Colombia no puede volver a caer en el círculo del terror que marcó los años noventa, ni rendirse otra vez ante las fauces del narcoterrorismo.
Hoy, las redes sociales —ese llamado quinto poder— han descentralizado la comunicación. Ya no está exclusivamente en manos de los grandes medios. Voces independientes, tiktokers, influencers y líderes de opinión están narrando una realidad que muchos intentan silenciar: la profunda injusticia social que atraviesa nuestro país.
Por eso, alzamos la voz para exigir condiciones reales de seguridad y protección efectiva para quienes defienden los derechos humanos y construyen, día a día, un país más justo.
Lo sucedido en Bogotá y Cali no es un hecho aislado: es la punta del iceberg. Cientos de líderes y lideresas han sido perseguidos, amenazados y asesinados. Aunque se refuercen sus esquemas de seguridad, sus vidas quedan marcadas. Vivir bajo escolta no es vivir: es sobrevivir.
Si realmente aspiramos a la paz, debemos empezar por desarmar los corazones, fomentar la reconciliación y el respeto mutuo. Pero, ¿están dispuestos quienes han detentado el poder durante décadas a permitir ese cambio? ¿Cuánto les incomoda un gobierno que busca redistribuir privilegios y garantizar derechos?
Este gobierno ha puesto en el centro del poder a los históricamente excluidos: afrodescendientes, indígenas, campesinos, sectores populares, diversidades sexuales y juventudes marginadas. Ha llevado recursos a territorios olvidados, pero muchas de estas acciones siguen siendo invisibilizadas por medios que privilegian el escándalo sobre el reconocimiento.
La violencia política en Colombia tiene un patrón cíclico, que se agudiza en cada periodo electoral. Desde los años noventa —con los asesinatos de Pizarro, el atentado contra Antonio Navarro, y el genocidio impune contra la Unión Patriótica— se han acallado sistemáticamente las voces que proponen un país distinto.
La reciente marcha del silencio, paradójicamente, me deja muda. Claro que hay que marchar por la vida. ¡La vida es sagrada! Y es una lástima que el profe Mockus se haya alejado del verde: su presencia, como la de Navarro, sigue siendo un faro. Cada gesto suyo conmueve. Pero incluso sus llamados a la unión y reconciliación hoy me resultan difíciles de procesar. ¿Reconciliación con quién? ¿Con quienes nunca han querido reconciliarse? ¿Con quienes siguen estigmatizando y excluyendo?
Yo me reconcilio con quienes también quieren hacerlo conmigo. No con quienes me niegan, me despojan o me juzgan. ¿Qué futuro le espera entonces a la dejación de armas? ¿Qué sentido tiene hablar de paz si seguimos social y emocionalmente sindicados?
Ahora todos parecen expertos en derecho constitucional, lo defienden con fervor… pero en 1991 eran pocos los que realmente lo apoyaban. Muchos de quienes hoy lo invocan, entonces lo habrían rechazado.
Mientras tanto, nadie habla de lo que pasa en los barrios: robos, asesinatos, desapariciones. Tal vez por ellos sí marcharía. Porque no tienen voz ni medios. Son el pueblo: los “nadies”, los “de a pie”, los que sostienen este país sin que se les reconozca nada.
Cientos de jóvenes siguen atrapados en la pobreza estructural, marginados por el hambre, mientras un Congreso protege sin pudor los intereses de sus patronos como si fueran los del pueblo.
El debate entre la vida y la muerte no se reduce a una figura pública. Se juega cada día en la suerte de miles que no dependen de redes sociales ni de pantallas, sino de la voluntad de sobrevivir con lo justo.
Quitémonos las gafas del privilegio. Miremos de frente lo que está ocurriendo. Y no solo en Colombia: el planeta entero está al borde. El clima es cada vez más errático. El nivel del mar ha subido entre 20 y 23 centímetros desde 1880, producto del derretimiento de glaciares, la expansión térmica de los océanos y un modelo económico basado en la depredación: petróleo, minerales, agua, vida.
El pastoreo masivo para la producción de carne ha destruido suelos fértiles. Estamos presos del dinero, atrapados en un consumo compulsivo que promete placeres inmediatos y nos aleja de los procesos profundos y necesarios.
El mundo también se debate entre la vida y la muerte. Cada vez más caliente. Cada vez más desigual. Y en esa lucha por la equidad, los pueblos han puesto los muertos. Porque la verdadera diferencia está entre un modelo que distribuye con justicia y otro que concentra con violencia.
Es tiempo de mirar con otros ojos. Es tiempo de actuar.
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