Ahora que por fin el país está hablando de la necesaria reforma rural, el debate en este campo está lleno de aportes tan inteligentes como necesarios. La excelente columna del viernes de Francisco Gutiérrez Sanín pone énfasis en la necesidad de nivelar la cancha para que el gobierno hable con las organizaciones sociales del campesinado de la misma forma y al mismo nivel que lo hace con los gremios. También se han destapado cifras preocupantes como el bajo avance del catastro rural multipropósito y se han hecho propuestas para la construcción del diseño institucional que deberá implementar la reforma agraria. No obstante, mientras hay avances institucionales en las rutas para que la población acceda a tierra, cuando se trata de la producción y la comercialización, la historia del campo colombiano es una suma de fracasos, algunos más vergonzosos que otros.
Qué producir, bajo qué figura, cómo transformar, cómo comercializar, y sobre todo cómo hacer que la población rural, que vive en la pobreza en su gran mayoría, logre tener los medios no sólo para sobrevivir, sino para vivir de su oficio. Aquí las fórmulas van desde el proyecto productivo de corta duración, que no impacta sustancialmente el ingreso de la población, hasta la idea de que el campo debe ser y solo ser de la agroindustria. Excluyendo la figura de las Zonas de Reserva Campesina, cuyo gran potencial productivo y ecológico se ha probado, el resto termina siendo campañas sin contenido. Voy a contar una historia que conozco bien, para ejemplificar mi punto.
Recién firmado el acuerdo de paz, algunas cooperativas de población reincorporada pusieron el 100% de su capital, más proyectos de cooperación internacional, más todos los aportes que llegaban, para producir Tilapia en el Caquetá. Palabras más, palabras menos, el proyecto nació muerto porque el clima y la geografía hacía difícil, casi imposible su implementación. Los diseñadores, algunos de agencias de cooperación altamente sofisticadas solucionaron el impase con paneles solares para producir energía limpia que alimentara las piscinas de las tilapias. Más de dos mil quinientos millones de pesos invertidos en la solución más complicada y menos viable, porque eran los proveedores que llenaban los papeles. Como estos proyectos hay miles. Es uno de los secretos que las agencias, con vergüenza, llaman lección aprendida.
Al mismo tiempo, proyectos viables se estancaron en los OCAD esperando un padrino político que nunca llegó. Otros, aún más viables murieron antes de arrancar porque no tenían los operadores que llenaban todos los requisitos y papeleos necesarios, contadores, apoyos legales, recursos humanos y aseguramiento para poder ejecutar recursos. La persona que me lee no se imagina el porcentaje de costos indirectos en burocracia que tienen que usarse para implementar cualquier mínimo proyecto de desarrollo rural, con vocación productiva. Entonces, ¿qué les queda a las organizaciones campesinas? Animales de engorde, semillas y crédito rural de difícil acceso.
Otro ejemplo. A menos de dos horas del proyecto piscícola, una asociación campesina y agroecológica logró con innovación propia y pocos recursos producir casi o más pescado, con pozos en tierra, con geomembrana, usando menos energía y por supuesto con mejor manejo ambiental. ¿Hubiera podido, la cooperativa del primer ejemplo usar el segundo y replicarlo para ejecutar los recursos de su proyecto productivo? Por supuesto que no. En primer lugar, las cooperativas de reincorporados no manejaron sus propios recursos porque es más costoso administrar plata que implementarla. Eso hizo necesarios intermediarios, con procesos tan complejos y descontextualizados que hacen imposible comprar un tornillo en una tienda local de Florencia, Caquetá. Súmele a lo anterior dos semanas de proceso por cada tornillo, una por semillas, cambio de precios en la comida de animales, etc. Ahora, una organización que logre posicionar su producto y lograr una venta decente, se enfrenta con el día a día para no quebrar. Los mercados locales son los mejores, porque pagan contra entrega. Las empresas grandes pagan a noventa días y ningún negocio campesino tiene ese flujo de caja. Ante eso, hubo una solución aún más innovadora: atraer inversionistas privados para que invirtieran en esas zonas a cambio de certificaciones sociales o ambientales. Y sí, hay gente que invirtió en negocios que facturaran aproximadamente 1.000 millones de pesos al año. Así hemos pasado los últimos cinco años, invirtiendo y perdiendo miles de millones de pesos, con muy escasos resultados.
¿A qué traigo a colación todo esto? A que, por supuesto no es sano ni democrático que un gobierno hable de enemigo interno, pero recordando estas experiencias hay mucho de verdad en que ese arrume de leyes, burocracias y procedimientos absurdos e inútiles encarecen el desarrollo hasta los límites del absurdo. El resto, es retórica.