Vivimos en una sociedad que enfrenta serias dificultades para asumir, de forma auténtica, los principios democráticos. Aunque nuestro sistema político se fundamenta en la igualdad, la dignidad humana y el respeto por la diferencia, los comportamientos cotidianos —y también los estructurales— reflejan otra realidad: segregación, discriminación y relaciones de dominio.
Surgen entonces preguntas urgentes: ¿por qué, siendo todos seres humanos, reproducimos prácticas tan arraigadas que nos llevan a clasificar, jerarquizar y excluir? ¿Por qué ejercemos micro-poderes cotidianos para imponer nuestras verdades, ridiculizar lo distinto o negar la existencia del otro? ¿Por qué optamos por dominar en vez de convivir?
Nuestra Constitución, en su artículo 13, es categórica: “Todas las personas nacen libres e iguales ante la ley” y, por tanto, deben recibir el mismo trato y gozar de los mismos derechos, libertades y oportunidades, sin distinción alguna por razones de sexo, raza, origen, lengua, religión u opinión. Más aún, el Estado está llamado a garantizar no solo la igualdad formal, sino también la real y efectiva, adoptando medidas que favorezcan a quienes han sido históricamente marginados y sancionando cualquier forma de abuso.
Sin embargo, este mandato legal es uno de los más ignorados. Como si la igualdad no fuera ni legal ni legítima, cada día presenciamos cómo se desacredita al que piensa distinto, se ridiculiza al disidente y se ejerce violencia —física, verbal o simbólica— como si aplastar al otro fuera una vía válida de ascenso social.
En este punto vale citar a Herbert Marcuse, quien en su crítica a la sociedad industrial contemporánea plantea una idea inquietante: vivimos en una “sociedad unidimensional”, un sistema totalitario disfrazado de democracia liberal. Aunque parece haber pluralismo, en realidad opera un control casi absoluto sobre los individuos, ejercido a través de la tecnología, el consumo y la cultura de masas. Se impone una visión única del mundo que aplana la diversidad y reduce las expresiones culturales y étnicas a una plantilla homogénea.
Lo más alarmante, decía Marcuse, es que este modelo limita la capacidad de pensar críticamente. Al aceptar sin cuestionamientos lo establecido, se anula la posibilidad de transformación. ¿Cómo puede cambiar una sociedad cuyos individuos han perdido la capacidad de imaginar algo diferente?
La tecnología, que podría ser herramienta de emancipación, se convierte en instrumento de control; el consumo masivo satisface necesidades artificiales, impidiendo la realización auténtica. Lo evidenciamos en la producción constante de contenido para redes sociales, en la lógica de acumulación de seguidores y la necesidad de validación externa que estas plataformas refuerzan.
En este escenario, los seres humanos se alejan cada vez más de una conciencia crítica. Se vuelven pasivos, conformistas e intolerantes ante la diferencia. La diversidad no se valora: se teme. La alteridad se percibe como amenaza. Y todo esto consolida un orden social excluyente, donde la discriminación se normaliza y la segregación se presenta como necesaria.
Por eso es urgente recuperar la capacidad de pensar críticamente, cuestionar el statu quo y reconocer al otro como legítimo, igual y distinto.
Porque si no construimos una sociedad que abrace la diferencia y garantice la igualdad, seguiremos atrapados en una idea falsa de éxito que solo oprime, uniforma y silencia.
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