Si Netflix hiciera una serie sobre el proceso judicial contra Álvaro Uribe, sería de esas producciones que uno empieza con emoción y termina viendo con rabia, diciendo: “¿En serio? ¿Eso fue todo?”.
El libreto arrancaría bien: un expresidente poderoso, enemigos políticos, un supuesto entramado de testigos y la promesa de una verdad que lo cambiará todo. Pero a medida que pasan los capítulos, el espectador se da cuenta de que el guionista no tiene pruebas, solo suposiciones. Y que los testigos principales cambian de versión más que de camiseta.
El “gran giro” sería que al protagonista lo investigan por manipular testigos… cuando en realidad quien empezó moviendo fichas fue su contradictor político. Pero eso no importa en esta serie, porque desde el primer capítulo ya estaba decidido quién era el villano. No por lo que hizo, sino por quién es.
Álvaro Uribe ha sido condenado mil veces… en redes sociales. En memes. En columnas de opinión. En reuniones de café. Pero nunca, hasta hoy, con pruebas sólidas en un tribunal. Lo suyo ha sido un juicio moral, no penal. Porque la justicia, al menos la buena, no se hace con likes, sino con evidencias.
Es curioso: en Colombia hay criminales confesos que gozan de impunidad, y personas como Alvaro Uribe, un expresidente sin antecedentes que lleva años con la espada de Damocles encima. No porque haya delinquido, sino porque un sector de la opinión no le perdona el haber tenido carácter.
¿Que Uribe cometió errores? Como todos. Pero una cosa es equivocarse en decisiones de gobierno, y otra muy distinta es delinquir. Confundir esas dos cosas es tan absurdo como decir que quien lanza una pelota es culpable de romper una ventana… que nunca se rompió.
La justicia colombiana está hoy frente a una gran prueba: demostrar que es capaz de decidir sin miedo, sin presiones y sin revanchismos. El país no necesita un chivo expiatorio. Necesita que se respete la presunción de inocencia, incluso cuando se trata de alguien que genera tantas pasiones como Uribe.
Y si alguien aún tiene dudas, yo le recomiendo algo más sencillo que leer el expediente completo: imagine que el acusado no se llama Álvaro Uribe. Imagine que es otro ciudadano, cualquiera, enfrentado a los mismos hechos, las mismas versiones cambiantes, y las mismas ganas de juzgarlo sin pruebas. ¿Le parecería justo?
Porque la justicia, como las buenas series, debe tener algo sagrado: coherencia.
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