Consultando rápidamente el diccionario se encuentra la siguiente definición de populismo: “Tendencia política que dice defender los intereses y aspiraciones del pueblo”. Hasta ahí no tendría mayor suspicacia el uso de la palabra. En la misma definición se encuentra una referencia al sinónimo demagogia que explica mejor el significado que hoy le damos al tachar de populista a un político: “Empleo de halagos, falsas promesas que son populares pero difíciles de cumplir y otros procedimientos similares para convencer al pueblo y convertirlo en instrumento de la propia ambición política”. Nos referimos entonces a los demagogos.
¿Qué político no hace promesas difíciles de cumplir en su campaña? Ninguno prácticamente. La principal razón es de lógica simple: no saldría elegido. Si un candidato se centra en decir lo que no se puede y lo poquito que sí se podría, siendo sincero, realista y buen analista de la situación, no tendría votos. Y la culpa no es de él, sino del electorado.
Pareciera una condición natural de todos nosotros de querer oír cosas buenas, que nos den esperanza, de poder creer que las cosas van a mejorar. Y así, siendo efectista y haciendo caso a sus asesores en mercadeo político, el candidato se va por el lado de las promesas, de pintarle a la gente que el futuro será mejor si es elegido, de que mejorará sus condiciones de vida sí confían en él. A sabiendas de que es muy difícil, sino imposible, por la enorme complejidad de la situación, o incluso, porque sus intereses personales interfieren con los intereses generales, que claro, no es lícito que interfieran. Lo curioso es que repetimos el error una y otra vez sin aprendizaje.
¿Cómo nos criticaría Voltaire que opinaba que la gente inteligente aprende de los errores de los demás y nosotros ni siquiera aprendemos de los propios? Una y otra vez tenemos mayoría en abstinencia, y los que votamos finalmente lo hacemos por los mismos, sus familiares o sus protegidos. Como si no hubiera nadie más capaz, como si ser político fuera una bendición que solo pocos pueden ostentar durante toda su vida y sus herederos, así su paso por la política no tenga ningún efecto positivo sobre el bien común, un país mejor, o sobre unas condiciones de bienestar mejoradas. Al revés. Ahora tenemos un país peor.
Es necesario comprender qué hace que el electorado tenga la culpa en sus malas decisiones. Empezando por los abstencionistas, como si este asunto no les correspondiera a ellos, los que no votan, quizás para asegurarse de poder decir que no fue su culpa porque al fin y al cabo no votó por el que después resulta un desastre de gobernante. Y siguiendo por quienes votamos, pero seguimos haciéndolo por los mismos, como si nos gustara que nos engañaran.
Es justo separar, eso sí, a quienes tienen un toque de ingenuidad en su populismo: cuando nos prometen un mejor futuro realmente significa que tenemos su promesa de que hará todo lo posible para enderezar el rumbo hacia un mejor futuro. Separándolos de los que hacen promesas a sabiendas de que no van a cumplir porque su interés no es hacer que todo mejore para todos sino que todo mejore para él y sus amigos. Es decir, los corruptos.
Aquí podríamos entrar en una disquisición jurídica que no nos corresponde. ¿quién es corrupto? ¿el que haya sido castigado así en los estrados judiciales? Bueno, de esos hay varios y aún en su sitio de reclusión, no necesariamente una cárcel, siguen manejando los hilos de su feudo político. Esto es incomprensible. A quienes les interesa un cargo de elección popular para enriquecerse ilícitamente son también aquellos que no tienen problema en ser elegidos con la compra de votos. El político corrupto tiene el objetivo en tener o conservar el poder para ejercerlo a favor de su propio interés, y tiene claro que es rentable usar todas las formas para ser elegido. No importa si es ilegal porque sabe manejar el sistema para garantizarse su impunidad.
Resolvamos la disquisición con algo simple que podamos manejar. Por ejemplo: no se puede votar por ningún partido, grupo, ideología o persona política que tenga tolerancia con la corrupción. Tolerancia quiere decir en esta frase que haya estado envuelto en corrupción o haya dejado hacer corrupción. Igual nos da, e igual es corrupto aquel que no roba para él pero que deja robar con tal de que le pasen sus leyes y reformas en el congreso (difícil de creer, pero por si se necesita aclararlo) o que sus funcionarios y subalternos hayan estado envueltos en corrupción. Basta con revisar escándalos, denuncias repetidas e investigaciones de periodistas e investigadores independientes para saber si ha habido esa tolerancia.
No es difícil encontrar clanes familiares por todo el país, roscas que se conocen, en los que, como un carrusel van pasando sus miembros alternativamente por los cargos de poder, las denuncias, las imputaciones, la cárcel en algunos pocos casos, y tiempo después, otra vez a los cargos de poder. ¡Ah! y falta. Ahora con los más encopetados abogados asumiendo sus casos, dando declaraciones a voz en cuello sobre la honestidad de sus clientes, extendiendo el engaño.
Los colombianos tenemos el reto de dejar de ser ignorantes en política, porque de la política dependemos todos para que el país sea mejor a lo precario que es ahora. Incluso quienes creen que son ricos y se sienten acomodados: con un país mejor tendrían más bienestar y seguridad sin pagar por ello. Y para eso es necesario interesarnos por saber quién es quién de los candidatos, cómo ha sido su historial, por qué y cómo llegó a la política, en qué casos de corrupción se ha visto envuelto, si ha sido tolerante a la corrupción y todo esto primero y más importante que las promesas que haga en su “propuesta de gobierno” que desde ya sabemos que no se va a cumplir.
@refonsecaz – Ingeniero, Consultor en Competitividad
PD: es una pena tener que usar la palabra “político” en este artículo para que se entienda. El oficio de un político, por definición, debería ser uno de los más nobles (si no el más), puesto que debería estar al servicio de los demás sacrificando sus propios intereses. ¡Ay! qué pena.