Ir al contenido principal

Horarios de atención

De lunes a viernes:
8:00 AM – 5:00 PM

Whatsapp: (+57) 317 599 0862
Teléfono: (+57) 313 7845820
Email: [email protected]

Confidencial Noticias 2025

Etiqueta: Simón Gaviria Muñoz

Modernizar la pesca

La pesca en Colombia es un sector subvalorado, fragmentado y sin una representación política real, pese a tener un potencial económico comparable al de varios renglones agroindustriales tradicionales. Mientras países con extensiones marítimas similares diversifican sus exportaciones con acuicultura, valor agregado y cadenas logísticas integradas, Colombia permanece anclada en un modelo pesquero artesanal, con baja productividad e infraestructura débil. Hay que echar la red donde hay peces, aquí hay muchos.

El contraste es contundente. Chile exporta más de USD 7.000 millones en salmón. Ecuador supera los USD 6.000 millones en camarón. Perú construyo un clúster industrial alrededor de la anchoveta, con cadenas completas de harina, aceite y consumo humano. Colombia, en cambio, exporta apenas cerca de USD 200 millones en productos pesqueros y acuícolas, una cifra irrisoria para un país con dos océanos, 3.000 km de costa y una de las biodiversidades marinas más ricas del mundo.

 

La institucionalidad pesquera ha sido crónicamente débil: trámites dispersos, escasa presencia estatal en los litorales, vigilancia insuficiente y ausencia de fomento productivo. A esto se suma la expansión de la pesca ilegal, responsable de casi el 45% de la captura total en algunas zonas, rompe cualquier posibilidad de sostenibilidad biológica, fiscal y social. La acuicultura enfrenta barreras innecesarias.

Aunque proyectos de tilapia y cachama han demostrado competitividad, aún no existe una agenda para atraer inversión, elevar estándares sanitarios o conectar productores con los con mercados globales. Mientras América Latina crece en acuicultura al 8% anual, Colombia lo hace apenas al 2%. No es falta de potencial: es falta de articulación.

Aun así, hay señales esperanzadoras. La infraestructura portuaria del Pacífico y el Caribe está evolucionando; el Sena y varias universidades han comenzado a formar técnicos especializados en maricultura, genética y bioprocesos, y las empresas privadas están invirtiendo en recirculación de agua, trazabilidad y tecnologías limpias. Además, comunidades del Chocó, La Guajira y San Andrés han empezado a organizarse en cadenas productivas con enfoque territorial.

El desafío es convertir esfuerzos aislados en política pública seria. Colombia necesita una Agencia Nacional de Pesca robusta, con competencias claras en inspección, investigación científica y promoción comercial. Hace falta un estatuto pesquero moderno, que incentive la inversión responsable, la modernización de flotas, el repoblamiento marino y las certificaciones que permitan acceder a nichos globales de alto valor. La pesca podría ser un motor regional comparable al cacao o al aguacate Hass, con la ventaja de generar empleo costero donde la pobreza es más profunda.

Los países exitosos en pesca la tratan como un sector estratégico, no como anexo del agro. Colombia tiene la biodiversidad, la geografía y el talento. Lo que le falta es visión. La pesca podría convertirse en una oportunidad transformadora para el Pacífico y el Caribe, pero para lograrlo hay que hacer lo que históricamente no se ha hecho: diseñar una política de Estado y sostenerla en el tiempo.

A veces los recursos más valiosos están mas cerca de lo que pensamos. Colombia no es la excepción.

Simón Gaviria Muñoz

Modernizar las Fuerzas Militares

Mientras el mundo avanza hacia fuerzas armadas tecnológicamente integradas, nuestro país en los últimos años sufre un proceso de deterioro institucional, desfinanciación selectiva, y desarticulación estratégica. El manejo del sector defensa bajo de Gustavo Petro causó una reducción abrupta de operaciones, cambios improvisados en doctrina, y la pérdida de capacidades críticas. La fuerza publica esta menos cohesionada y más politizada, perdiendo capacidad operativa en regiones clave. El próximo gobierno tendrá un reto mayúsculo recuperando la seguridad del país, estamos en rines.

Modernizar las Fuerzas Militares es una necesidad urgente. No se trata de volver al pasado, sino de alinearlas con las exigencias del siglo XXI. El primer paso es recuperar el principio de misión: las Fuerzas deben proteger la soberanía, garantizar el control territorial, y neutralizar amenazas híbridas. Desde el narcotráfico hasta las redes criminales transfronterizas, operan hoy con tecnología de drones, criptografía y financiamiento global. Aunque Colombia destina el 3.1% del PIB en defensa, la eficiencia de ese gasto se ha visto limitada por la falta de alineación estratégica. Es indispensable retomar un modelo de planeamiento basado en capacidades, no en discursos.

 

La siguiente prioridad es una reforma tecnológica integral. Mientras otros países de nivel comparable operan con sistemas C4ISR en tiempo real y altos niveles de interoperabilidad, Colombia mantiene una arquitectura fragmentada. El país debe crear un Comando Conjunto de Innovación y Ciberdefensa capaz de integrar inteligencia de fuentes abiertas, analítica de datos, drones tácticos y capacidades de guerra electrónica. Hoy los grupos armados operan con más agilidad tecnológica que el propio Estado. Esto es inaceptable.

La politización forzada de los altos mandos, los cambios improvisados en ascensos y la narrativa que responsabilizó de manera indiscriminada a la tropa generaron fracturas internas. Se necesita un Estatuto de Carrera Militar blindado frente a los vaivenes políticos, un régimen de ascensos basado exclusivamente en mérito y una política de bienestar que reconozca el sacrificio de quienes sostienen la seguridad nacional.

Países como Turquía, Corea del Sur y Brasil lograron saltos cualitativos al invertir en I+D dual, promover alianzas con privados y asegurar mecanismos de transferencia tecnológica. Colombia puede avanzar en la misma dirección, especialmente fortaleciendo el desarrollo de drones, el mantenimiento aeronáutico, las municiones inteligentes y los sistemas de vigilancia fronteriza. Estamos lejos de nuestra capacidad potencial.

Finalmente, la modernización exige un nuevo pacto civil-militar. Un país que aspira a crecer, atraer inversión y ampliar su democracia, necesita unas Fuerzas Militares fuertes, disciplinadas y modernas, no debilitadas por la improvisación o la falta de continuidad estratégica. El reto no es retórico: es estructural. Y será decisivo para la Colombia que queremos construir después del desastre institucional de estos años.

PS Es vergonzoso el desperdicio en la compra de los aviones Gripen. La falta de transparencia tiene el tufillo de actos de corrupción en la compra, hay un sobrecosto de 50% frente a los mismos que compro Tailandia. Ojalá, se publique todo el contrato hay un tema raro con los motores. Como mínimo que no se permita la entrega de anticipos.

Simón Gaviria Muñoz

Un propósito industrial

Hay una oportunidad de reindustrialización, impulsada por la reconfiguración de las cadenas globales de valor, nuestros costos de producción nos dan una ventaja. Mientras el mundo se fragmenta entre potencias, la manufactura se vuelve sinónimo de seguridad nacional. Según el Banco Mundial, los costos industriales en Colombia son hoy 30 % más bajos que en México y 50 % menores que en Estados Unidos. El país tiene tratados de libre comercio con 66 naciones, acceso simultáneo al Pacífico y al Atlántico mas una base urbana de 25 millones de trabajadores. Pero el potencial no está en maquilar, en ese varios son mas baratos, sino en agregar valor desde la innovación tecnológica con energía limpia.

Entre 1990 y 2023, la participación de las manufacturas en las exportaciones cayó del 38 % al 16 %. En 2024, el país exportó US $5.700 millones en bienes industriales, frente a US $44.000 millones de México y US $13.000 millones de Chile. El problema histórico de economías de escala en competencia con China lo esta resolviendo la geopolítica con criterios diferentes al costo marcando decisiones de inversión.  La brecha no es de talento, sino de ecosistema.

 

El DANE muestra que Colombia tiene 7.000 empresas manufactureras medianas con potencial exportador, pero solo 1.200 acceden regularmente a crédito de innovación. La productividad laboral industrial creció apenas 0,5 % anual en la última década, frente al 4 % de Vietnam. La energía, aunque abundante, cuesta 65 % más que en Perú por deficiencias de transmisión. Y el país invierte apenas 0,3 % del PIB en I+D, contra 2,3 % de Corea del Sur.

Sin embargo, las condiciones del entorno están girando a favor. El Banco Interamericano de Desarrollo (BID) calcula que el near-shoring podría generar US $8.000 millones adicionales en exportaciones manufactureras en una década. Las tensiones entre China y Occidente han generado una reubicación de plantas en el hemisferio occidental. Centroamérica y Colombia aparecen como candidatos naturales por su ubicación, tratados y estabilidad relativa. Pero para que la manufactura renazca, debe cambiar la mentalidad. No se trata de volver al proteccionismo de los setenta, sino de crear política industrial inteligente: crédito productivo, eficiencia logística, integración universidad-empresa y encadenamientos regionales, Colombia puede convertirse en la base manufacturera verde de la región andina.

El Consejo Privado de Competitividad estima que una estrategia nacional de manufactura avanzada podría añadir 2 puntos de PIB por año con 1,5 millones de empleos calificados hacia 2035. Los sectores de mayor potencial son equipos eléctricos, biotecnología, farmacéutica, agroindustria procesada, y componentes de movilidad eléctrica. De hecho, el ensamblaje de buses eléctricos en el país ya ha superado las 2.000 unidades anuales.

La reindustrialización no será un milagro; será un diseño. En un mundo que busca producir cerca de sus mercados, Colombia tiene la posibilidad de fabricar el futuro si entiende que su competitividad no está en el subsuelo, sino en su talento humano, su energía limpia y su posición geográfica. El nuevo oro no está en las minas: está en las fábricas que aún no hemos construido. Si la matamos con regulación hostil, nunca llegaran.

Simón Gaviria Muñoz

Futuro agrícola

En tiempos de crisis global de suministros, Colombia posee una ventaja estructural para crear riqueza: tierra fértil. Con más de 114 millones de hectáreas, 38 millones son aptas para la agricultura y apenas 7 millones están cultivadas, una brecha productiva del 80 % frente al potencial. Eso equivale a un potencial agrícola de escala continental sin necesidad de deforestación. No se trata de una afirmación retórica. Según la FAO, Colombia podría alimentar hasta 500 millones de personas si aprovechara plenamente su territorio cultivable. La oportunidad es oro, pero se está desaprovechando.

En un contexto en el que el mundo perderá un 20 % de suelo fértil por desertificación hacia 2050, la posibilidad de obtener dos cosechas anuales y el acceso simultáneo a ambos océanos, convierte al país en uno de los diez territorios más estratégicos para la seguridad alimentaria global. Sin embargo, el rezago es evidente: se habla mucho, pero se avanza poco.

 

El agro colombiano apenas aporta 6,8 % del PIB con solo US $10.000 millones anuales en exportaciones, menos que el café brasileño por sí solo. La productividad por hectárea es tres veces menor que el promedio chileno, hasta cinco veces inferior al de México en el caso de las hortalizas. En 2024, el crédito agropecuario representó apenas 6 % de la cartera bancaria nacional, mientras que en Brasil supera el 35 %. La infraestructura constituye un cuello de botella: transportar una tonelada de maíz del Meta a Buenaventura cuesta US $80, mientras que desde Kansas al puerto de Houston cuesta US $20.

Aun así, el país tiene un activo inigualable: agua. Colombia posee el sexto mayor potencial hídrico del planeta y el primero per cápita en América Latina. La agricultura del siglo XXI será hidroeconómica. No se trata solo de sembrar, sino de gestionar el recurso hídrico con inteligencia e integrar riego, sensores, energía solar y biotecnología. Lo agrícola será, inevitablemente, tecnología aplicada a la tierra.

El valor global de la agrotecnología crecerá de US $22.000 millones en 2022 a más de US $80.000 millones en 2030. Colombia puede capturar parte de esa ola si desarrolla una estrategia público-privada de innovación rural. Hoy, el país tiene una ventana geopolítica única: la crisis alimentaria venezolana, el desplazamiento del maíz estadounidense por biocombustibles y el interés europeo por proveedores sostenibles. Todo ello revaloriza la altillanura, el Cesar y la Orinoquia.

Pero la oportunidad exige un nuevo modelo. Es necesario pasar de una economía de subsistencia a una economía agroindustrial exportadora, integrando crédito logística y tecnificación dentro de un nuevo pacto de propiedad rural. Según Fedesarrollo, una política de reconversión de 5 millones de hectáreas podría aumentar el PIB en 2,2 puntos y reducir la pobreza rural en un 25 %. El impacto fiscal sería superior al de cualquier reforma tributaria reciente.

La agricultura, entonces, no es nostalgia: es estrategia de poder. Si Colombia decide tratar su suelo como un activo soberano, podrá construir su futuro económico con raíces, no con discursos. En un mundo que volverá a pelear por el agua y la comida, la nación que entienda que su mayor riqueza está bajo sus pies será la que prospere. Colombia no necesita descubrir el petróleo del siglo XXI: ya lo tiene sembrado.

Simón Gaviria

El problema fiscal

Colombia atraviesa un momento económico de alto riesgo: el déficit fiscal es el principal obstáculo para la estabilidad de largo plazo. Según el Marco Fiscal de Mediano Plazo 2025, el déficit del Gobierno Central cerrará este año cerca del 7,1 % del PIB, por encima del 5,1 % proyectado este mismo año y muy lejos de la meta de converger al 3 % antes de 2027. En términos prácticos, esto significa que el Estado gasta más de $129 billones anuales por encima de sus ingresos y que, si el ajuste no se hace ordenadamente, terminará imponiéndose por la fuerza de los mercados. La deuda pública ya supera el 61 % del PIB, mientras los intereses representan el 17% del presupuesto nacional, casi lo mismo que todo el gasto en educación.

El problema no es solo de caja, sino de credibilidad fiscal. En 2019, por cada peso que entraba por impuestos, el Gobierno destinaba 12 centavos a intereses; hoy son 28 centavos, una cifra que se duplicó en solo cinco años. La combinación de bajo crecimiento económico (1,6 % en 2024) y gasto inflexible configura una trampa de deuda peligrosa. El Banco de la República ha advertido que el déficit en cuenta corriente, aunque ha mejorado a 2,3 % del PIB, no puede absorber un deterioro fiscal adicional sin presionar el tipo de cambio.

 

A esta fragilidad macroeconómica se suma una debilidad institucional y política. El Gobierno ha intentado financiar su expansión del gasto mediante aumentos tributarios que no se materializan o que desincentivan la inversión privada. La reforma tributaria de 2022, que prometía recaudar 1,7 % adicional del PIB, apenas logró el 0,6 %, mientras la inversión extranjera directa cayó 15,2% en el último año.

El resultado es un país que recauda menos, gasta más y confía en que el precio del petróleo lo salve. Pero Ecopetrol enfrenta una menor producción (de 780.000 a 725.000 barriles diarios) y menores ingresos por exportación. Sin esa renta, el déficit estructural se agrava.  El Fondo de Estabilización de Precios de los Combustibles acumula pasivos por $8 billones. En contraste, el gasto público creció 9,5% real, impulsado por el aumento de la nómina estatal.

La solución no pasa por discursos ideológicos, sino por recuperar la disciplina fiscal y fomentar el crecimiento económico sostenible. Chile, con deuda del 37 % del PIB, redujo su déficit del 6 % al 2,5 % en dos años gracias a disciplina presupuestal. Colombia podría seguir un camino similar si adopta un plan integral que incluya: reactivar la inversión, priorizar proyectos con retorno económico y social verificable, revisar esquemas de subsidios y restablecer la confianza en las reglas de juego. La mayoría del gasto parecería ir a nóminas de activistas que no juegan ninguna función en el estado sino en función de la victoria del Pacto Histórico en las elecciones.

El déficit fiscal no es solo un problema contable: es también un reflejo ético del Estado. Un país que gasta más de lo que produce termina hipotecando su futuro. Vivir del endeudamiento es, en el fondo, sembrar promesas con dinero prestado, una práctica que tarde o temprano pasa factura. Colombia no puede seguir financiando promesas con deuda; debe volver a financiar esperanzas con crecimiento, productividad y confianza. Ahora no se ve, pero los problemas llegarán.

Simón Gaviria

El paquete chileno

En momentos de frustración gubernamental, muchos países han caído en la tentación de “refundarse.” Chile lo intentó. Creyó que una nueva Constitución resolvería desigualdades históricas, conflictos sociales y desconfianza institucional. Seis años después, el resultado es una economía estancada, una política fragmentada, y una sociedad aún más polarizada. Esta misma promesa es la del Pacto Histórico cuyos candidatos quieren violentar el consenso del 91 para imponer una constituyente que, aunque suene anacrónico, tiene simpatías comunistas. La odisea constitucional de Chile destruyó la economía y la de Venezuela disminuyó la democracia, es un grave error pensar que la Petrista va a ser un paraíso.

El proceso chileno comenzó en 2019, tras un estallido social que combinó legítimo malestar con una peligrosa desinstitucionalización. En nombre de un nuevo pacto social se convocó una Convención Constituyente sin límites claros, con el 80 % de los miembros sin experiencia pública. El entusiasmo inicial fue reemplazado por el caos deliberativo: maximalismos identitarios, tensiones territoriales y un texto imposible de aplicar. El resultado fue contundente: un 62 % de los chilenos lo rechazó en las urnas. La segunda versión, más moderada, también fue rechazada.

 

El costo económico fue enorme. Entre 2019 y 2024, Chile perdió casi diez puntos del PIB en inversión. El riesgo país se duplicó, el peso se depreció más del 25 % y las tasas de interés soberanas superaron el 5 %. El país que por décadas fue modelo de estabilidad terminó atrapado en una incertidumbre constitucional sin fin. La promesa de un nuevo comienzo terminó postergando decisiones urgentes sobre productividad, educación o pensiones. Hoy, Chile crece apenas 0,2 % y sigue sin nueva carta magna.

Cambiar la Constitución no resuelve desigualdad ni corrupción. Lo que sí puede destruir es la confianza. Un proceso constituyente en un ambiente polarizado abriría una caja de Pandora: se pondrían en juego la propiedad privada, la descentralización, la tutela, el rol del sector privado en la economía, pero mas grave aun los contrapesos al ejecutivo. La Constitución del 91, basada en derechos, podría ser reemplazada por una visión autoritaria del régimen actual. Hasta ahora cada vez que los instrumentos de equilibrios constitucionales ejercen, el gobierno Petro amenaza en acabarlos.

Además, la economía colombiana no tiene el margen de maniobra que Chile tenía en 2019. Nuestra deuda pública supera el 56 % del PIB, el peso es más volátil y la confianza empresarial se encuentra en mínimos históricos. Un proceso constituyente prolongado sería el golpe final a la inversión y a la credibilidad fiscal. Teniendo en cuenta la falta de inversión durante la pandemia y los cuatro años de este gobierno, una constituyente petrista podría significar una década perdida para la inversión en el país.

Los países no se refundan cada vez que un gobierno no logra consenso. Se reforman con paciencia, instituciones y acuerdos, no con borradores épicos escritos desde la indignación. Colombia no debería cometer el mismo error. Imponer una visión sectaria de izquierda con tintes comunistas alejaría al otro país. Es una estrategia electoral que sale cara en lo material. El desarrollo se logra con hechos no solo con discursos.

Simón Gaviria

Nobel del disenso

El Premio Nobel de Paz a María Corina Machado es más que un galardón personal: es una advertencia moral al autoritarismo. Venezuela no solo recibe un Nobel; recibe un espejo que refleja veinticinco años de erosión institucional. Una resistencia que ha sobrevivido a la censura, el exilio y la cárcel de la palabra. El reconocimiento llega mientras América Latina discute su rumbo entre populismos, Venezuela se convertía en un símbolo de la indiferencia. El Nobel a Machado no es un premio a la oposición, sino al concepto mismo de resistencia en sociedades donde disentir es peligroso. La defensa del gobierno de Gustavo Petro a Nicolás Maduro cada vez luce peor.

A diferencia de los laureados clásicos de Oslo, Machado no lidera un movimiento pacifista tradicional. Su “arma” es la persistencia cívica. Durante dos décadas, ha defendido elecciones que no contaban los votos, parlamentos sin poder y libertades convertidas en nostalgia. En un continente donde la popularidad suele sustituir la legitimidad, su figura recuerda que la democracia no se mide por la eficacia, sino por la integridad frente al abuso de poder.

El impacto regional es inevitable. En Bogotá, Buenos Aires o La Paz, la noticia resuena como un recordatorio de que la democracia puede colapsar sin tanques ni golpes, solo con la erosión paciente de los contrapesos. Una cosa es defender el derecho a la autodeterminación, algo muy diferente es la destrucción de las normas democráticas.  En Caracas, en cambio, el Nobel tiene un efecto paradójico: refuerza la autoridad moral de Machado justo cuando el régimen intenta anularla jurídicamente. Oslo acaba de devolverle visibilidad global y, con ella, capacidad de negociación.

Nota recomendada: María Corina Machado gana el premio Nobel de Paz

Desde la perspectiva histórica, los Nobel anteriores exaltaban la reconciliación después del conflicto. Este, en cambio, exalta la resistencia antes de la rendición. Es un giro simbólico: el reconocimiento ya no espera la paz lograda, sino que celebra la lucha por la posibilidad de alcanzarla. Es una validación de una causa tanto como la de la persona. Es un acto político que, aunque ha recibido el rechazo de la izquierda Latinoamericana, es un reflejo de defensa de valores democráticos. Tocaría ver si esa indignación existiría si esta defensa de derechos humanos fuera en contra de un gobierno no de izquierda.

El régimen intentará reducir el Nobel a una provocación extranjera; la comunidad internacional lo usará como presión diplomática, y la oposición venezolana deberá evitar convertirlo en una medalla de ego. El premio no derroca gobiernos, pero sí reordena narrativas. Y en política, las narrativas son más duraderas que las victorias. Hay que ser tácticos, una virtud mucha veces ausente de la oposición Venezolana.

María Corina Machado, con su voz firme y su biografía de resistencia, acaba de inscribir su nombre en la historia de la dignidad latinoamericana. Su Nobel no premia el fin de una dictadura, sino la persistencia de una esperanza. En tiempos en que el cinismo es moda, su ejemplo recuerda que todavía hay causas que merecen sacrificio. Y que, a veces, la paz empieza con el coraje de decir la verdad. Mientras tanto el gobierno pierde banderas de Venezuela y Palestina la misma semana. Mejor enfocarnos en los problemas de Colombia.

 

Simón Gaviria

Nacionalismo electoral

Colombia atraviesa una temporada de tensión creciente, las crisis se fabrican en vez de resolverse, cada semana hay polémica que genera zozobra. El presidente Petro, que criticaba a Iván Duque por pronunciarse sobre Ucrania mientras en Arauca persistía la violencia, ahora viaja a EEUU para pedirle a las tropas de ese país que se subleven. En la vehemente defensa de la causa palestina, se olvida que en La Guajira aún falta agua. La revocatoria de las visas se convierte en una herramienta para la contienda electoral: nacionalismo populista. Una narrativa que activa emociones más que razonamientos, creando terreno fértil para la movilización electoral. La política, en este escenario, se convierte en espectáculo más que en gestión. La búsqueda permanente de luchar contra “ellos.”

En los últimos años, la retórica internacional ha adquirido un protagonismo inusual. Resulta peculiar la desmesurada defensa del Presidente del Cartel de los Soles, los migrantes ilegales, el Tren de Aragua, la causa de Gaza, y la defensa de Rusia. Más que posiciones diplomáticas, parecen provocaciones para causar la ira del gobierno de EEUU.  Son declaraciones que no solo copan titulares, cuando el país desafía el “imperio,” se quiere posicionar un mensaje: quien defiende la soberanía es quien puede liderar. El populismo se nutre de estas emociones; promete unidad frente a amenazas, simplifica problemas complejos. Esconde la mala gestión en un sentimiento.

 

Colombia enfrenta desempleo juvenil superior al 22%, 13.000 homicidios en el último año, producción de cocaína en niveles récord, crisis estructural en la salud, y crecimiento del clan del Golfo. Los problemas estructurales requieren soluciones sostenibles, no manifestaciones en plazas publicas. Sin embargo, la narrativa gubernamental busca la indignación nacional por un tema de visas, con funcionarios renunciando a la suya para extender el ciclo de noticias. El mensaje populista desplaza la conversación sobre políticas públicas efectivas, convirtiendo cada incidente en espectáculo, cada conflicto en oportunidad política.

El populismo nacionalista se alimenta de la percepción de crisis. Un país con instituciones debilitadas, gracias a que 78% de los ciudadanos considera que la administración pública es ineficiente, es terreno propicio para irracionalidad. Se corre el riesgo de priorizar símbolos sobre resultados: banderas sobre políticas, emociones sobre gestión, el riesgo de retórica incendiaria que solo nos divide como país. El gobierno necesita culparlos a “ellos” para excusar sus falencias. Y eso, lejos de fortalecer la democracia, es la necesidad de destruir para sobrevivir, la necesidad de una constituyente.

El nacionalismo populista puede movilizar votos, pero no resuelve desempleo, no reduce homicidios, ni asegura inversión. La emoción puede mover multitudes, pero la gestión construye país. La democracia exige priorizar resultados sobre símbolos, propuestas serias sobre espectáculo. Ignorar esto es convertir cada conflicto en un instrumento de manipulación, y a cada ciudadano en espectador, en vez de actor del cambio, es apelar a nuestros peores instintos. En 2026, probablemente escucharemos la excusa: “tenía buenas ideas, pero no lo dejaron” porque necesitan ese relato para ganar.

Simón Gaviria Muñoz

Tributaria contra los pobres

El Gobierno la llama “reforma para la equidad”, pero en realidad es una reforma contra los pobres, la clase media y el empleo. Una reforma que encarece la comida destruye oportunidades y empuja al país hacia la recesión. No hay espacio para equivocarse: subir impuestos en este contexto es como apagar el motor del país cuando apenas tiene gasolina para llegar a la próxima curva. Y todo este sacrificio solo tiene un propósito: contratar activistas políticos para que el gobierno se mantenga en el poder. Esta reforma no debe negociarse, debe hundirse.

Lo más grave es el impacto social. El 10% más pobre del país destina el 43% de sus ingresos a alimentos, mientras el 10% más rico apenas el 11%. Gravar aun mas alimentos, como lo propone esta reforma, no es redistribuir: es condenar a millones de familias a elegir entre pagar los impuestos o alimentar a sus hijos. Esta reforma encarecerá aún más los insumos, reduciendo el margen de subsistencia del campo colombiano.

 

La construcción, que aporta el 7% del empleo urbano, sufrirá con la eliminación de beneficios hipotecarios y el aumento en el costo de los materiales, justo cuando el déficit de vivienda social exige más oferta. El turismo, uno de los pocos sectores que mantenía expectativas de recuperación tras la pandemia, recibirá otro golpe: el aumento en los tiquetes y servicios podría costar hasta 250.000 empleos, según Cotelco. El pequeño comercio, donde seis de cada diez tenderos sobreviven en la informalidad, también será golpeado con nuevos impuestos al consumo.

La transición energética perderá incentivos clave, encareciendo proyectos de energías limpias y, por ende, la electricidad. El sector automotor y de motocicletas, que representa cerca del 4% del PIB industrial, será castigado con impuestos adicionales, pese a que más de 3,5 millones de hogares usan la moto como principal medio de transporte. Y el sector cultural, que emplea a más de 600.000 personas que fortalecen nuestra identidad, verá encarecidos teatros, cines, conciertos y librerías. Pan, moto y cine: todo gravado.

Esta reforma no es técnica, es política. Y es profundamente regresiva.  El FMI ha demostrado que, en países emergentes, por cada punto adicional del PIB que se recauda vía impuestos, se pierde medio punto de crecimiento económico. Más impuestos significa menos actividad económica, menos actividad económica significa menos empleo, por ende, más pobreza. El Gobierno parece dispuesto a recorrer esa cadena completa, sin importar el costo social con tal de mantener el poder en el 2026.

El argumento oficial es que “no hay recursos”, pero la realidad es distinta: en 2024 la Contraloría detectó 13 billones en irregularidades de contratación pública. El problema no es falta de plata: es la ineficiencia, la perversión de las prioridades y la falta de respeto por los contribuyentes.

Esta no es una reforma para la equidad. Es una reforma de la pobreza. No redistribuye: destruye. No fortalece al Estado: debilita a la nación. Si el Congreso la aprueba, no estará votando un acto de justicia social, sino firmando el acta de freno de nuestra economía. Y la historia recordará a quienes la aprobaron, no como reformistas, sino como los responsables de haber condenado al país a una recesión innecesaria y a millones de hogares a una pobreza evitable.

Simón Gaviria

Monopolio de refinación

Colombia presume de tener un mercado de combustibles “liberalizado”, pero en la práctica mantiene un monopolio de refinación en manos de Ecopetrol. Con una capacidad de 420 mil barriles diarios, la empresa estatal concentra prácticamente el 100% de la refinación nacional. Aunque existen micro-refinerías privadas, su participación es funcionalmente irrelevante. El esquema actual de precios, diseñado con el objetivo de generar ingresos para la nación a través de Ecopetrol, suele ceder ante las presiones del populismo. El gran damnificado de esta posición es el consumidor colombiano. La libertad económica sería la mejor solución.

Según cifras de la Agencia Internacional de Energía, el margen de refinación en Estados Unidos ronda los USD 8 por barril, mientras que en Colombia se ubica en casi USD 14. Esta diferencia encarece la gasolina, el diésel y otros insumos clave para la industria. Hoy, mover un galón de diésel en Colombia cuesta, en promedio, un 25% más que en Chile y 40% más que en Estados Unidos, pese a que somos productores de crudo. Esta ineficiencia dictada por regulación afecta directamente la competitividad de la economía. Si no se permite la libertad de precios, por lo menos, debería incorporarse el costo real de la refinación local. Sin competencia genuina, nadie invertirá en el país. 

 

Paradójicamente, el precio interno de los combustibles se calcula como si se importaran desde el Golfo De México (precio Platts), sumando transporte, impuestos y márgenes. Esto en teoría buscaba reflejar unos precios eficientes ya que la libertad a terceros a importar combustibles suponía una disciplina de precio para Ecopetrol. No se reconocerían las eficiencias de producir localmente generando valor agregado para el crudo nacional, logrando combustible innecesariamente mas caro para el consumidor. Estas rentas extraordinarias se trasladarían vía dividendos a Min Hacienda a través de Ecopetrol. En papel bien, pero en la realidad no ocurre.

Los datos son contundentes: el déficit del Fondo de Estabilización de Precios de los Combustibles superó los USD 11.000 millones en 2023. Este hueco fiscal no solo presiona las finanzas públicas, sino que se agrava al operar en un mercado cerrado e ineficiente. La posición dominante de Ecopetrol garantiza un monopolio que impide mejorar los costos de producción. Estamos en el peor de los mundos, combustibles caros y déficit fiscal.

En México, tras abrirse el sector, autorizaron más de 15 proyectos privados de refinación, aumentando la capacidad instalada en un 20% en seis años. En Perú, las refinerías privadas mejoraron la calidad de los combustibles. En Brasil, se redujo los precios de refinación en un 15% en cinco años. En España, la liberalización atrajo más de EUR 6.000 millones en inversiones para modernizar plantas. Este no es un debate ideológico, sino económico, es raro que la economía de mercado funcione para todo menos para refinación.

Ahora la gran defensa del monopolio es de “sostenibilidad” para garantizar la inversiones de “USD de 1,200 millones” para lograr el estándar Euro VI. Con el monopolio de refinación, Colombia seguirá pagando combustibles más caros, sosteniendo un déficit fiscal innecesario y retrasando su transición energética. Romper este monopolio no es un riesgo, es una necesidad impostergable.

Simón Gaviria

Recesión en inversión

La inversión en Colombia o formación bruta de capital fijo total cayó al 17,1% del PIB en el 2024, un nivel insuficiente para que la economía crezca con dinamismo. El nivel promedio desde los 60s oscila entre el 19-20% del PIB, pre-pandemia la cifra esta en el rango 20-22% del PIB. La cifra podría parecer técnica, pero detrás hay un mensaje claro: el país está dejando de sembrar para el futuro.  Hoy solo hemos retrocedido, no por azar, sino por decisiones que minaron la confianza. Tras un periodo restringido por el Covid mas la incertidumbre de Petro, serian mas de siete anos sin inversión contundente en el país. Ahora hay que volver a poder decir que el progreso también es un propósito de Colombia.

La inversión extranjera directa (IED) sumó en 2024 apenas US$13.800 millones, un 19% menos que en 2022. De ese monto, el 42% fue a hidrocarburos y minería. Pese a la retórica oficial de “transición energética”, son estos sectores los que siguen sosteniendo la entrada de dólares. Pero incluso ahí el capital llega con cautela: la incertidumbre sobre nuevos contratos de exploración mas el vaivén de regulaciones ambientales ahuyentan proyectos. Pasamos a importar gas.

 

El 23% de la IED fue al sector financiero, mientras que manufactura, agroindustria, y tecnología recibieron en conjunto menos del 20%. En la práctica, el país está dejando escapar oportunidades de diversificación productiva por una mezcla de improvisación regulatoria y mensajes hostiles hacia la empresa privada.

Hay excepciones: la inversión en tecnologías de la información creció 14%, y las energías renovables comprometieron US$1.200 millones. Pero buena parte de esos proyectos enfrenta retrasos por trámites y licencias que el gobierno no ha sabido agilizar.

La foto negativa está en los sectores que deberían ser motores de empleo. La industria manufacturera vio caer la inversión un 11%, la agroindustria un 9%. En el agro, la inseguridad jurídica sobre la tierra y la falta de infraestructura han sido agravadas por discursos que demonizan a los grandes productores, justo cuando se necesita inversión para modernizar y exportar.

En infraestructura, los cierres financieros de nuevos proyectos se han ralentizado. Las concesiones 4G y 5G avanzan por inercia, pero la falta de una política de Estado coherente y estable frena nuevas apuestas. La inversión pública, en lugar de compensar la debilidad privada, se diluye en gasto corriente.

Mientras tanto, nuestros vecinos nos superan: Chile invierte el 22% de su PIB, Perú el 21%, y Vietnam supera el 30%. La diferencia no está en la suerte, sino en las reglas claras. Allá, el inversionista sabe a qué atenerse; aquí, debe leer el diario cada mañana para saber si todo cambió. La receta actual de más incertidumbre, más improvisación y menos inversión esta logrando crecimiento anémico, empleo precario, y pobreza persistente.

Invertir es un acto de fe. Cuando el gobierno envía mensajes contradictorios, cambia las reglas sobre la marcha o legisla desde el prejuicio ideológico, el capital simplemente busca otras tierras. Si no entendemos esto, no necesitaremos una gran crisis para estancarnos: bastará con seguir administrando la desconfianza. Las elites de las minorías son muy importantes, pero en teoría el bien general debe primar sobre el particular.

Simón Gaviria

Creer que los demás son ingenuos

Cuando el Gobierno anunció con entusiasmo la creación de una “zona binacional” entre Colombia y Venezuela, se notó el ánimo de poder ayudar a la hermana república. Más allá de las consideraciones políticas y de seguridad, hay un riesgo mucho más sutil, pero potencialmente más devastador: la extensión de las sanciones del régimen de Nicolás Maduro hacia la economía colombiana. Disfrazar esta iniciativa como un ejercicio de paz o de integración económica puede ser inteligente, pero el daño para Colombia podría ser letal. Uno se puede creer vivo, pero no todo el mundo es ingenuo.

Hoy, las sanciones impuestas por EEUU, la Unión Europea y otros países a Venezuela, incluyen restricciones financieras, prohibiciones de inversión, congelamiento de activos y limitaciones para operar. Estas sanciones no son meramente simbólicas: afectan la banca, el comercio, la inversión extranjera, las exportaciones y hasta los seguros. Si Colombia establece una zona con normativa conjunta o mecanismos institucionales compartidos con Venezuela, corre el riesgo de ser vista como un territorio parcialmente integrado a una economía sancionada. Sin trazabilidad perfecta toda la economía colombiana quedaría contaminada.

 

¿Cómo evitar que mecanismos de cumplimiento de sanciones internacionales —como el sistema OFAC o las listas grises del GAFI— comiencen a mirar a Bogotá como miran a Caracas? Imaginemos lo obvio: una empresa venezolana sancionada que opere en la zona binacional podría, por vía indirecta, acceder a contratos, financiamiento, tecnología y operaciones que le están prohibidas en su país de origen. ¿El resultado? Un riesgo sistémico para todo el aparato productivo colombiano, particularmente en los sectores financiero, logístico, energético y de comercio exterior.

No es una exageración. Monómeros ya enfrentó controles, suspensiones y observación internacional por sus vínculos con el Estado venezolano.  Tal vez por eso no lo estén vendiendo. Si una figura jurídica binacional se formaliza sin blindajes legales, Colombia podría convertirse “puente de evasión” de sanciones, con consecuencias gravísimas para nuestra estabilidad macroeconómica. Además, esta zona está siendo diseñada sin reglas claras, sin consulta con los gremios, sin evaluación de impacto regulatorio y sin control del Congreso. La narrativa oficial es que “no afecta la soberanía” que “son mecanismo ya previstos en la ley”, pero en la práctica podría convertirnos en co-responsables jurídicos de las restricciones que hoy asfixian a Venezuela. Es decir, pasamos de la neutralidad diplomática al involucramiento directo.

Las compañías multinacionales, por precaución, evitarán operar en una zona gris. Colombia no puede darse el lujo de perder confianza en los mercados internacionales justo cuando enfrenta un déficit creciente, inflación estructural y un aumento del riesgo país. Lo más grave es que esta política se presenta como una apuesta de “cooperación fronteriza”, cuando en realidad es una trampa geopolítica que exporta las sanciones venezolanas a todo el territorio colombiano. La integración económica entre países es positiva cuando se hace con marcos legales transparentes, reglas multilaterales, y confianza mutua. Pero unirnos con un Estado sancionado, sin hoja de ruta, sin límites normativos y sin control institucional, es una apuesta temeraria que Colombia podría pagar muy caro.

Simón Gaviria

Colombia rezagada

Durante buena parte de la década pasada, Colombia fue considerada una de las economías más dinámicas de América Latina. Su marco fiscal institucionalizado, una banca sólida, inflación controlada y apertura comercial sostenida, le dieron un perfil confiable en la región. Sin embargo, en los últimos cinco años, esa narrativa ha cambiado. Colombia ya no lidera: rezaga. Su crecimiento es inferior al regional, la inversión se contrajo, la productividad estancada, y la incertidumbre política cobrando una factura más alta de lo esperada.

Las cifras son elocuentes. Según el FMI (World Economic Outlook, abril 2025), Colombia crecerá solo 1,5% en 2024, muy por debajo del promedio de América Latina y el Caribe, estimado en 2,1%. Países con marcos institucionales más débiles, como Bolivia (2,5%) o Paraguay (3,8%), superan a Colombia. Incluso economías de mayor tamaño como Brasil (2,2%) y México (2,4%) muestran mayor dinamismo. Entre 2023 y 2025, el crecimiento acumulado de Colombia sería el más bajo entre las seis principales economías de la región, si se excluye a Argentina.

 

El rezago colombiano no es solo cíclico, sino estructural. La inversión privada cayó 7,7% en 2023, no da señales de recuperación sostenida. La inversión extranjera directa se ha concentrado en sectores extractivos, sin dinamismo en manufactura ni servicios avanzados. La tasa de inversión como porcentaje del PIB es del 18,5%, inferior al 22% que tenía el país en 2014, y lejos del 24% requerido para sostener un crecimiento de 4% anual.

En paralelo, la productividad laboral de Colombia crece al 0,4% anual, según el Banco Mundial, muy por debajo de Chile (1,2%) o Perú (0,9%). La informalidad laboral supera el 58% y la calidad del empleo urbano ha deteriorado la capacidad de generación de clase media. El rezago en infraestructura, la tramitología para emprender y la desconexión entre educación y mercado laboral agravan el cuadro.

Colombia también ha perdido tracción en competitividad. En el Índice de Competitividad Global 2024 del IMD, el país cayó cinco puestos, ubicándose en el puesto 61 de 67 economías. Los factores que más contribuyeron a la caída fueron eficiencia gubernamental, atractivo del entorno regulatorio y percepción de riesgo político. Mientras países como Uruguay, Costa Rica o República Dominicana avanzan en reformas estructurales o atracción de nearshoring, Colombia aparece estática y enredada en debates ideológicos.

El entorno fiscal tampoco ayuda. El alto déficit estructural y el crecimiento de la deuda han elevado la prima de riesgo. Los TES a 10 años cotizan con una tasa cercana al 10%, mientras México se financia por debajo del 8% y Perú cerca del 7%. Esto encarece la inversión pública y reduce el margen para políticas contracíclicas. La política monetaria, aún contractiva, refleja la necesidad de defender la credibilidad frente a una inflación que tardó más de lo previsto en ceder.

Colombia está pagando el precio de la incertidumbre institucional, la falta de reformas productivas, y la desconexión entre discurso político y confianza empresarial. El país no necesita una nueva ideología económica, sino un rumbo claro. Recuperar el liderazgo regional tomará tiempo. Pero el primer paso es reconocer que lo hemos perdido. La economía colombiana no está condenada al rezago, está siendo mal administrada.

Simón Gaviria Muñoz

Fútbol sin sistema

Colombia ha sido, históricamente, una cantera inagotable de talento futbolístico. De James Rodríguez a Linda Caicedo, de Lucho Díaz a Yoreli Rincón, las historias de superación individual brillan en medio de una estructura que sigue anclada en el pasado. El problema no es la falta de jugadores, es la falta de sistema. El fútbol colombiano necesita una transformación urgente si quiere ser competitivo a nivel internacional, rentable como industria, y sostenible como motor social. Tiene que dejar ser meramente una expresión deportiva para ser mas bien un motor de desarrollo.

Según la FIFA, Colombia ocupa el puesto 15 en exportación de futbolistas a nivel mundial. En 2023, más de 420 jugadores colombianos militaban en ligas extranjeras. Sin embargo, ese éxito individual contrasta con el estancamiento del fútbol local. La liga masculina no figura entre las 10 más valiosas de América (según Transfermarkt), y la asistencia promedio a los estadios cayó un 28% entre 2015 y 2023. En la liga femenina, la situación es más preocupante: apenas dura cinco meses al año, sin continuidad ni garantías contractuales mínimas.

 

La industria futbolística colombiana opera bajo un modelo semiamateur: solo 6 de los 36 clubes profesionales en 2023 generaron utilidades. La mayoría depende de la venta ocasional de jugadores o del patrocinio político. En contraste, clubes como Palmeiras o Monterrey cuentan con departamentos de innovación, tecnología aplicada al rendimiento, y gestión financiera profesional. El fútbol ya no es solo táctico, es big data también.

El futuro del fútbol colombiano exige una nueva gobernanza. Hoy, la Dimayor y la Federación Colombiana de Fútbol funcionan como estructuras cerradas, con poca transparencia, y baja modernización. Mientras países como Argentina, México o Ecuador reformaron sus ligas, Colombia mantiene un torneo arcaico, sin incentivos reales al juego ofensivo ni a la formación de canteras. Se mantiene una mentalidad ganadera de comprar barato y vender caro.

El futuro es el mercadeo, los contratos de televisión/streaming, y las redes sociales. Urge una reforma de fondo: Una liga profesional femenina con inversión privada; un estatuto del futbolista que garantice seguridad social, pensiones y derechos laborales; un sistema de licenciamiento de clubes que promueva infraestructura y divisiones menores incluyendo una categoría C; un plan nacional de formación de entrenadores, con foco en pedagogía, psicología deportiva y análisis de datos; inversión en centros de alto rendimiento regionales, conectados con ligas escolares. Hay mucho por hacer.

En vez de celebrar una hazaña cada cuatro años, debemos construir un ecosistema que produzca resultados sostenibles. Países con menor población como Uruguay o Ecuador han logrado modelos exportables. La clave ha sido unificar talento, ciencia y estructura. Colombia tiene 12 millones de jóvenes entre 5 y 17 años.  El talento ya lo tenemos, lo que falta es dirección. Si no reformamos hoy, seguiremos viendo cómo nuestros mejores jugadores triunfan en Europa mientras nuestros estadios se vacían y nuestros clubes se endeudan. El futuro del fútbol colombiano no depende del próximo técnico de la selección. Depende de que entendamos que el fútbol es industria, movilidad social, cultura, y oportunidad de país.

Simón Gaviria Muñoz

Retención a la formalidad

Una vez más, el Gobierno Petro elige la vía del decreto para cambiar las reglas de juego, esta vez aumentando la retención en la fuente con el Decreto 0572 de 2025. Este cambio, que podría parecer técnico, tiene un impacto de reducir la liquidez financiera, castigar la formalidad y desincentivar la inversión. Preocupa especialmente que se fijen umbrales de retención confiscatorios que signifiquen rentas efectivas de más del 100% de utilidades. Golpea especialmente fuerte la construcción de vivienda, la agricultura y la comercialización de oro. La Corte Constitucional debería declarar su inexequiblidad más temprano que tarde, antes de que empiece a hacer daño.

La retención en la fuente no es un impuesto nuevo, pero sí un mecanismo de recaudo anticipado. Cuando el Estado decide elevar la retención, está forzando a las empresas a prestarle dinero sin intereses. Las empresas pagan por adelantado, sin saber cuánto tendrán que tributar. Este es un crédito forzoso cuando se trata de calibrar por debajo de la utilidad esperada. Cuando se fija un umbral que supera la utilidad del sector, se vuelve inviable la actividad empresarial.

 

Según datos de la DIAN, en 2024 la retención en la fuente representó cerca del 30% del recaudo del impuesto de renta de personas jurídicas. Lo que no se dice es que ese recaudo anticipado generó saldos a favor por más de $12 billones: recursos que podrían haberse invertido en nómina, tecnología, o expansión. El Estado se los debe a las empresas, pero puede tardar más de 6 meses en devolverles ese dinero. Ahora, en 2025, el propósito del incremento radical es financiar billones en burocracia innecesaria.

El PIB apenas creció 1,7% en 2024, su quinto peor crecimiento en el siglo XXI. La esperanza de lograr un 2,5% en 2025 depende en parte de recuperar la inversión que colapsó el año pasado a 17,1% del PIB. El consumo está frenado, a mayo de 2025 la inversión extranjera cayó 28,8% anual y la confianza empresarial sigue en mínimos. En ese contexto, se resta liquidez cuando más se necesita, especialmente para las PYMES, que no tienen acceso fácil a financiamiento bancario.

Además, esta decisión contradice el discurso del Gobierno sobre justicia tributaria. No se está cobrando más a los evasores, ni a las multinacionales elusoras, ni se está fortaleciendo la fiscalización. Se está extrayendo más de quienes ya tributan, los que están en el radar de la DIAN. Se castiga al formal mientras el informal sigue fuera del sistema.

Según Fedesarrollo, por cada punto porcentual de aumento en la retención, el efecto sobre el recaudo neto es apenas del 0,2% del PIB, mientras que el costo en términos de liquidez empresarial es de 0,5% del PIB. Es decir, el daño es mayor que el beneficio. Y todo esto se hace sin debate público, sin pasar por el Congreso, sin una evaluación ex ante del impacto económico. Colombia no necesita más improvisación fiscal. Elevar la retención en la fuente no es una reforma estructural, es una señal equivocada. Solo nos queda confiar en la sabiduría de las Altas Cortes.

PS Podría hacer una columna entera sobre mi amigo Miguel, me duele mucho lo que está pasando, necesitamos que la fiscalía cierre el capítulo de violencia al que muchos tememos podamos volver: Cero impunidades. Ahora tenemos que estar más unidos que nunca.

Simón Gaviria Muñoz