Campañas presidenciales: discutir ideologías para no discutir el país
Hasta ahora, como en todas las campañas presidenciales, hemos visto el enfoque de los extremos en desprestigiar a sus opuestos ideológicos. Las campañas repiten con insistencia ataques, con argumentación incipiente, pseudo-argumentación o con mentiras, o la combinación de todos, para ganarse a los incautos (forma amable de señalar a ingenuos, desinformados, y dejo al lector completar esta descripción) y polarizarlos, con base en emociones y no en razones, que se ha convertido en la fórmula recurrente de la política contemporánea. Con esta efervescencia de pugnacidad entre los opuestos, es fácil que se olviden las propuestas importantes para mejorar al país.
No me refiero aquí a las propuestas simples. Hacia el final de las campañas empiezan las promesas populistas, que los candidatos saben que no van a poder cumplir, pero que tampoco importa porque si no se cumplen en realidad no tiene consecuencia alguna. Vienen las propuestas obvias, como seguir desarrollando la infraestructura, de transporte, de salubridad y de educación. También, y especialmente, las de seguridad que son las preferidas por su directa conexión al miedo, una de las emociones más fuertes; de ahí que los candidatos que ofrecen bala y mano dura tengan una posibilidad. También genera miedo la incertidumbre económica, la que se capotea normalmente con promesas populistas, unas de crecimiento económico, creación de empleos y reindustrialización, y otras de justicia social, subsidios y ayudas para mejorar las condiciones de pobreza. A las que sí me refiero es a las propuestas de fondo, sobre lo que realmente necesitamos hablar y discutir para seleccionar la mejor opción, que son esquivadas con facilidad en la mitad de todo ese verbo que se disfraza de indicadores y cifras para denotar conocimiento, que no pasa, en el mejor de los casos, de ser diagnóstico.
Necesitamos hablar de al menos cuatro pilares que limitan nuestras esperanzas de manera grave: de cómo vamos a hacer para romper la desigualdad estructural (El pobre no es pobre porque quiera), de cómo vamos a hacer para enfrentar los cambios que estamos viviendo como humanidad (climático, tecnológico y poblacional) cuyas repercusiones empezamos ya a sentir, de cómo vamos a lograr ser competitivos en el mundo cambiante e incierto que nos depara el futuro inmediato, y entrecruzado con todo, como si no fuera ya en extremo complejo, de cómo vamos a acabar con la corrupción que saquea los recursos disponibles, propios de un país pobre pero no menos cuantiosos, y que se ha instalado como parte central de nuestra cultura dominante. Para no llamarse a simplismos, estos cuatro pilares envuelven desde la educación, toda la economía, la justicia, la salud, hasta la visión estratégica que deberíamos tener sobre el mundo y cómo, a partir de ella, deberíamos actuar como un cuerpo integrado y coherente. Obviamente, por encima de ideologías, polarizaciones y fanatismos políticos. Mientras el mundo va a una velocidad impresionante, nosotros parecemos vivir enfrascados en riñas callejeras, como en siglos atrás.
Tenemos que esforzarnos por desmontar los dogmas, las mentiras y los pseudo-análisis, con la esperanza de que nos dejen hablar de lo importante lo antes posible. Uno de los preferidos de las derechas es la lucha frontal contra el comunismo. Después abordaremos los preferidos de las izquierdas. Aunque ya en artículos anteriores he avanzado en muchos de los temas que causan enfrentamientos clásicos, llegando a demostrar que son discusiones insulsas para el mundo real actual (Ideologías y Polarización, y artículos subsiguientes).
Me encontré con un libro de Axel Kaiser, chileno, de ultraderecha, que se titula “Nazi-comunismo: por qué marxistas-leninistas y nazi-fascistas son gemelos ideológicos” cuyo trasfondo es asociar un mal mayor completamente identificado en la mayoría del mundo, el nazismo, con la moribunda doctrina comunista, que se supone que aún sustenta ideológicamente a las izquierdas contemporáneas. Kaiser es un tipo ilustradísimo, pero también sesgadísimo; es un neoliberal a ultranza. Posiblemente ha tenido dificultades con su ideología en los años recientes por cuanto los postulados de las ideologías se han movido de sus orígenes, especialmente en este mismo 2025, en el que hemos visto desplomarse estatuas y emerger nuevos monstruos (Economía política en crisis).
No quiero hacer una crítica convencional a su libro, que refleja gran parte de su forma de pensar ideológica, sino tratar de aportar mi punto de vista, que va más allá, y plantear aspectos que permitan aterrizar esta discusión, para poder seguir con el análisis de los temas sin propuesta de los candidatos, que es lo que realmente debería ocuparnos en estas épocas electorales.
La experiencia histórica muestra que, en su implementación, las grandes ideologías modernas tienden a diluirse y a ser sustituidas por la lógica de la concentración del poder. En ese proceso, tanto comunismo como capitalismo han perdido sus principios normativos originales que han sobrevivido principalmente como justificaciones del orden existente (incluyendo su narrativa propagandística para fines electorales, como el mismo libro de Kaiser, incluso).
El comunismo que hemos conocido históricamente no es la idea original, sino su corrupción como mecanismo de concentración de poder por una nueva élite, sostenible solo por la fuerza. Hay que recordar que Marx no diseñó un Estado totalitario; su ideal final era incluso la extinción del Estado. Los problemas aparecieron en la implementación real de la dictadura del proletariado, del partido omnipresente y omnipotente, de la centralización del poder (cuya concepción fue temporal), para pronto descubrir que no era posible mantener la cohesión sin coerción y con ello, el adiós total a las libertades. La promesa igualitaria exige una concentración de poder tan alta que termina negándola. La corrupción del socialismo concentra el poder político-militar como condición de funcionamiento. La pérdida de la libertad terminó acabando con el comunismo (exceptuando el extraño caso chino que causa la mayor confusión ideológica de estos años, que próximamente abordaré).
De manera similar, el capitalismo que hemos implementado no es el reflejo de su idea seminal sino de su corrupción debido a que los postulados en los que se basa no se cumplen dando origen a la concentración de poder. El capitalismo clásico (Smith, Ricardo, incluso Mill) no asumía monopolios estructurales, captura del Estado, asimetrías extremas de poder, mercados sin competencia real, herencias concentradas indefinidamente, ni externalidades masivas ignoradas (como el absurdo supuesto tácito que la naturaleza no era finita). Lo que hoy llamamos capitalismo, es más bien un sistema de privilegios privatizados y pérdidas socializadas, lo que viola sus propios supuestos fundacionales. La corrupción del capitalismo ha concentrado el poder económico cuando han fallado (o se han abandonado) los límites institucionales y se han eliminado los contrapesos reales, y han terminado por convertir promesas emancipadoras en sistemas de dominación, dando paso a la creación permanente de desigualdad, aun coexistiendo con pluralismo político. Esa desigualdad creciente puede terminar acabando con el capitalismo. Muchos pensadores contemporáneos hablan ya de su declive, e incluso figuras claves de su propio seno están diseñando su reemplazo que se identifica como tecno-feudalismo. Pero aún está vigente.
En ambos casos, los sistemas no han sido desarrollados conforme a sus principios normativos; cuando se intentan imponer de forma total, tienden a degenerar en mecanismos de concentración de poder en manos de élites, sostenidos por coerción o captura institucional. En ambos casos, la ideología original muere cuando deja de limitar al poder.
Pero en cambio, el fascismo es distinto: en los casos históricos que conocemos su ideología no se ha perdido en la implementación porque su núcleo es precisamente la subordinación del individuo, la anulación del juicio, la homogeneización forzada, la identidad orgánica (que han llevado al embrutecimiento colectivo) y la coerción, voluntaria o por miedo (ambas y simultáneas), como forma de cohesión social. El fascismo no promete emancipación futura; no promete igualdad, ni libertad, ni extinción del poder. Promete unidad orgánica, subordinación del individuo, un enemigo permanente, obediencia y grandeza identitaria. En ese sentido, el fascismo no traiciona su ideología al volverse violento y anular las libertades: la cumple.
No se trata de acoger o rechazar las ideas originales, sino de desconfiar de cualquier sistema que prometa realizarlas concentrando poder, porque la historia muestra que, una vez concentrado, ese poder termina sustituyendo a los ideales. Con este discernimiento preliminar sobre las grandes ideologías, aprovechándonos de Kaiser, podríamos abandonar los esfuerzos estériles de hacer campaña enfocados en socavar los supuestos cimientos ideológicos del opositor. Mientras sigamos discutiendo fantasmas ideológicos, seguiremos permitiendo que los candidatos eviten presentar las propuestas importantes que el país necesita. Es tiempo ya de enfocarnos en ellas.

