Durante los últimos años se ha incrementado sustancialmente el consumo de leches vegetales (almendra, soya, avena, coco) bajo la premisa de que son más sanas y mejores para el ambiente y la salud porque no involucran sistemas de producción animal. Sin embargo, los datos no corroboran estas hipótesis que se han venido convirtiendo en mantra de ciertos modos de vida “alternativa”, cada vez más insostenibles por no incluir la ecología en sus reflexiones.
Reconociendo que las leches vegetales son sabrosas, que hacen parte de la libre elección gastronómica de las personas y que son una alternativa para quienes se declaran (aunque a menudo sin datos) intolerantes a la lactosa, es bueno revisar sus aparentes bondades, especialmente para Colombia, donde copiamos modas sin pensar mucho en sus consecuencias. Lo primero que hay que decir es que las leches vegetales son todas importadas, lo que ya implica un costo y una huella ecológica importante: transportar líquidos envasados es gravoso, y hace que los sellos de sostenibilidad del producto en el país de origen, si es que los hay, pierdan su sentido. El 80% de las almendras del mundo se produce en monocultivos en California, un estado cada vez más seco, seguido por Europa y África mediterráneas, donde también el cambio climático comienza a afectar los agroecosistemas y la disponibilidad de agua para riego. En contraste, producir y consumir leche local, pasteurizada o transformada en queso y otros productos, implica una huella de carbono alta por las emisiones del ganado, pero comparativamente menor que todo el proceso de exprimir frutos secos para extraerles… agua.
Las ganaderías de leche pueden ser muy sostenibles con un adecuado manejo de los paisajes productivos, tanto desde el punto de vista social como biológico: aparte de generar una base de desarrollo rural para miles de personas, a menudo pequeños productores, podrían contribuir a la protección de fuentes de agua y al buen manejo del suelo en las regiones productoras. El problema en Colombia y en Cafarnaum es que muchos productores siguen jugando sucio, textualmente, permitiendo que las vacas defequen en el agua cuando van a beber a las quebradas, así la ley lo prohíba hace décadas. El manejo de las heces derivadas de los sistemas de producción animal es causante de uno de los peores problemas del mundo, la contaminación por exceso de nitrógeno y fósforo que terminan en lagunas y costas, donde alimentan mareas rojas de algas tóxicas. Curiosamente, en una era donde el precio de los fertilizantes se dispara por la guerra europea, seguimos desperdiciándolos y desconociendo las propiedades de la gallinaza o la porquinaza bien manejadas y el potencial de una agricultura ecológica menos mítica, basada en mierda local, casi siempre ubicable en el rango de la “ciudad de 30 minutos”.
Las leches vegetales pueden parecer buenas para la salud, pero no parece que lo sean tanto para el planeta, aunque los mercados siguan promoviéndolas porque, a su favor, en toda vereda hay una marranera que vierte sus deshechos en las quebradas locales, llenando el vecindario de moscas y malos olores, impulsando a los demás ganaderos a hacer lo mismo, y disparando el consumo de antibióticos para afrontar los riesgos de bioseguridad, con la complicidad de algunos coprofuncionarios. Un sistema perfecto de maladaptación, donde todes competimos por el premio Darwin, a ver quién se acaba primero, como si en la casa común hubiese realmente un lugar donde resguardarse de la porquería.
Ordeñar matas puede parecer más sostenible que ordeñar vacas, porque muchos le apuestan a ganar, haciendo las cosas menos peor; pero no bien. Las leches vegetales son a menudo un lujo que trae el consumismo “verde”, y que de verde no tiene nada, aunque la publicidad, como siempre, lo colorea. Consumir productos lácteos locales es sin duda una opción más concreta para construir paisajes sostenibles y equitativos, si se hace con las mejores prácticas disponibles y las contribuciones de la ciudadanía.