Durante décadas el magisterio colombiano ha sido la columna vertebral de la educación pública y, al mismo tiempo, uno de los sectores más golpeados por la desatención estatal. Las maestras y los maestros educan, orientan y acompañan generaciones enteras, pero también enfrentan un sistema que los obliga a luchar una y otra vez por derechos elementales como la salud, la estabilidad laboral y el respeto a su labor. A pesar de contar con un régimen especial de salud, este ha sido desnaturalizado y convertido en un espacio de negocio para intermediarios que se lucran con los recursos públicos mientras miles de docentes padecen la falta de atención, el desabastecimiento de medicamentos y el abandono en las zonas rurales.
El régimen especial nació como un reconocimiento al esfuerzo físico, emocional y social que implica enseñar en una patria atravesada por la desigualdad, la violencia y la precariedad. Sin embargo, la corrupción, la ineficiencia y la falta de voluntad política lo han convertido en un sistema que castiga a quienes más lo necesitan. Las demoras interminables, las autorizaciones absurdas y el peregrinaje para recibir atención médica son una afrenta a la dignidad de quienes dedican su vida a formar ciudadanos y ciudadanas.
A esta injusticia se suma la negación del derecho a la protesta. Cada vez que el magisterio decide ejercer su legítimo derecho a la huelga, se le obliga a reponer en días de descanso las horas dedicadas a manifestarse por sus derechos. Así ocurrió con la jornada del pasado 30 de octubre, cuando cientos de maestras y maestros salieron nuevamente a las calles para exigir un servicio de salud digno, un trato respetuoso y el cumplimiento de los compromisos estatales. En lugar de escuchar sus reclamos, la Alcaldía de Bogotá emitió una circular ordenando reponer las horas empleadas en la movilización, desconociendo que la protesta social es un derecho fundamental protegido por la Constitución y no un delito que deba ser sancionado.
El magisterio colombiano también ha sido víctima de una constante estigmatización por parte de sectores políticos y económicos ligados a la ultraderecha que buscan deslegitimar su labor social. Estos sectores intentan convertir la educación en un negocio privado, negando el derecho universal al conocimiento y debilitando la función social de la escuela pública. En su discurso, el maestro es presentado como un obstáculo para el desarrollo o como un agitador político, cuando en realidad ha sido un defensor incansable de la vida, la paz y la justicia social.
Por eso es necesario defender a FECODE y a los sindicatos locales que resisten contra la privatización del derecho a la educación. Ellos representan la voz colectiva del magisterio, la conciencia crítica de una nación que todavía cree en la escuela pública como espacio de libertad y transformación. Gracias a su lucha, Colombia no ha perdido del todo la idea de que educar no es un negocio, sino un deber ético y una responsabilidad del Estado.
El derecho de los docentes a prepararse, a mejorar sus capacidades y a acceder a una formación continua es también una obligación estatal. Formar bien a quienes educan significa elevar la calidad de la enseñanza, fortalecer la democracia y construir ciudadanía. Del mismo modo, el Estado debe asumir plenamente la nómina de los docentes contratados, garantizando estabilidad laboral, igualdad de condiciones y dignidad profesional en todo el territorio nacional.
Defender la cátedra de historia, de democracia y de derechos humanos es esencial para construir un ser humano nuevo, comprometido con la vida, el respeto, los valores y la justicia social. No se puede hablar de una educación de calidad si se eliminan los espacios de reflexión sobre la memoria, la ética y la convivencia. La educación debe formar sujetos críticos y solidarios, no consumidores pasivos de información.
En este horizonte se hace indispensable avanzar hacia la declaratoria de todas las instituciones educativas, en todos los niveles, como Territorios de Paz y Convivencia. La escuela debe ser el primer espacio donde se aprenda a ser y a convivir, donde la palabra sustituya la violencia y el respeto se convierta en el eje de la vida colectiva. Construir una cultura de paz desde la infancia no es una utopía, es una necesidad histórica para sanar las heridas de un país que ha vivido demasiado tiempo bajo el daño de la violencia armada.
Cuidar al que cuida debería ser un compromiso de todos y todas las colombianas. No se trata de un privilegio sino de un acto de justicia con quienes han dedicado su vida a enseñar y a sembrar futuro. Defender al magisterio es defender la educación pública, la democracia y la esperanza de un país más justo e igualitario. Porque cuando se cuida a los que educan, se protege también la posibilidad de un mañana con dignidad, libertad y conocimiento para todos y todas.
Luis Emil Sanabria Durán
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