Debo decir que me cuesta hablar mal de Bogotá, ha sido mi ciudad desde hace 18 años y quizás el lugar que más conozco. Soy usuario de Transmilenio y me gusta el transporte público, porque lo encuentro como una oportunidad única para que las personas intercambiemos estilos de vida y se pueda comprender la interculturalidad (que va más allá de la diversidad). Sin embargo, creo que hoy el que fuera el ‘orgullo capital’ por allá en el año 2000, representa unos valores poco deseables: frustración, miedo, pobreza, egoísmo, falta de compromiso e irresponsabilidad.
Los sistemas de transporte son vitales para las dinámicas en las ciudades, son algo así como el sistema circulatorio en el cuerpo humano. Pero ¿qué hacer cuando una parte básica de un cuerpo está infectada? Esto obliga a pensar en soluciones profundas y radicales que permitan ponerle freno a la patología. El caso del Sistema de Transporte Público de Bogotá es toda una ‘enfermedad social’ que afecta a un buen porcentaje de personas que requieren de este servicio en una megaciudad como la capital colombiana.
Hay tres realidades que son innegables hoy en torno a Transmilenio:
La primera de ellas es la reputación de la organización, y no precisamente por buena. La percepción que tienen la ciudadanía de la calidad del servicio, la seguridad, la innovación, gestión integral es pésima. No es necesario hacer un estudio profundo para comprender que existe nulo sentido de pertenencia por un sistema que vincula y debería unir buena parte de las dinámicas de una ciudad que le apunta al desarrollo permanente.
La segunda es desprendida de esa percepción negativa generalizada entre la gente: la pésima cultura ciudadana en torno al uso de la red de transporte. Aquí es evidente el poder que tiene la cultura e imaginario colectivo para movilizar cambios, que para este caso son negativos, donde las dinámicas de escepticismo han aumentado al irrespeto, la trampa y el daño al interior de las estaciones. Esta es la razón, porque el fenómeno de ‘colados’ se apoderó de un buen porcentaje de usuarios. Faltó visión y gerencia para movilizar pedagogía, sanciones y mecanismos de infraestructura que hubieran mitigado esta práctica en sus inicios.
Y una tercera, que tiene que ver con la incapacidad de los últimos gobiernos para desplegar una estrategia sólida para ‘curar’ al sistema de estos males. La actual administración de Bogotá en varias ocasiones se ha escudado en la falta de policía para cuidarlo, la Policía aduce poco presupuesto para aumentar el pie de fuerza y el equipo directivo del sistema manifiesta problemas financieros. Los hechos delictivos del último trimestre del año 2022, donde una joven fue violentada al interior de una estación y un joven asesinado dentro de un bus, mostró a unos voceros de la Alcaldía, de la Policía y de la propia empresa sin argumentos, minimizados y sin un norte para progresar.
Años atrás entrar a una estación de Transmilenio, era sinónimo de seguridad y tranquilidad. Ahora, para muchos es entrar a una zona de peligro, sin presencia policial, estaciones en mal estado, sin vigilancia privada y con la certeza que no se puede exigir un mínimo de respeto, porque se puede salir con un disparo una puñalada. O en un escenario más caótico, en medio ser atropellado por un articulado como reacción espontánea de una huida para estar a salvo.Con este panorama, donde nadie tiene respuestas y sí muchas excusas para justificar la decadencia, me pregunto si no es tiempo de pensar en el fin del sistema. Está no sería ni la primera o última empresa del país que deba ser liquidada y reorganizada para que tenga otras perspectivas. La ciudadanía que no paga el transporte ya no tendría excusas para justificar el no pago por el pésimo servicio. Por otro lado, la administración, tendría un problema menos en quien justificar sus carencias y fallas de gestión y la Policía podría enviar cómodamente a sus casi 600 uniformados dispuestos para el sistema, a prestar seguridad a otros lugares más críticos en Bogotá.
Cuando se acaba un problema, seguramente queda más tiempo y recursos para afrontar fenómenos más preocupantes o en sentido contrario, obligaría a pensar en soluciones realmente innovadoras y efectivas para un problema que no se ha querido abordar con la seriedad que requiere. En este año que inicia, no más campañas de pedagogía con tres personas en hora pico, ni mucho menos dos policías chateando por turnos de una hora al día para cada estación, tampoco más pronunciamientos genéricos por parte de la administración de turno o lo peor, no más cinismo ciudadano que condena la corrupción de altos funcionarios, pero que no pierden la posibilidad de robarse 3.000 pesos por viaje. Dejemos la hipocresía y pongámonos serios que el problema es peor de lo que parece.
Luis Carlos Martínez