarro, Contexto, 2024).
Ese mismo autor advierte que esta fragmentación produce una paradoja: ni hay realmente partido sólido de gobierno ni tampoco uno sólido de oposición,. Los “independientes”, creados por la Ley 1909 de 2018, no fortalecieron la democracia; solo ampliaron el menú para la cooptación. El Ejecutivo compra apoyos individuales, quiebra bancadas y desfigura cualquier disciplina interna (Pizarro, Contexto, 2024).
La distancia entre norma y realidad
El Estatuto Básico de los Partidos (Ley 130 de 1994) define a estas organizaciones como instrumentos de participación ciudadana y de formación de la voluntad popular. Deberían funcionar con democracia interna, ética y transparencia. Pero en la práctica son pequeñas monarquías, donde el bolígrafo del jefe político decide listas y alianzas. Los tribunales de ética sancionan a los disidentes, pero nunca a los negociadores de avales. El resultado es un pluralismo aparente que legitima el clientelismo con fachada legal.
La ciudadanía lo percibe. Según Fescol y El Espectador, la confianza en los partidos cayó del 12,3 % en 2019 al 6,6 % en 2023. Es decir, más partidos, pero menos representación (Fescol–El Espectador–Los Andes, 2024).
Una democracia capturada
Lo que se llama “democracia representativa” es, en la práctica, una especie de oligarquía de intermediarios. Treinta y cinco personas deciden quién puede competir por el poder. Son pocos, pero controlan el sistema: a través de los elegidos, ellos también controlan buena parte de la contratación pública, la burocracia y las alianzas regionales. Son los nodos de una red de intereses que sustituye al ciudadano.
Las consecuencias son visibles: leyes incoherentes, reformas empantanadas y una ciudadanía cada vez más incrédula. El pluralismo degeneró en dispersión, y la dispersión en parálisis (Pizarro, UNAL, 2023). Colombia pasó del bipartidismo excluyente al multipartidismo ingobernable, donde todos se autoproclaman los representantes del pueblo, pero el pueblo poco se le escucha.
El desafío
Algunos sectores, desde orillas ideológicas opuestas, han pedido un acuerdo nacional para reformar la ley de partidos, reducir el número de colectividades y recuperar la coherencia del sistema (Pizarro, UNAL, 2024).
Pero mientras eso ocurre, seguiremos atrapados en un sistema que confunde pluralidad con dispersión, y representación con propiedad privada del aval. El precio de esa confusión no es abstracto: es la facilitación estructural de la corrupción, donde no delinquen individuos aislados sino redes que manejan el poder como patrimonio familiar, encabezadas por quienes ostentan el poder de otorgar avales.
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