Cuando nacía un niño en la primera mitad del siglo pasado lo más probable es que de una vez fuera bautizado como chulavita o cachiporro, y lo más seguro era que así muriera, no sin haberse “hecho matar” a diario por sus creencias durante su vida. Las creencias eran las de su padre realmente, pero le tocaba hacerlas suyas por “honor familiar”. Durante su vida recibía un entrenamiento en “creer” muy fuerte, desde la religión hasta la política, pasando incluso por los mitos y leyendas. No había la más mínima posibilidad de cambiar de opinión, porque ni siquiera eran opiniones. Eran dogmas. Los dogmas tienen la particularidad de castrar la necesidad de información; con el dictado del dogma termina la búsqueda de conocimiento. Y la persona se siente bien anclada, sin vacíos ni dudas metafísicas.
Como el conocimiento libera a las personas de las cadenas de la ignorancia, lo más interesante de nuestra época actual es que existe la oportunidad de buscar y entender la información que se quiera, y por lo tanto, poder romper a voluntad cuantas cadenas en diversos temas se desee, pese a que aún seguimos siendo entrenados en “creer”. Entre esos temas, la política. Quien no aprovecha esa oportunidad sabiendo que existe, es más ignorante que aquel que no sabe que es ignorante sobre algo, porque no ignora que es ignorante y quiere seguir siéndolo a voluntad.
Aquellos que heredan dogmas o se dejan llenar su cabeza de dogmas han tomado una decisión similar, por cuanto la fe y las certezas anulan la necesidad de sentir esa curiosidad que lleve a la búsqueda incesante de conocimiento para encontrar lo verdadero de algo. Con las certezas pasa igual. La fe es una certeza lograda por implantación mientras que algunas otras certezas son logradas por experimentación (el efecto de la gravedad, por ejemplo), pero la mayor parte de las certezas podrían ser el resultado de una auto imposición: después de un proceso liviano de pensamiento la persona decide parar su racionalidad y “tener” certeza en algo.
Los pensamientos se pueden clasificar (del filósofo español Ayllón) en dudas, opiniones o certezas, dependiendo de la disposición de la persona a cambiar su pensamiento por uno diferente mediante un proceso mental. Cuando se tiene una duda, con cualquier argumento que parezca mejor se puede cambiar el pensamiento. Cuando se tiene una certeza, con ningún argumento se puede cambiar. Paradójicamente, las dudas pueden ser síntoma de una mente que usa más su inteligencia que la de aquel que tiene más certezas. Para Russell este asunto era taxativo: “El drama de nuestra época es que los tontos están llenos de certezas mientras que los inteligentes están llenos de dudas”.
En política lo vemos a diario en nuestros días, lo cual es toda una extrañeza, dados los avances en la educación y las facilidades para conseguir información. En ese pasado de chulavitas y cachiporros se podría explicar por la ignorancia generalizada que a su vez alimentaba un contexto avasallador; pero en la actualidad, francamente, resulta difícil de explicar.
Debemos, por tanto, hacer el esfuerzo de repensar esas certezas llevándolas al nivel de las opiniones. Como las opiniones se forman partiendo de una información existente, específica, de contexto o de ambas, y a través de un proceso mental. Sin importar que tan hábil es cada quien en sus procesos mentales, sería de esperar que si cambia la información o el contexto, la opinión cambie. Por pura lógica.
Como resultado, deberíamos darnos el derecho y permitirnos cambiar de opinión sin sonrojarnos siquiera, cuando ha cambiado la información. Si era precaria y ha mejorado, con mayor razón. Es la manifestación de una inteligencia trabajando.
En estos tiempos en que la verdad empieza a aflorar, transitando de rumor a testimonio, confesada por sus mismos actores terribles, nos está cambiando la información específica y también el contexto. Por lo que, con el uso de nuestra inteligencia, debemos darnos la orden de pasar de certezas a opiniones, y volver a pensar esas opiniones que nos habíamos formado a partir de una información diferente, que había sido manipulada. Ahora ya sabemos, a partir de cada vez más testimonios que narran la verdad del conflicto que vivimos, los móviles y los actores del despojo a fuego y sangre (literalmente) de las tierras de pequeños campesinos, y de todos aquellos que ayudaron a que esta bacanal de violencia pudiera convertirse en una “bonita” historia de terceros compradores de buena fe.
Es permitido cambiar de opinión en esta era. Es un derecho personal. Pero, dado que vivimos en una sociedad en la que la interdependencia entre todos hace que cada acto individual afecte a los demás, es también un deber. Es una obligación ser críticos ante la verdad y edificar unas condiciones que aseguren la no repetición de ninguna de estas barbaries a través de la elección de políticos íntegros en las elecciones, que sean capaces de construir diques de justicia real para acabar con la violencia y la corrupción generalizadas. No podemos dejar que sigan aquellos politiqueros y sus cómplices, ninguno de los que participaron de alguna forma en la desgracia de colombianos, indefensos, campesinos. Es también nuestra desgracia. No debe continuar.
*@refonsecaz – Ingeniero. Consultor en competitividad.