Durante años, los grupos armados y las organizaciones guerrilleras han intentado sostener su proyecto mediante la fuerza de las armas. Hoy, enfrentados a continuos golpes contra sus redes generadoras de ingresos económicos ligadas al narcotráfico, a la desarticulación de sus líneas de mando y al rechazo creciente de las comunidades, recurren al terrorismo como un acto de reafirmación militar. Cada bomba, cada ataque contra la población civil, es en realidad la confesión de que su estrategia de guerra popular prolongada para acceder al poder político fracasó, que ya no pueden ganar batallas, ni conquistar legitimidad social, ni ofrecer futuro alguno.
Los recientes ataques terroristas que enlutan al país no son muestra de fortaleza de los grupos armados ilegales, sino prueba de la debilidad de sus ideales políticos y estratégicos, e indicativo de su desesperación. Estos crímenes atroces revelan que sus estructuras militares y económicas están cada vez más desarticuladas, lo que no es sinónimo de disminución cuantitativa, y que la violencia indiscriminada se convierte en uno de sus recursos para intimidar, sembrar miedo, presionar a la sociedad y al Estado.
Gran parte de estos ataques se relacionan con acciones de extorsión e intentos de control social. El terror se usa como un mecanismo de chantaje contra comerciantes, transportadores, campesinos, líderes comunitarios o para desmoralizar a la fuerza pública y a la sociedad democrática. Con ello buscan resistir para recuperar o mantener un flujo de recursos que sostenga sus ejércitos. Sin embargo, en lugar de consolidar poder, lo que logran es evidenciar la naturaleza violenta de su proyecto y profundizar el repudio ciudadano.
Ante este panorama, no basta con expresar rechazo. La sociedad colombiana, con el respaldo de políticas robustas, debe convertirse en protagonista activa de la denuncia y el repudio social a estas prácticas. Las víctimas no pueden quedar solas ni el miedo paralizar a las comunidades. La respuesta debe ser una ciudadanía más cohesionada, capaz de exigir justicia, de respaldar a las instituciones democráticas y de seguir apostando por la construcción de paz integral en los territorios. Cada voz que se alza contra el terrorismo y a favor de la paz contribuye a cerrarle los caminos a quienes pretenden imponer la violencia como destino.
Pero esta lucha no puede darse solo desde Colombia. El terrorismo y la violencia armada están alimentados por la economía ilegal del narcotráfico, la minería ilegal, la trata de personas, el tráfico ilegal de armas y municiones, el contrabando, el comercio ilegal de especies protegidas, y el lavado de activos que trasciende fronteras. Mientras esta economía diversificada y complementaria, siga controlada por mafias y carteles, seguirán teniendo recursos para sostener la violencia armada, donde el principal objetivo es la población civil.
Es hora de que toda Colombia respalde a las autoridades nacionales para abordar un debate serio y valiente en la comunidad internacional. La legalización y regulación de la producción y el comercio de la cocaína no debe ser un tabú, sino una alternativa para debilitar de raíz los ingresos de los grupos armados y criminales. Así como se avanzó con el tabaco, el alcohol y en algunos países con la marihuana, un marco regulado y controlado puede arrebatarle a las mafias el monopolio y restarles el poder económico que hoy sostiene la violencia.
Colombia no puede enfrentar sola este desafío. Se requiere de la solidaridad internacional para construir salidas conjuntas y pacíficas, que deben incluir inversión en desarrollo alternativo, respaldo a las comunidades campesinas, y un compromiso global con la regulación de los mercados ilegales. La lucha contra el terrorismo exige tanto una respuesta inmediata -rechazo social, seguridad y protección a las víctimas- como una estrategia de largo aliento que garantice inversión social, justicia y equidad, y que golpee las bases financieras de quienes insisten en prolongar la violencia armada.
El terrorismo es un crimen de lesa humanidad que no admite justificación alguna. Es la confesión de la debilidad de los grupos armados y la descalificación definitiva de cualquier pretensión política que invoquen. Frente a él, la sociedad colombiana debe mantenerse unida, solidaria y firme en su rechazo. Y el mundo debe responder con una política valiente y solidaria que mezcle el control de insumos, la destrucción rutas, y la legalización, sin violar la autodeterminación y la soberanía de los países víctimas como Colombia.
A quienes insisten en tomar o mantener el camino del terrorismo hay que decirles con claridad que sus actos no son símbolo de fuerza. Que ese camino los llevará tarde o temprano a su derrota moral y política. Recurrir al miedo, a las bombas y a la violencia indiscriminada no les otorga legitimidad alguna, por el contrario, los condena al repudio popular e internacional. Ninguna causa, por justa que se proclame, puede sostenerse sobre la sangre inocente; respetar a la población civil y abrirse a los caminos del diálogo es la única salida digna frente al juicio implacable de la historia.
Luis Emil Sanabria Durán
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