Nos hicieron creer que dejar de utilizar papel y convertirnos en usuarios digitales de la lectoescritura era un gesto ecológico que convenía, para ahorrar árboles. Como si lo que se sembrara no se pudiese cosechar y luego, reciclar y compostar para volver a incorporar al maravilloso ciclo de la vida que gracias a hongos y bacterias nos permite continuar sobre el planeta. Nos dijeron que comunicarnos mediante las redes sociales era más barato y eficiente y que la conectividad global era un regalo de la tecnología que nos iba a permitir dejar en paz el mundo tosco de lo orgánico y, gracias a su capacidad de transformar energía eléctrica (térmica, hidro o solar, no importa la fuente) en datos, abrir un universo de bienestar inimaginado.
Nos dijeron muchas cosas, además de convencernos de que ir abandonando el mundo en aras del otro mundo nos haría más libres y felices, ante sus infinitas posibilidades, un cuento que ya nos han echado varias veces en la historia las instituciones religiosas. Lo que no nos dijeron es que ningún mundo está aislado, e incluso la construcción de mitos e historias en nuestra mente depende de la cantidad de carbohidratos, grasas y proteínas que hayamos ingerido: el metaverso, el pluriverso o el multiverso, poblados cada uno con sus ángeles y demonios, sus videojuegos o sus campeonatos de fútbol, su pornografía interactiva o sus galerías de arte y sus museos, son ecosistemas donde la materia, energía e información se siguen intercambiando con mayor o menor entropía, con o sin agujeros de gusano, al menos hasta que se confirme la teoría de que existe un universo de antimateria paralelo al nuestro que tiene goteras.
Muchas cosmogonías proponen diversos planos o niveles de la existencia: la clásica griega, que al mezclarse con la judeo cristiana se convirtió en un aterrador y unívoco modelo “infierno-mundo-cielo” o como las amerindias americanas, con mundos invisibles pero interconectados en lo cotidiano y donde hay que estar negociando constantemente con ayuda del chamán, o como las hinduistas y budistas, que proponen ciclos infinitos de creación y destrucción que pueden ser letales si nos atrapan en una rueda de transmigraciones entre mundos, la gran simulación, el Samsara.
El metaverso tecnológico es, por ahora, mucho más prosaico, pero no por ello menos retador en términos de nuestra búsqueda de una redefinición del cuerpo y de su mundo material, en una perspectiva identitaria y ecosistémica de escala cósmica. Si la humanidad alcanza a constituirse en creadora de planetas y coloniza el universo gracias a su capacidad de domar la energía de las estrellas sin haberse autoeliminado (lo que la ecuación de Carl Sagan consideraba seriamente), seguramente lo hará con una profusión de materialidades mucho más diversa de lo que incluso la más avezada novela de ciencia ficción ha hecho…
Prohibir la pesca deportiva es un claro ejemplo de esos actos que nos distancia de la materialidad relacional con la que debemos enfrentar y dar significado a nuestra carnalidad y existencia en el mundo, en este caso una imposición errónea de las cortes que confunde la relación entre individuos de diferentes especies con la relación sistémica de la cual dependemos, confundiendo peligrosamente niveles de operación bajo premisas bondadosas pero que insisten en que la humanidad migre a lo sobrenatural como “solución”. Ya ha pasado muchas veces en la historia, de manera más lógica, como en el caso de los consumos restringidos de carnes en los diferentes mundos superpoblados del pasado, como bien señaló Marvin Harris.
El poblamiento de entidades en el metaverso avanza rápidamente y como era de esperarse, ya hay guerra entre innumerables frentes. China, Europa y los Estados Unidos necesitan decenas de nuevas plantas nucleares o represas para mantener el ciberequilibrio que apenas deja resquicios para ser habitado por las naciones con menos capacidades tecnoenergéticas, que quedarán rezagados en el mundo orgánico, para muchos, más que suficiente.
El sueño, sin embargo, es habitar el metaverso con renovada capacidad creativa, dada la libertad de movimientos que nos depara la existencia simulada dentro de la máquina. Habrá bandeja paisa digital, hipopótamos invasores y por supuesto, políticos reencauchados, pero más allá de ello, contingentes y avanzadas transnacionales para conformar esa amalgama intercultural inevitable, que, como en el ADN convencional, buscará retroalimentar nuestra paupérrima realidad con sus quimeras, liberándonos de muchas tonterías pero introduciendo otras: imaginen los regímenes de control de la sexualidad infinitamente más compleja que ya se despliega en el metaverso y que nada tiene que ver con la reproducción de la especie, al menos directamente.
No hay que equivocarse, la generación de una nueva capa de la existencia traerá una gigantesca revolución en esta, tanto por la energía implicada en su establecimiento y funcionalidad, como por la aparición de rutinas cibernéticas que se encarnarán en este mundo, algunas monstruosas, algunas virtuosas. Ya sabemos que la capacidad adquisitiva de un nuevo teléfono inteligente y un paquete de datos nos hace parte de un nuevo orden social…
Esperemos que Hawking haya estado equivocado, y logremos insuflar suficiente humanidad en el ciborg para que su presencia ecológica en el mundo no nos reduzca a presas de la inteligencia artificial. En cualquier caso, existe una ecología emergente del metaverso que no es independiente de la de este mundo, ya profundamente transformado por los seres humanos, que somos lo que está siendo la naturaleza, no lo que algunos, tal vez ingenuos, siguen imaginando que es.