El gobernador, Andrés Julián Rendón, presentó la llamada “tasa de seguridad” como la solución definitiva al deterioro del orden público en Antioquia. Se vendió como una herramienta que blindaría al departamento frente al crimen organizado y que demostraría, según sus propias palabras, que “si el Gobierno Nacional nos deja solos, nosotros mismos nos defenderemos”. Sin embargo, a 15 de julio, el recaudo alcanzó apenas $19.354 millones frente a la meta de $45.217 millones. Aunque la Gobernación y El Colombiano matizaron el panorama afirmando que en realidad se han recogido $42.300 millones, el verdadero dato incómodo es otro: apenas se ha cumplido el 33% de la meta de recaudo para 2024, con solo cuatro meses por delante.
Para entender el problema, hay que recordar que la Constitución Política de Colombia establece, en su artículo 338, que los tributos, tasas y contribuciones especiales deben tener un hecho generador claramente definido, un sujeto pasivo determinado y, sobre todo, una destinación específica proporcional al costo del servicio prestado. La jurisprudencia de la Corte Constitucional ha sido insistente: una tasa no puede convertirse en un impuesto disfrazado. Su valor debe guardar relación directa con el beneficio recibido por el contribuyente.
En este caso, la Gobernación de Antioquia no ha demostrado de manera técnica ni documental cómo el pago de la tasa se traduce en un servicio concreto y proporcional para quienes la pagan. Empresarios, comerciantes y residentes de estratos altos no reciben un esquema de seguridad diferencial que justifique el cobro. En otras palabras, la tasa podría estar vulnerando el principio de equivalencia, abriendo la puerta a demandas de nulidad ante el contencioso administrativo.
Más allá de la discusión jurídica, el contexto político revela una jugada calculada. Desde el inicio de su mandato, Andrés Julián Rendón ha insistido en la narrativa de que el Gobierno Nacional “abandonó” a Antioquia en materia de seguridad. La tasa de seguridad no solo encaja en esa estrategia discursiva, sino que le da al Gobernador un argumento para mostrarse como el líder que “hace lo que el centralismo no quiere hacer”.
Pero hay un problema: el tiro le está saliendo por la culata. Quienes más se han visto afectados por el cobro son justamente sectores que tradicionalmente lo apoyaron: empresarios, comerciantes y ciudadanos de altos ingresos. La reacción ha sido evidente en la baja disposición de pago, al punto de que, incluso con la cifra de $42.300 millones que la Gobernación defiende, la meta anual sigue lejísimos de cumplirse.
Esta resistencia evidencia que el problema no es solo de recaudo, sino de legitimidad. Un tributo que no cuenta con aceptación social y que se percibe como improvisado carece de sostenibilidad. Y, como lo demuestra la experiencia de otros departamentos, una tasa de seguridad sin recaudo suficiente termina siendo más un gesto político que una política pública eficaz.
Supongamos que, milagrosamente, en los próximos cuatro meses se lograra recaudar la totalidad de la meta anual. ¿Sería suficiente para resolver la crisis de seguridad de Antioquia? Los expertos dicen que no. El crimen organizado, las economías ilegales, la violencia rural y la criminalidad urbana requieren intervenciones integrales que van mucho más allá del aumento del pie de fuerza o la compra de equipos. Se necesitan programas de prevención, inversión social y coordinación interinstitucional con la Policía, el Ejército, la Fiscalía y, por supuesto, el Gobierno Nacional.
Con un recaudo tan bajo como el actual, la capacidad de la Gobernación para implementar estas acciones es mínima. La tasa no alcanza para cerrar brechas, y la administración departamental no ha mostrado un plan claro de priorización del gasto. Esto deja a Antioquia en una situación peligrosa: con los mismos problemas de seguridad, un tributo cuestionado y una narrativa política que busca confrontar más que construir soluciones conjuntas.
La tasa de seguridad de Andrés Julián Rendón es un caso de manual sobre cómo una medida presentada como salvadora puede terminar revelando lo contrario: improvisación, debilidad técnica y cálculo político. Lejos de blindar a Antioquia, ha golpeado a su base social y ha abierto flancos jurídicos que podrían tumbarla.
Ya hay demandas de nulidad contra la Ordenanza 50, que cuestionan el principio de legalidad y certeza del artículo 338 superior, y la tipificación misma del tributo. Si un juez le da la razón a los demandantes, no sólo caería el cobro futuro: podrían ordenar devolver lo recaudado, abriendo un hueco fiscal. Así las cosas, la “solución” financiera se convierte en riesgo contencioso.
Lo que el departamento necesita no es un nuevo capítulo en la novela de confrontaciones con el Gobierno Nacional, sino una estrategia integral de seguridad y convivencia construida de manera coordinada, con recursos garantizados y legitimidad social. Porque la seguridad no se decreta ni se cobra: se construye, y se construye con todos.
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