Extremistas
Hasta hace unos años, la definición de extremismo político era clara. Lenin, Mussolini, Oliveira Salazar o Fidel Castro eran extremistas porque representaban formas del Estado basadas en la supresión de las libertades individuales, ya fuera que esta supresión se justificara por raza, clase, nación o religión. Formas de concebir el Estado que surgieron de la oposición al liberalismo hace ya un poco más de cien años, todas relacionadas con el romanticismo alemán y su evocación del paraíso perdido. Tal vez la definición más sensata de extremismo político provenga de una agencia de seguridad, el MI5 británico: «Extremismo es la promoción o avance de una ideología basada en violencia, odio o intolerancia, que busca derrocar o socavar la democracia parlamentaria, crear un clima de miedo para lograr cambios políticos, religiosos o ideológicos y justificar o legitimar la violencia para alcanzar objetivos ideológicos».
Pero ya no es tan claro. Hay nuevos extremismos: los promotores del concepto del decrecimiento, la teoría crítica de la raza, el aceleracionismo, la Ilustración Oscura, el feminismo de tercera ola, la idea del individuo soberano. The Base y Antifa son también extremismos. Pero ahora los viejos liberales, como Borges, son fascistas y las momias soviéticas son libertarios. Es un caso extremo de inflación retórica. Una palabra que designaba algo muy concreto se ha convertido en un insulto comodín para descalificar a cualquiera que defienda el libre mercado, la libertad de expresión, el universalismo liberal o simplemente critique ciertas políticas identitarias. Es el equivalente moderno de “hereje” o “contrarrevolucionario”: una forma de excomunión moral instantánea.
En Colombia no han existido partidos de extrema derecha con vocación de poder, pero sí partidos y movimientos extremistas de izquierda, representados en organizaciones terroristas, insurgencias y combinaciones de las formas de lucha. Sin embargo, no han estado en condiciones reales de derrocar la democracia parlamentaria y han sido derrotados en las urnas y en el campo de batalla. El verdadero extremismo histórico en nuestro país ha sido lo que podríamos llamar Autoritarismo Elitista. Una entidad inorgánica en la cual confluyen la criminalidad organizada, la clase política, redes de corrupción y activistas radicales en torno a personalidades de las élites tradicionales. Esta asociación ha sido siempre antiliberal, hostil a la democracia y al libre mercado, y durante décadas ha impedido el desarrollo de las clases medias, excluyéndolas de la comunidad política.
Las élites autoritarias han promovido la confrontación social y la división, no siempre con éxito, para lo cual han creado el relato de la polarización y han sustentado su alianza con el crimen a través de la causa de la paz. El elitismo autoritario es socialista porque este modelo de Estado les permite capturar mejor los recursos de la sociedad y contar con un Estado grande que facilita las redes de corrupción y la creación de monopolios. Estos extremistas del ultraindividualismo van adaptando su relato a los acontecimientos. No hace mucho eran los “amigos de la paz” y los ciudadanos eran los “enemigos de la paz”; ahora se autodefinen como “el centro”, centro entre extremos que no existen, y por eso su “centro” no tiene representación: no es más que un relato vacío.
Esta facción extremista, alzada contra la democracia, la libertad y la gente, se ha visto, por primera vez en décadas, confrontada por un movimiento ciudadano y popular, lo que nos ha permitido tener claridad en cuanto a que la única y verdadera confrontación que existe en Colombia es la que esta élite ha impuesto. En esta elección, que no es una elección sino un reordenamiento de poder, el autoritarismo elitista está quedando al margen. Su narrativa culpabilizadora, según la cual quienes no refrendan su mandato son extremistas, ha dejado de tener sentido. Ya la gente entendió que los extremistas son ellos.

