En Bogotá, los domingos tienen un sonido distinto. No es el bullicio de los carros ni el rugir de los buses; es el golpeteo rítmico de los tenis sobre el asfalto, el girar constante de las bicicletas y las risas de familias enteras que se adueñan de las calles. La ciclovía no solo es un espacio deportivo, es uno de los grandes inventos sociales de esta ciudad: más de 120 kilómetros de vías habilitadas para que miles de personas, sin importar edad o condición, salgan a moverse, respirar y compartir.
El ejercicio, sin embargo, no se trata únicamente de acumular kilómetros o de subir más rápido a Patios o Monserrate. La ciencia lo confirma: entrenar con disciplina es fundamental, pero escuchar al cuerpo lo es todavía más. Según la Organización Mundial de la Salud, la actividad física regular reduce en un 30% el riesgo de depresión y en un 25% el de enfermedades cardiovasculares. Pero el sobreentrenamiento, por el contrario, puede generar fatiga crónica, lesiones y un impacto negativo en la salud mental.
La ecuación es clara: no se trata de hacer más, sino de hacerlo mejor. Los estudios de la Universidad de Harvard sobre ejercicio y longevidad advierten que la constancia —30 minutos de actividad física moderada, cinco veces a la semana— tiene un efecto más poderoso que jornadas extenuantes sin descanso. Escuchar al cuerpo significa reconocer cuándo necesitamos estirar, cuándo debemos parar y cuándo es momento de exigir un poco más.
El estiramiento, ese hábito que muchos omiten, es tan importante como la carrera misma. La evidencia científica señala que mejora la circulación, reduce el riesgo de lesiones y, sobre todo, ayuda a liberar tensiones acumuladas. No es casualidad que quienes dedican al menos 10 minutos al final de su rutina para elongar músculos, reporten menos dolor y más motivación para seguir entrenando.
Pero lo más valioso del ejercicio no se mide en cifras, sino en experiencias. Subir a Monserrate un domingo en la mañana es un ritual de ciudad: desde el niño que se aferra de la mano de su madre, hasta el adulto mayor que desafía la pendiente con pasos firmes. Es un retrato vivo de Bogotá. Igual ocurre en Patios, la carretera más famosa para ciclistas: allí conviven profesionales, aficionados y curiosos que se detienen en la cima a tomar un tinto, compartir un saludo y celebrar la hazaña del día.
La ciclovía, más que un espacio deportivo, es una plataforma cultural. Nos permite redescubrir la ciudad: pasar frente a la Plaza de Bolívar, rodar por la Séptima, respirar en el Parque Simón Bolívar, escuchar músicos callejeros o detenerse en una esquina a probar una arepa o un jugo recién exprimido. En un país fragmentado, la ciclovía logra un milagro: unirnos en la simpleza de movernos juntos.
De eso se trata la disciplina: no de convertir el ejercicio en una cárcel de horarios imposibles, sino en una forma de bienestar integral. Un cuerpo entrenado sin salud mental es un cuerpo a medias. Y una mente descansada pero sedentaria, también. El equilibrio está en escuchar lo que nos dice nuestro propio organismo: parar cuando duele, avanzar cuando hay energía, estirar siempre y disfrutar el recorrido tanto como la meta.
Salir a la ciclovía, subir Patios o Monserrate no es solo un acto deportivo, es un acto ciudadano. Es conocer nuestra ciudad en movimiento, involucrarnos con su gente, reconocer su cultura en cada esquina. Es, en últimas, una manera de reconciliarnos con Bogotá y con nosotros mismos.
Porque la disciplina, al final, no es entrenar más duro, sino entrenar con sabiduría.
César Orlando Amaya Moreno
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