El país se estremeció con el asesinato de Jaime Esteban Moreno, estudiante de la Universidad de los Andes. La historia tuvo todos los ingredientes para convertirse en uno de los casos más comentados del año: un joven universitario, tres sospechosos, una exreligiosa, un club nocturno y una muerte absurda. Los medios lo tomaron, lo molieron, lo titularon, lo viralizaron. Cada dato se volvió carnada para clicks, cada hipótesis una oportunidad para el morbo.
No dudo de la gravedad del hecho ni del dolor de su familia. Nadie merece morir así. Pero, ¿por qué la muerte de un joven de Los Andes vale más que la de otro? ¿Por qué ese caso debe movilizar a los noticieros, los podcasts, los tuiteros indignados y los editoriales de domingo, mientras otras muertes pasaron inadvertidas?
El 1 de noviembre de 2025, hallaron sin vida a Alejandro Varón Castañeda, egresado de Biología de la Universidad Nacional, dentro del campus. Un cuerpo, en pleno corazón de la universidad pública más grande del país. Las autoridades llegaron, tomaron muestras, y el país pasó la página sin enterarse. Ni cámaras, ni debates televisivos, ni reflexiones editoriales. Silencio.
¿La diferencia? ¿El apellido, el estrato y la universidad? El periodismo colombiano construyó una escala de dolor según el nivel socioeconómico de la víctima. Un muerto “de prestigio” se volvió tragedia nacional; uno “de a pie”, estadística policial.
No hablo de una noticia, hablo de un síntoma. De un periodismo que confunde relevancia con rating y empatía con “engagement”. Donde el valor de una vida depende del algoritmo. En vez de indignación, fabricamos espectáculo. En vez de periodismo, vendemos morbo.
El caso Colmenares marcó una generación mediática que aprendió que el dolor vende. Y desde entonces, muchos medios buscan el siguiente “caso Colmenares”. Pero nadie parece buscar la verdad.
Los grandes editores del pasado lo advirtieron. Joseph Pulitzer dijo en 1907: “Una prensa cínica y demagoga formará un pueblo tan depravado como ella misma”. Oliver Stone en 1994 lo resumió sin anestesia: “La noticia ya no es noticia, ahora se trata de morbosidad”. Y A. M. Rosenthal lanzó la pregunta más incómoda de todas: “¿Somos periodistas o recolectores de basura?”.
Un siglo después, las respuestas siguen siendo las mismas.
Como periodista joven, me niego a seguir ese libreto. Creo en un oficio que forma criterio, no adicción. Que conmueve, no manipula. Que cuenta la verdad aunque no venda.
Porque cuando un país llora selectivamente, no solo muestra sus desigualdades: también exhibe su alma. Y el periodismo, que alguna vez fue espejo, hoy se volvió vitrina.
Andrés Prieto
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