En Bogotá ya no nos inmutamos ante una mujer asesinada. Se vuelve paisaje. Titular rápido. Cifra fría. Seguimos.
En lo que va de 2025, más de 11.000 casos de violencia intrafamiliar han sido reportados solo en Bogotá, un aumento del 35% frente al mismo periodo de 2023. Más del 70% de las víctimas son mujeres, muchas de ellas en barrios donde la ley solo se cumple cuando conviene, donde el Estado llega tarde o no llega nunca.
Las cifras de homicidios tampoco permiten descanso. En los tres primeros meses del año, 281 personas fueron asesinadas en la capital, el 15,6% más que el año pasado.
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Marzo fue el mes más sangriento desde 2016. De esos casos, una parte significativa corresponde a mujeres asesinadas por sus parejas, exparejas o sicarios contratados bajo la excusa del “crimen pasional”, una categoría que seguimos usando para disfrazar el feminicidio con lenguaje romántico.
Y mientras eso ocurre, ¿dónde está la política pública real para protegerlas? La respuesta corta: en el papel. La larga: sepultada en la burocracia, con enfoque de género en los discursos, pero no en las soluciones. En muchas localidades de Bogotá, la muerte de una mujer no conmociona a nadie. Ocurre en silencio, sin respuesta inmediata, sin justicia pronta. Solo duele a los que la lloran.
La violencia no discrimina, dicen. Pero la verdad es otra: sí lo hace. Se ceba más en los cuerpos feminizados, racializados y empobrecidos. Las mujeres trans, por ejemplo, lo viven en carne propia: en lo corrido del año, ya son 15 las asesinadas en Colombia por su identidad de género. No es casualidad que, en muchos casos, estas muertes ni siquiera sean investigadas con el rigor que exige la ley.
Y mientras tanto, se naturaliza. Se asume que en ciertos sectores “eso pasa”. Que si una mujer es asesinada en Ciudad Bolívar o Usme, hay menos urgencia que si ocurre en Chapinero. Que, si era trabajadora sexual, migrante o lesbiana, su muerte vale menos. Que hay vidas que duelen distinto.
¿Quién decide eso?
Lo más grave es que la muerte de mujeres no solo es violencia física, es violencia institucional cuando no se investiga con celeridad, cuando no hay protección efectiva, cuando no se escucha a tiempo una denuncia, cuando el agresor sigue en libertad porque “no había suficientes pruebas”.
Y mientras se hacen foros, marchas y campañas de hashtags, el cuerpo de una mujer más aparece en una quebrada, en una casa, en un callejón. Y la ciudad sigue su curso.
Bogotá, como muchas otras ciudades del país, ha comenzado a ver estas muertes como parte de una estadística más. Pero una sociedad que naturaliza el asesinato de mujeres no solo fracasa: se descompone.
El Estado está obligado a responder. Y no con comunicados ni “planes piloto”, sino con presencia, justicia real, pedagogía, inversión en prevención y rutas eficaces que no se limiten a una línea telefónica. Porque, en este país, nacer mujer no puede seguir siendo una sentencia de muerte.
César Orlando Amaya Moreno
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