Cada vez que pienso en Iván Cepeda, recuerdo aquella imagen de 1997: un joven sentado en una sala del Cinep, con el dolor aún fresco por el asesinato de su padre, Manuel Cepeda Vargas. Hablaba de paz, pero no de cualquier paz: paz con verdad, con justicia y con garantías de no repetición. Esa voz, marcada por la tragedia, se convirtió en un faro moral.
Desde entonces, Cepeda ha sido el David que se atrevió a desafiar al Goliat del uribismo. Mientras el país era seducido por la retórica de la “seguridad democrática”, él puso sobre la mesa las verdades incómodas: los vínculos con paramilitares, los despojos de tierras, las notarías regaladas a cambio de votos, las “chuzadas” del DAS, la Yidispolítica, los ministros condenados, embajadores presos, generales investigados. La lista es tan larga que parece un inventario de la descomposición institucional de toda una época.
Lo fácil ha sido caricaturizar a Cepeda como un “obsesionado” con Uribe. Lo difícil es aceptar que esa “obsesión” no era personal, sino ética. Era la obsesión de no dejar que la memoria de miles de víctimas se diluyera en el olvido. Era la obsesión de un hijo que convirtió su duelo en política, y que se atrevió a señalar a los poderosos cuando casi todos callaban.
Desde entonces, Cepeda ha sido el David que se atrevió a desafiar al Goliat del uribismo. Mientras el país era seducido por la retórica de la “seguridad democrática”, él puso sobre la mesa las verdades incómodas: los vínculos con paramilitares, los despojos de tierras, las notarías regaladas a cambio de votos, las “chuzadas” del DAS, la Yidispolítica, los ministros condenados, embajadores presos, generales investigados. La lista es tan larga que parece un inventario de la descomposición institucional de toda una época.
¿No resulta revelador que, mientras Iván Cepeda ha hecho de la verdad su causa, el entorno de Álvaro Uribe Vélez esté plagado de condenas, expedientes y fugas? ¿Cómo puede un país mirar hacia otro lado frente a esa evidencia apabullante? ¿Quién dio la orden?
David no venció a Goliat con fuerza, sino con verdad. Y esa es la verdadera batalla que hoy libra Colombia: ¿seguiremos encubriendo al gigante de la impunidad o escucharemos la piedra certera de la memoria y la justicia?
David contra Goliat no es solo una metáfora para describir la confrontación entre Cepeda y Uribe. Es una realidad política y moral: un hombre que nunca usó escoltas armadas, que nunca se escudó en la mentira, enfrentando a un aparato que ha utilizado el Estado, las armas y los medios para perpetuarse.
Hoy, la historia empieza a darle la razón. Los expedientes, las condenas, los testimonios y las investigaciones revelan que Iván Cepeda no estaba obsesionado con destruir a Uribe, como lo acusan sus detractores. Su “obsesión” era otra: la verdad. Y esa verdad, aunque tarde, siempre termina encontrando la luz.
Este David sin Papá, con una hermana maravillosa y el legado de una madre amoroso, venciendo un cancer con dos matrimonios encima, sin hijos, con varios libros escritos, dice ser Ateo, pero es más aferrado a la verdad que los que visitan el vaticano.
Este David no venció a Goliat con fuerza, sino con verdad. Esa misma verdad es la que, poco a poco, va cayendo sobre el uribismo como un juicio inevitable. Y aunque parezca tardía, esa verdad abre una esperanza: la de un país capaz de aprender de su dolor, de hacer justicia sin odio y de reconocer que incluso los gigantes pueden caer cuando la dignidad no se rinde, seguiremos luchando hasta que la dignidad se haga constumbre.
Iván amigo el pueblo está contigo, nos veremos más adelante, la unidad será la victoria.
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