A mi buzón de mensajería instantánea llegan mensajes de todas las partes del mundo, ¿no les sorprende la inmediatez de nuestros días? A mí es de esas cosas que a veces me vuelan la cabeza: una amiga que me pone al día de los avances de sus hijos, desde Colombia; otra desde España me cuenta su último renacer después de haber atravesado el desierto humano que es el divorcio y otra me manda una nota de voz preguntándome por el inicio de curso, desde Estados Unidos; otra me cuenta que ha conseguido una subvención enorme para un proyecto de desarrollo en Kenya, lo hace desde Londres…
Lo medito. La inmediatez de la comunicación, la cuasi instantaneidad de la comunicación, de las palabras que expresan ideas, las oraciones que forman nuestros pensamientos… Grandioso.
Como grandiosa es la capacidad misma de comunicarnos, de expresarnos a través de la palabra. Somos únicos en esto y me atrevería a decir que es lo que como especie nos diferencia del resto y nos coloca en la cúspide; esa capacidad propia de poner en común, de compartir ideas, sentimientos, informaciones…
Al hilo de las ideas, las palabras, la comunicación…estos días andaban muchos en España pendientes de si Su Majestad el Rey Felipe VI ante el auditorio de Naciones Unidas pronunciaba la palabra genocidio para referirse a la barbarie inhumana que están sufriendo cientos de niños, mujeres y hombres inocentes en la franja de Gaza. Esa palabra, que significa e identifica al parecer el peor de los delitos que un pueblo ejerce sobre otro, se han apropiado para describir el infierno humano de esa parte del mundo. Muchos olvidan que los pobres palestinos sufren el doble, porque no sólo Israel los acribilla, sino que sus propios dirigentes, líderes y defensores los usan de escudos ante los judíos y el propio mundo. Doblemente vilipendiados y nadie exige a Hamas que pare esta barbarie en pro de su propia gente, que deponga las armas, que libere a los rehenes que llevan casi dos años enterrados en vida, bajo los túneles que recorren la franja de extremo a extremo, de lado a lado. Si con la misma vehemencia se denunciaran otros genocidios… Cada vez que oigo o leo la palabra en cuestión lanzo plegarias por los cientos de cristianos que casi cada semana mueren acribillados en Nigeria, y por los miles de niños que no nacen porque son diagnosticados con síndrome de Down, eso sí es un genocidio, un exterminio ante el que el mundo guarda un silencio cómplice, porque a muchos les parece bien que esas vidas no nazcan, no merecen la vida. Y las plegarias son instantáneas, llegan de inmediato, aunque parezca que no hay respuesta.
Para el mundo unos muertos valen más que otros, según las ideas o intereses que haya detrás de ellos.
¿Les cuento un secreto? No hemos nacido para este mundo, hemos nacido en él, y toda vida vale lo mismo, así que toda muerte también. Tal vez nos afecte más o menos, pero el valor de las personas no cambia porque nuestros sentimientos sean más o menos intensos. Me tatuaría esta frase…
Entre esas comunicaciones cuasi inmediatas que recibo de mis amigas me ha llegado el discurso de la viuda de Charlie Kirk, Erika Kirk. Ella, ante un auditorio increíblemente abarrotado dejó clara esta misma idea: nadie vale más que nadie. Y tras minutos deshaciéndose en amor por un marido muerto, al que honró con increíbles recuerdos personales, al que siguió como guía de su proyecto de vida y sostuvo como raíz de la familia que ambos habían formado, perdonó de corazón al asesino de su marido, porque ella, y su marido, saben mejor que nadie que el odio no se combate con más odio y son de los que viven lo que saben. ¡Qué mujer más increíble! Y lo dijo ante un Trump que desprende ramalazos de odio ante todo el que se le enfrenta.
Mensajes así de esperanzadores, que me llegan de todas las partes del mundo, me reafirman en mis convicciones humanas de que la palabra, la comunicación, cuando sirve a la verdad, es la mejor de las armas para derribar la locura de mundo que nos estamos dando.
Almudena González Barreda
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