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Confidencial Noticias 2025


Cada diciembre se repite el mismo libreto: cuando se habla de un aumento significativo del salario mínimo, aparecen las voces que anuncian el fin de la economía. Que se viene una ola de desempleo. Que las empresas van a cerrar. Que la inflación se va a disparar. Que “subir el mínimo” es populismo. Ahora, con el anuncio del Presidente Petro de orientar el salario mínimo de 2026 hacia un salario mínimo vital, el coro volvió con más fuerza. Pero el país merece un debate con hechos, no con mitos.

Lo primero es entender de qué estamos hablando. Un salario mínimo vital no es un capricho retórico ni un invento para “quedar bien”. Es un criterio simple y profundamente democrático: que el ingreso mínimo legal permita cubrir lo mínimo para vivir con dignidad. Se parece a lo que en otros países se denomina living wage, un salario que no se calcula solamente desde la inflación o desde la inercia del mercado, sino desde el costo real de una vida básica: alimentación suficiente, vivienda, transporte, servicios, cuidado de la salud, educación, vestuario y un margen mínimo para enfrentar imprevistos. En Colombia, además, la idea conversa con un principio que el país reconoce desde hace décadas, consagrado en el Artículo 53 de la Constitución: el mínimo vital como condición de dignidad humana. Dicho sin tecnicismos: trabajar no debería condenar a la carencia.

A partir de esa premisa, vale la pena preguntar por qué resulta tan difícil aceptar que el salario mínimo se acerque a lo vital. La respuesta es incómoda para algunos sectores: porque el modelo laboral colombiano se acostumbró a que el ajuste siempre lo hiciera el trabajador. A que el salario alcance “a medias” y el resto se resuelva con endeudamiento, con rebusque, con sobrecarga de horas, con informalidad o con privaciones. El salario mínimo vital corrige esa normalización de la precariedad: pone sobre la mesa que la economía no se mide solo por balances empresariales o por indicadores macro, sino por la calidad de vida real de quienes producen, venden, transportan, cuidan y sostienen el país.

Los beneficios son inmediatos y, sobre todo, verificables. Un mínimo que se acerque a lo vital reduce la pobreza laboral, que es una de las tragedias silenciosas de Colombia: gente que trabaja todo el mes y aun así no logra cubrir lo esencial. Mejora la nutrición y la salud, reduce el estrés financiero, disminuye la rotación y fortalece la estabilidad en los hogares. Un trabajador menos agobiado por la supervivencia es, también, un trabajador con más capacidad de sostener rutinas, aprender, capacitarse y proyectarse. Y una familia con más ingreso estable tiene más probabilidad de sostener la educación de sus hijos, de no desertar, de planear. Todo eso es productividad social, aunque algunos prefieran no llamarla así.

Ahora, vayamos al corazón del debate: la campaña del miedo. La primera mentira es que un salario mínimo más alto necesariamente destruye empleo. Esa afirmación se repite como dogma, pero la realidad es más compleja. El impacto del salario mínimo depende del tamaño del aumento, del nivel de cumplimiento, de la estructura sectorial, de la capacidad de trasladar productividad, del acceso a crédito, de la competencia y, crucialmente, del nivel de informalidad. En un país donde una parte enorme del mercado laboral ya está por fuera de la formalidad, culpar al salario mínimo de todo el desempleo es una forma de evadir discusiones más profundas: por qué la formalidad es costosa, por qué la inspección laboral ha sido históricamente débil, por qué la productividad no se democratiza, por qué el tejido empresarial pequeño está tan expuesto a shocks de demanda y financiamiento. Si el empleo fuera una función mecánica del salario mínimo, Colombia habría resuelto su informalidad congelando salarios hace décadas. No ocurrió. Porque el problema es estructural, no un número en un decreto.

La segunda mentira es que un salario mínimo vital dispara inevitablemente la inflación. La inflación es un fenómeno multicausal: depende de alimentos, energía, tarifas reguladas, expectativas, tasa de cambio, márgenes de intermediación y condiciones internacionales. Un aumento salarial puede presionar costos en algunos sectores, sí, pero también puede expandir la demanda en otros y mejorar la capacidad de pago sin necesariamente volverse una espiral. La idea de que cualquier incremento “se lo come la inflación” también es una profecía que se autocumple si se renuncia a regular abusos, a promover competencia, a reducir intermediaciones y a vigilar prácticas especulativas. El punto no es negar riesgos; el punto es dejar de convertir el riesgo en chantaje. Un país serio administra tensiones, no se paraliza por ellas.

La tercera mentira es moral y económica al mismo tiempo: que si un negocio no puede pagar un salario digno, entonces “lo natural” es que pague lo que pueda y el trabajador se ajuste. Esa lógica invierte la responsabilidad. La economía de mercado no se construye sobre salarios de supervivencia, sino sobre productividad, innovación, calidad, eficiencia logística, acceso a financiamiento y capacidad de competir en condiciones justas. Si un segmento empresarial enfrenta márgenes estrechos, la respuesta inteligente no es condenar al trabajador a un ingreso insuficiente, sino diseñar transiciones: alivios focalizados y temporales, apoyo a la formalización, simplificación tributaria y regulatoria, crédito productivo, asistencia técnica, compras públicas que abran mercado, y lucha frontal contra la competencia desleal de la informalidad que sí destruye empleo formal. Proteger a las empresas y dignificar el trabajo no son objetivos incompatibles; lo incompatible es pedir prosperidad basada en precariedad.

La cuarta mentira, quizá la más repetida, es que subir el salario mínimo “beneficia a pocos” y por eso es inútil. Ese argumento desconoce dos realidades. La primera es que el salario mínimo funciona como referencia para múltiples escalas salariales, negociaciones y contratos. La segunda es que, incluso cuando no todos ganan exactamente el mínimo, el umbral mínimo legal influye sobre el piso de dignidad y sobre el poder de negociación laboral. Además, cuando el ingreso de los hogares con menor capacidad de ahorro aumenta, ese dinero no se va a paraísos fiscales ni se queda inmóvil: se convierte en consumo en tiendas, servicios, transporte, alimentos, arriendo. Ese círculo dinamiza economías locales y fortalece demanda interna, que es una de las palancas más estables de crecimiento.

Nota recomendada: Petro propone un salario mínimo vital

Por supuesto, hablar de salario mínimo vital no significa decretar cifras sin responsabilidad técnica. Significa cambiar el marco: dejar de tratar el salario como una variable que debe mantenerse contenida “por si acaso”, y empezar a tratarlo como una herramienta legítima de bienestar y de desarrollo. Significa entender que el crecimiento que no se siente en la mesa de la mayoría no es crecimiento sostenible. Significa, en suma, abandonar la idea de que la dignidad es un lujo macroeconómicamente inviable.

El salario mínimo vital incomoda porque obliga a una pregunta que muchos quisieran evitar: ¿para quién está funcionando la economía? Si el trabajo no alcanza para vivir, el problema no es el trabajador que pide dignidad; el problema es el país que normalizó la escasez como destino. En 2026, la discusión no debería ser si la gente merece vivir mejor. La discusión debería ser si vamos a seguir creyendo mitos repetidos o si, de una vez por todas, vamos a decidir que trabajar en Colombia tiene que alcanzar para vivir.

Alejandro Toro

Alejandro Toro

Representante a la Cámara por Antioquia

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