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Confidencial Noticias 2025


Sobre la muerte de Miguel Uribe, tras dos meses en la Fundación Santafé, me quedan muchas reflexiones y preguntas. Entiendo lo doloroso que es la partida de un ser querido, un amigo, un compañero y un referente político para muchos en el país. Ninguna muerte debe celebrarse, y menos aun cuando se trata de un crimen político. La democracia se empobrece con cada vida que se apaga de manera violenta.

Pero lo que presenciamos en su funeral fue estruendoso y perturbador: discursos cargados de odio, de advertencias de exterminio, de llamados a acabar con la izquierda y de acusaciones sin pruebas contra el presidente de la República. No fue un acto íntimo de duelo, silencio y reflexión, como en redes sociales insistían sus familiares y copartidarios. Fue, más bien, un escenario para agitar viejas batallas, victimizarse políticamente y revivir los fantasmas de la guerra interna.

El discurso de Álvaro Uribe Vélez es ilustrativo. En lugar de honrar la memoria de Miguel con grandeza y serenidad, eligió instrumentalizar su muerte para desatar acusaciones graves y peligrosas: habló de un supuesto “magnicidio instigado” por el presidente Petro, comparó lo sucedido con el asesinato de Álvaro Gómez, y sostuvo que recordar el genocidio de la Unión Patriótica es una “tesis socorrida del régimen”. Con ello no solo distorsiona la historia, sino que niega el exterminio más documentado en la política colombiana: más de 6.000 militantes, congresistas, alcaldes y líderes sociales de la UP asesinados por un engranaje de Estado, narcotráfico y paramilitarismo, que ya cuenta con sentencias y condenas internacionales al Estado colombiano.

Uribe, en su afán de victimización, pretende borrar de un plumazo esa memoria incómoda. Afirma que en su gobierno no hubo instigación contra la oposición, que incluso protegió a Petro y a los congresistas de la UP. La realidad es otra: bajo su mandato hubo desplazamientos masivos, ejecuciones extrajudiciales, persecuciones judiciales y un país marcado por la doctrina del enemigo interno. La sombra de los falsos positivos, los vínculos con paramilitares y la connivencia de sectores estatales con el exterminio político no se borran con una frase pronunciada en medio del dolor.

Lo grave es que, en vez de asumir el duelo como un momento de reconciliación nacional, Uribe y otros voceros lo convirtieron en plataforma de odio. Alejandra Azcárate habló de “exterminar la plaga”, Abelardo de la Espriella de “acabar con la izquierda”, y Uribe mismo agitó el fantasma de un enemigo interno al que hay que derrotar con ayuda de “servicios de inteligencia de Estados Unidos, Reino Unido e Israel”. Ese lenguaje es gasolina en un país aún atravesado por el dolor de décadas de violencia política.

El asesinato de Miguel Uribe es un hecho doloroso que exige verdad y justicia. Pero utilizarlo para profundizar la polarización, negar genocidios históricos y reescribir la memoria colectiva no es homenaje, es manipulación. En la medida en que los líderes políticos sigan instrumentalizando la muerte para perpetuar el odio, Colombia seguirá atrapada en el mismo círculo de violencia que tanto nos ha costado superar.

Hoy más que nunca Colombia necesita rechazar de manera categórica la violencia y el odio como formas de hacer política. La vida debe ser el único principio inviolable sobre el cual se construya nuestra democracia. Escuchar al diferente, debatir con argumentos y reconocer que en este país cabemos todos es la única vía para romper con los ríos de odio que algunos quieren seguir desbordando en los discursos políticos. No podemos volver a repetir la historia de muerte y dolor que dejó el uribismo en el poder: más de 6.402 jóvenes asesinados en los mal llamados “falsos positivos”, más de 3 millones de personas desplazadas forzosamente, miles de personas desaparecidas forzadamente en el conflicto y un exterminio político como el de la Unión Patriótica que aún espera verdad y justicia. Esas cifras son un recordatorio doloroso de lo que ocurre cuando el odio y la estigmatización se convierten en política de Estado.

El verdadero honor a Miguel no está en convertirlo en un mártir de una causa partidista, sino en reafirmar el valor supremo de la vida, la necesidad de la memoria y la urgencia de rechazar —sin titubeos— cualquier discurso que siembre odio y legitime la violencia.

Por: Quena Ribadeneira

Quena Ribadeinera

Concejal de Bogotá

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