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La columna de esta semana no tenía nada que ver con este tema, pero algunos acontecimientos me hicieron borrar lo que había escrito y cambiarla. El primero fue un reciente nombramiento en el gobierno. El segundo fue la “tiraera” de Shakira y el tercero fue la columna de opinión de Ana Bejarano sobre las denuncias de Gustavo Bolívar, a quién no le creo nada su asombro. Cualquier persona que pase dos semanas en el Congreso de la República sabe en qué ambiente se mete. Nadie esconde nada, pero todos lo niegan.

Tipos como esos me han tocado varios a lo largo de mi vida. A mí y a casi todas las mujeres que conozco. Casi nunca acaban en denuncias o en escrache y nos enseñaron a que está mal sentir rabia cuando uno los ve triunfando En este caso no importa si son de izquierda o de derecha porque la balanza está más que bien equilibrada. A una le enseñan a sobrevivirlos y a callarlos.

Uno de esos tipos es el que camina siempre en la delgada línea entre el coqueteo y el acoso. Siempre pendientes de no cruzar la línea del delito y premeditan muy bien cada jugada y su objetivo casi siempre son mujeres jóvenes cuya voz no signifique gran cosa. Uno de ellos, concejal de Bogotá, les decía a todas las mujeres jóvenes de su partido que legalmente era lo mismo decirles que tenían tetas lindas a ojos lindos, y que no podían hacer nada. Otro, un importante líder de izquierda y socio del club el nogal, se les acercaba incómodamente a pedirles su “Insta”. No sé si estas mujeres, muchas de ellas jovencísimas tienen hoy derecho a sentir rabia cuando los ven tan bien ubicados.

Otro de esos tipos tenía por costumbre en la Universidad a abrazar morbosamente a las alumnas. En mi generación lo que hacíamos era tratar de evadirlo y si a alguna le tocaba alguna “sobrepasada” era culpa nuestra, porque “todas sabíamos que él es así”. A muchas nos daba asco, pero estábamos profundamente manipuladas. Lo ideal era ser tan fuertes que las que cayeran fueran las débiles. Yo sé, les hicimos un favor. Conocí mujeres inteligentísimas y muy talentosas que nunca tuvieron la opción de hablar, que salieron de sus carreras, que las ningunearon y las castigaron. Eran ejemplos duros. Ninguna queríamos ser ellas.

Algunos de mis compañeros del movimiento estudiantil, muchos de ellos también hoy en cargos de poder, le llamaban al abuso sexual “cooptación horizontal”. Viví muchos momentos en que la posibilidad de participar en círculos de toma de decisiones estaba determinada por tolerar los chistes y los comportamientos machistas, incluyendo el acoso y el abuso sexual. En mi primer trabajo fuera de la Universidad también aprendí a evadir los comentarios o a callar y a crear un personaje aparentemente invulnerable. Hasta que no lo fue. Hace veinte años.

Una noche, cuando tenía 23 años me quedé bebiendo en el apartamento de una amiga, cuyo marido también consideraba mi amigo y era jefe de una importante ONG en ese momento. La casa estaba sola y me sentí tranquila para tomarme unos tragos con mi amiga, y cuando llegó el tipo me tomé el último whisky. Apenas mi amiga se acostó, el tipo, uno de esos tipos que trabajaba por los derechos humanos, rondando los cincuenta y póngale años, me atacó. Salí corriendo de esa casa, sintiéndome la peor persona del mundo. No lo vi venir. Yo de verdad creí que su interés en mí era por mi inteligencia. Pocos días después el susodicho llamaba a mi jefe a contarle que yo estaba trabajando con él y lo mejor que podía hacer era echarme. Por un milagro, mi jefe me creyó. No fue el caso de muchas. Este tipo, el que me tocó a mí, era uno de esos locos que incluso llegó a creer que yo tenía una relación con él.

Cuando trabajé en un cargo de gerencia en una institución pública me tocó presenciar una escena donde el hijo de una famosa parapolítica le gritaba violentamente a su novia porque el resto de la institución le tenía pánico. Era el consentido del papá del ministro de entonces. El tipo que sabe que es impune, que nada pasa. Y aún a mis cuarenta, cuando me creí fuera de todo peligro, me tocó aguantarme a un político hablando morbosamente de mi cuerpo y preguntándome por qué no me arreglo (cosa que no hago, porque no estoy dañada).

Así que señores, sabemos muy bien que no podemos probar que su coqueteo ha cruzado los límites del acoso. No somos tontas. Sabemos también que ustedes tienen relaciones más poderosas que nosotras, que se creen imprescindibles, que lo que hagamos ahora no tendrá efecto en sus nombramientos. Pero así mismo sabemos quiénes son y cómo lograron lo que son. Curiosamente hemos empezado a recuperar el derecho a la rabia. Esta columna la dedico a mi agresor. Yo ya no lloro, yo facturo.

Laura Bonilla

 

 

 

Laura Bonilla

heckika@gmail.com
Gerente para América Latina, Fundación Paz y Reconciliación

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