Es música para los oídos de quienes luchamos por cambios en la sociedad colombiana. Proponer una cirugía a la estructura político-administrativa del Estado colombiano que signifique sustituir el asfixiante centralismo bogotano por un modelo de regiones autonómicas, es una aspiración democrática tan aplazada como necesaria. Fue una de nuestras frustraciones en la Constituyente del 91 que mantuvo, eso sí con mayores niveles de descentralización, el modelo centralista heredado de la constitución de 1886. Curiosamente ha sido una reivindicación reclamada por elites políticas regionales, liberales nostálgicos de nuestro federalismo del siglo XIX y expresiones políticas de izquierdas.
No es un debate de poca monta. Es la contradicción más antigua y aun no resuelta de nuestra historia republicana. Recordemos que a ella se le atribuye el periodo de “la patria boba” que dividió, enfrentó y entretuvo a la generación protagonista del grito de independencia de 1810, mientras el imperio español recomponía sus fuerzas para reconquistar su dominio a este lado del Atlántico. Luego, los centralistas y federalistas se alinearon en los dos partidos políticos nacientes: los primeros en el Conservador y los segundos en el Liberal. Y los conflictos políticos y armados a lo largo del sangriento siglo XIX con todas sus constituciones impuestas entrañaron esta disputa, incluyendo la Constitución de Rionegro de corte liberal y federalista; o la de 1886 de corte más conservador y centralista. Hoy, esas alineaciones ideológicas resultan bastante difusas o sino escuchemos las coincidencias de un liberal como el gobernador del Atlántico, Verano De La Rosa, y un conservador uribista de derecha como el gobernador de Antioquia, Rendón.
Por eso no hay caer en ingenuidades absolutistas que nos conduzca a una especie de patria boba 2.0 o del siglo XXI. Atribuir todos nuestros males y violencias al odioso centralismo conduce a la ilusión de unas virtuosas regiones autonómicas que nos traerían mágicamente paz y prosperidad. Sería tanto como creer que el presidencialismo, otra característica o deformación de nuestro sistema político, sea la responsable de nuestras tragedias, para lo cual bastaría con avanzar hacia un régimen parlamentario que nos conduciría a “ríos de leche y miel”. En ambas ingenuidades se olvidan las enormes y estructurales desigualdades sociales y territoriales que nos aquejan y las características de nuestro régimen político plagado de autoritarismos subnacionales y del imperio de clanes familiares y mafias políticas en buena parte de nuestras regiones y territorios, ligados a todo tipo de ilegalidades.
Si la parapolítica, esa mezcla muy colombiana de estructuras políticas tradicionales, ejércitos ilegales y mercados criminales, se tomaron los territorios aprovechando la descentralización política, administrativa y fiscal de municipios y departamentos, imaginémonos con realismo y crudeza lo que puede ocurrir con atribuciones, competencias y recursos más poderosos derivados de regiones autonómicas. Felices quedarían los Chares, los Gneccos y demás clanes familiares si su poder político está condimentado con un manejo absoluto de las riquezas naturales y los ingresos fiscales de regiones bajo su dominio o las elites cuyas regiones no están obligadas a compartir sus excedentes con las regiones más pobres, como lo propone el recién electo gobernador de Antioquia Andrés Julián Rendón con su referéndum fiscal. Y más felices aún, si dicha reforma autonómica mantiene intactas las formas autoritarias y dictatoriales del ejercicio del poder que ellos ejercen a sus anchas.
No nos digamos mentiras: sin democratización del régimen político, sin democracia de “alta intensidad” en las regiones de Colombia, la obsesión por una república unitaria con regiones autónomas puede terminar en el despeñadero de un archipiélago de vulgares republiquetas bananeras.