La campaña electoral ha reactivado a quienes han convertido el miedo en su principal argumento político. Sectores políticos repiten viejos libretos que anuncian que “el país cayó en manos del narcotráfico socialista”, que “están restringiendo las libertades”, que “la fuerza pública está amarrada”, o que “el comunismo avanza disfrazado de cambio”. Son frases diseñadas para agitar emociones básicas, no para construir un debate serio. A esto se suma la estrategia de etiquetar a cualquier contradictor como “castrochavista”, “extremista” “guerrillero” o “enemigo de la patria”, categorías que buscan deslegitimar, no dialogar.
Estas narrativas no son simples excesos de campaña. Tienen efectos concretos en la vida de las personas. Alimentan un clima de intimidación que golpea a líderes y lideresas sociales, a organizaciones comunitarias, a defensores ambientales y pueblos étnicos, entre otros. Cuando un candidato promete “mano dura” sin explicar cómo se protegerán los derechos humanos, envía un mensaje peligroso que puede justificar abusos. Cuando otro plantea que “hay que barrer con todas las reformas”, sin analizar sus causas ni proponer alternativas, profundiza la polarización y frena la construcción de acuerdos básicos.
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Se ha dicho que los diálogos de paz son una “entrega del Estado a los bandidos”, pese a que los territorios más golpeados por la guerra llevan décadas exigiendo soluciones negociadas. Incluso se acusa a los pueblos indígenas de “frenar el desarrollo” cuando defienden sus derechos ancestrales. Han aparecido candidatos que, lejos de contribuir a un debate democrático, recurren a expresiones que llaman a “destripar”, “sacar del camino” o incluso “eliminar a la izquierda”, como si la diferencia ideológica fuera un delito y no una expresión legítima de una sociedad plural. Ese lenguaje, desconoce la historia de un país donde miles de personas han sido perseguidas, asesinadas o desaparecidas precisamente por sus ideas.
Colombia necesita una política que invite a reflexionar, no a odiar. Una política basada en propuestas reales para enfrentar el hambre, la desigualdad, la crisis climática, el narcotráfico, la corrupción y la violencia armada. Quienes aspiran a gobernar deben asumir la responsabilidad ética de cada palabra. La palabra pública nunca es neutra. Puede proteger o puede destruir.
Rechazar la narrativa del enemigo no implica negar las diferencias, implica reconocer que ningún proyecto democrático se funda en el odio. La democracia exige respeto, diálogo y la capacidad de escuchar sin convertir al otro en traidor. Colombia necesita superar la tragedia de sus polarizaciones pasadas y presentes.
Para romper este círculo vicioso, los sectores democráticos y progresistas deben trabajar por una campaña limpia que recupere la dignidad de la política. No pueden caer en la trampa de responder con el mismo tono agresivo. La provocación está diseñada para arrastrarlos a un terreno donde las ideas se diluyen y solo queda el golpe retórico. La fuerza democrática radica en la serenidad, la coherencia y la capacidad de ofrecer soluciones reales.
En este momento decisivo es fundamental hacer un llamado directo a las víctimas del conflicto armado, quienes durante décadas han cargado sobre sus hombros el dolor, la resistencia y la lucha por la verdad. Las curules de paz deben quedar en manos de hombres y mujeres que defienden con firmeza los derechos a la verdad, la justicia, la reparación y la no repetición, no en manos de quienes buscan usar ese espacio para intereses personales, reproducen lógicas clientelistas o incluso justifican los relatos de los victimarios. La representación de las víctimas debe ser un instrumento para transformar los territorios más golpeados, proteger a las comunidades y fortalecer la construcción de paz.
Es imprescindible pedir responsabilidad a los llamados “influencers” políticos. Quienes tienen audiencias masivas deben dejar de llenar las redes con frases vacías, medias verdades o provocaciones virales. Si deciden intervenir en la vida pública, sus mensajes deben tener contenido sólido, datos verificables y compromiso con el bien común. Los medios de comunicación, por su parte, deben dejar de amplificar mensajes de odio, exageraciones o falsedades por obtener audiencia rápida. Su responsabilidad es abrir espacios para el análisis riguroso, la verificación y la deliberación informada. La política del titular fácil y el meme incendiario está vaciando el debate y confundiendo a la ciudadanía.
La ciudadanía también tiene un papel decisivo. Es urgente aprestarnos a denunciar la compra de votos, el constreñimiento, las presiones clientelistas y cualquier forma de corrupción electoral. Es necesario examinar con lupa cada propuesta, cada promesa y cada trayectoria. El voto informado es un acto de defensa de la democracia. Una campaña limpia no es ingenuidad. Es una apuesta por la dignidad nacional, por la vida y por un clima político capaz de tramitar diferencias sin odio. Colombia merece una discusión honesta, responsable y profundamente humana. Solo así será posible abrir un camino de esperanza, democracia y paz para el país.
Luis Emil Sanabria Durán
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