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Confidencial Noticias 2025

Etiqueta: simón gaviria

Futuro agrícola

En tiempos de crisis global de suministros, Colombia posee una ventaja estructural para crear riqueza: tierra fértil. Con más de 114 millones de hectáreas, 38 millones son aptas para la agricultura y apenas 7 millones están cultivadas, una brecha productiva del 80 % frente al potencial. Eso equivale a un potencial agrícola de escala continental sin necesidad de deforestación. No se trata de una afirmación retórica. Según la FAO, Colombia podría alimentar hasta 500 millones de personas si aprovechara plenamente su territorio cultivable. La oportunidad es oro, pero se está desaprovechando.

En un contexto en el que el mundo perderá un 20 % de suelo fértil por desertificación hacia 2050, la posibilidad de obtener dos cosechas anuales y el acceso simultáneo a ambos océanos, convierte al país en uno de los diez territorios más estratégicos para la seguridad alimentaria global. Sin embargo, el rezago es evidente: se habla mucho, pero se avanza poco.

 

El agro colombiano apenas aporta 6,8 % del PIB con solo US $10.000 millones anuales en exportaciones, menos que el café brasileño por sí solo. La productividad por hectárea es tres veces menor que el promedio chileno, hasta cinco veces inferior al de México en el caso de las hortalizas. En 2024, el crédito agropecuario representó apenas 6 % de la cartera bancaria nacional, mientras que en Brasil supera el 35 %. La infraestructura constituye un cuello de botella: transportar una tonelada de maíz del Meta a Buenaventura cuesta US $80, mientras que desde Kansas al puerto de Houston cuesta US $20.

Aun así, el país tiene un activo inigualable: agua. Colombia posee el sexto mayor potencial hídrico del planeta y el primero per cápita en América Latina. La agricultura del siglo XXI será hidroeconómica. No se trata solo de sembrar, sino de gestionar el recurso hídrico con inteligencia e integrar riego, sensores, energía solar y biotecnología. Lo agrícola será, inevitablemente, tecnología aplicada a la tierra.

El valor global de la agrotecnología crecerá de US $22.000 millones en 2022 a más de US $80.000 millones en 2030. Colombia puede capturar parte de esa ola si desarrolla una estrategia público-privada de innovación rural. Hoy, el país tiene una ventana geopolítica única: la crisis alimentaria venezolana, el desplazamiento del maíz estadounidense por biocombustibles y el interés europeo por proveedores sostenibles. Todo ello revaloriza la altillanura, el Cesar y la Orinoquia.

Pero la oportunidad exige un nuevo modelo. Es necesario pasar de una economía de subsistencia a una economía agroindustrial exportadora, integrando crédito logística y tecnificación dentro de un nuevo pacto de propiedad rural. Según Fedesarrollo, una política de reconversión de 5 millones de hectáreas podría aumentar el PIB en 2,2 puntos y reducir la pobreza rural en un 25 %. El impacto fiscal sería superior al de cualquier reforma tributaria reciente.

La agricultura, entonces, no es nostalgia: es estrategia de poder. Si Colombia decide tratar su suelo como un activo soberano, podrá construir su futuro económico con raíces, no con discursos. En un mundo que volverá a pelear por el agua y la comida, la nación que entienda que su mayor riqueza está bajo sus pies será la que prospere. Colombia no necesita descubrir el petróleo del siglo XXI: ya lo tiene sembrado.

Simón Gaviria

Los que queremos el cambio

La consulta del Pacto Histórico mostró un proyecto que, pese al desgaste del gobierno, una votación en frío de esa magnitud confirma que Petro mantiene músculo con estructura territorial. Los 2.8 millones alcanzados en la consulta son una victoria monumental para la izquierda, específicamente para Iván Cepeda. Y mientras tanto, la oposición sigue dispersa, atrapada entre egos, siglas y cálculos personales. La amenaza de cuatro años más de petrismo se hace cada vez más real, para enfrentar este riesgo debe haber una consulta donde converjamos todos los que queremos el cambio a Petro, sin sectarismo con responsabilidad.

Los aliados de Gustavo Petro avanzan en la conformación de una nueva convergencia política denominada Frente Amplio con el propósito de definir un único candidato para la primera vuelta durante las próximas elecciones legislativas. Sera un proceso de entre 6 a 7 millones de votos donde claramente Iván Cepeda superará los 5 millones de votos y se podrá elegir un vicepresidente. Cepeda avanza con fortaleza hacia la presidencia para hacer realidad la constituyente que desea Gustavo Petro.

 

En paralelo se trata de crear una consulta de “centro” que rompe la unidad electoral de los que pensamos que Colombia requiere un cambio. Ellos construyen la falsa equivalencia que Petro es lo mismo que Uribe, De La Espriella lo mismo que Cepeda. Un centro que tiene algo de complicidad electoral con la posible victoria de Ivan Cepeda en estas elecciones, así como le ayudaron a Petro hace cuatro anos. Lamentable porque todos sus miembros serian bienvenidos en nuestra unidad.

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Petro tiene un proyecto político. Nosotros por ahora tenemos un propósito enredado en carpintería electoral. Por eso esta columna no es un reclamo: es un llamado. Un llamado de unidad porque el riesgo de la derrota es sustancial. No es desde la ingenuidad sino a estar a la altura de la historia, poner los intereses del país por encima de los cálculos políticos y las vanidades personales. Una opción que no tema mirar hacia adelante porque la verdadera oposición no es la que grita, sino la que convence; no es la que divide, sino la que propone un rumbo distinto con firmeza. Debe haber unión: una unión que abarque desde la centro izquierda hasta la derecha, capaz de articular las diferentes expresiones de inconformismo con el actual estado del país.

No se trata de revivir viejas coaliciones ni de esconder diferencias. La unidad opositora no debe construirse con discursos de miedo, sino sobre una visión compartida: no a la Constituyente, no a La Paz Total, reactivar la economía, y luchar contra la pobreza. Aunque existan puntos de desencuentro, son más las causas que nos unen que aquellas que nos separan.

Es hora de una coalición amplia que hable de resultados, no de resentimientos. No hay que temerle a la palabra unidad; hay que temerle a la indiferencia. Colombia no puede seguir atomizada en proyectos personales. El liderazgo que viene deberá ser más generoso que orgulloso, más comprometido con el futuro que con la vanidad del presente. Probablemente, si los precandidatos presidenciales no pudieran ser ministros ni aspirar a alcaldías, todo sería más fácil.

Hoy el llamado es simple: unámonos sin sectarismos. No contra alguien, sino por algo esencial: porque este país sobreviva.

Simón Gaviria

El riesgo que nos salvó

Por lo menos sabemos que hay alguien pendiente de lo que ocurre, así esto solo sea la tesorería del Min Hacienda. En las últimas semanas, se logró inyectar liquidez al mercado del peso mediante la monetización de swaps internacionales por más de US$9.300 millones, vendiendo en apenas tres días cerca de US$1.700 millones. En términos sencillos, al colocar deuda en el exterior con el propósito de recomprar, a descuento, deuda colombiana nerviosa con Petro, el gobierno obtiene una ganancia. Ese flujo permitió contener la volatilidad consolidando la apreciación del peso.  De hecho, el peso es hoy una de las monedas emergentes con mejores desempeños del trimestre, pero volverse adicto al caos es muy peligroso.

El dólar desde el inicio de septiembre hasta el viernes de cierre de esta columna se ha apreciado 3,98%. Esas operaciones le dieron al Gobierno la capacidad de reducir presiones inflacionarias sin recurrir a un mayor endeudamiento interno. Fue una jugada inteligente: transformar deuda en activos líquidos mientras los mercados pagan una prima elevada por el riesgo colombiano. Es, paradójicamente, gracias a la incertidumbre económica que inspira el gobierno que estos descuentos están disponibles.

 

Ahí radica la ironía. El mismo riesgo país que el gobierno creó por su retórica contra el mercado, su política fiscal incierta, y sus choques institucionales, es el que hoy le permite realizar operaciones rentables. La desconfianza se ha convertido en herramienta de financiamiento. Los CDS a cinco años continúan cerca de 270 puntos básicos, y la tasa de los TES 2029 bordea el 10,2%; sin embargo, ese diferencial es lo que hace atractivo a Colombia frente a otras alternativas. Al menos en algo se está aprovechando esta mala coyuntura, el problema es que quieren seguir generando caos para mantener estrategia.

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El borrador de decreto que modificaría los portafolios de los fondos de pensiones para forzarlos a repatriar inversiones hace puro daño. Si se materializa, las AFP tendrían que vender activos externos para comprar deuda local, generando una distorsión artificial en el tipo de cambio. El efecto inmediato sería una apreciación temporal del peso; el de mediano plazo, una caída en los rendimientos de los ahorros de 18 millones de afiliados. Según cálculos de Anif, por cada 10% de reducción en activos externos, los fondos dejarían de percibir cerca de US$600 millones anuales en rentabilidad del portafolio pensional. Teniendo en cuenta que casi la mitad del portafolio esta invertido en el extranjero, la perdida puede ser millones de US$3.000. Es pensar en resolver los problemas del gobierno en vez de los problemas de los pensionados.

Colombia no necesita más controles; necesita confianza. El mercado no castiga a los países por su política social, sino por la incoherencia entre lo que predican y lo que ejecutan. En este caso, lo que salva las finanzas públicas no es la fe en el Gobierno, sino la oportunidad que su propio escepticismo creó. En tiempos en que la ortodoxia fiscal se ha vuelto una rareza, vale reconocer el mérito técnico de Hacienda. Pero también advertir la paradoja: nos estamos financiando con la prima del miedo. Y ningún modelo de desarrollo sostenible puede depender de que el país inspire desconfianza para sobrevivir.

Simón Gaviria

Economía traqueta

En teoría, Colombia debería estar atravesando una recesión profunda. La combinación de una crisis fiscal y la caída de la inversión tendría que traducirse en contracción del consumo, una caída significativa de la demanda interna. Sin embargo, contra toda lógica, el PIB no solo se expandirá un 1,5% en 2025, según proyecciones del FMI, sino que el gasto privado no refleja la magnitud de ese estancamiento. El Ban Rep estima que el consumo de los hogares crece al 2,2%, con un crédito de consumo que, aunque presionado, no se ha desplomado. ¿Qué explica esta aparente paradoja? En gran parte, el crecimiento de la coca en el país, el creciente poder del Clan del Golfo, la tesis de mano blanda del gobierno Petro.

La respuesta incómoda la dio un estudio de Daniel Mejía, en 2024, las rentas de la cocaína alcanzaron US$15.300 millones, cerca del 4,2% del PIB, superando los US$11.848 millones que entraron de remesas. Estos recursos ilícitos no solo se lavan en minería o importaciones ficticias: también terminan irrigando efectivo en barrios populares, financiando bienes raíces, y sosteniendo la demanda de bienes durables. Mientras la inversión extranjera directa cayó un 17% en 2024, y la inversión pública se paraliza por un déficit fiscal que ya bordea el 7,3% del PIB, la cocaína, artificialmente, mantiene a flote la economía.

 

En otras palabras, una economía que en teoría debería estar ajustándose, se encuentra anestesiada por dólares ilegales, que al tiempo resta competitividad a nuestras exportaciones. Es una reedición del “síndrome holandés” pero criminal: la abundancia de divisas del narcotráfico aprecia el peso, distorsiona precios relativos e inyecta consumo que maquilla la debilidad estructural.

En teoría, el gobierno Petro está dejando de fomentar producción de hidrocarburos para tener un peso menos apreciado que fomenta la producción nacional. Nada hacemos si al dejar de recibir dividendos petroleros igual recibimos las tulas de efectivo cocalero que restan competitividad al sector formal. En Afganistán, la economía sobrevivió a décadas de guerra gracias a las rentas del opio, que en algunos años representaron hasta el 7% del PIB. En México, la DEA estima que los cárteles lavan anualmente más de US$25.000 millones. El narcotráfico funciona como un pseudoestímulo fiscal paralelo, que sostiene artificialmente el consumo, corroe la institucionalidad, y minar la producción local.

Mientras las familias que envían remesas sostienen a sus hogares con sacrificio, los dólares de la coca se infiltran sin transparencia, fortaleciendo estructuras criminales y frenando las presiones de reforma. La pregunta es si el país está dispuesto a tolerar que su “colchón” económico provenga de un ingreso ilícito que genera violencia, destruye el tejido social y sustituye las inversiones productivas.

Colombia corre el riesgo de normalizar una bonanza criminal. La macroeconomía parece estable no porque tengamos una economía robusta, sino porque circulan dólares sin declarar. No es un triunfo: es la derrota silenciosa de una nación que se resigna a que su motor económico sea la cocaína. Mientras el peso permanezca artificialmente apreciado y la violencia siga deteriorando el ambiente de inversión, no habrá condiciones favorables para construir una economía sostenible.

Simón Gaviria

Raro en la nube

El cierre del Acuerdo Marco de Precios de Nube Pública IV (CCE-241-AMP-2021) representa, sin lugar a dudas, una de las decisiones más incomprensibles en la política reciente de compras públicas. Colombia Compra Eficiente había anunciado, tras las observaciones de la Procuraduría y de la ciudadanía, que el camino lógico sería prorrogar el acuerdo vigente mientras se ajustaba el proceso. Sin embargo, el 1 de septiembre, en contravía de su propia narrativa, mediante un escueto comunicado, anunció la terminación definitiva. El resultado es dejar a cientos de entidades públicas sin un canal ágil para adquirir servicios de nube pública, uno de los insumos más utilizados para datos en el Estado contemporáneo. Todo muy raro.

El impacto fue inmediato: ministerios, hospitales, universidades públicas, superintendencias y alcaldías que dependían de este acuerdo, ahora deben recurrir a engorrosas licitaciones individuales. Llama la atención que días antes del vencimiento del acuerdo marco, se expidió una Directiva presidencial invitando a entidades nacionales a contratar los servicios de tecnología a través de Internexa, entidad mixta que permite hacerlo de manera directa.

 

La estructuración de cada proceso individual puede tomar meses, elevar costos, reducir la competencia, y lo más grave, exponer a las entidades a riesgos de interrupción tecnológica en áreas críticas: la historia clínica digital, la nómina estatal, la justicia en línea, el recaudo tributario, entre otros. Es un retroceso significativo al ser este un servicio que se beneficia de economías de escala.

El contraste internacional no podría ser más evidente. Chile Compra ha consolidado su transición a la nube, mediante acuerdos marco, sin disrupciones. La Comisión Europea firmó contratos marco plurianuales con proveedores de nube para garantizar continuidad con diversificación tecnológica. Incluso en Estados Unidos, donde la competencia es feroz, se han creado instrumentos como “Cloud Smart” que dan estabilidad jurídica, mientras se avanza en la transición digital. En Colombia, en cambio, se eligió la ruta de la improvisación sobre la certeza.

Frente a este giro sorpresivo, resulta inevitable preguntarse: ¿por qué una entidad que había anunciado públicamente la necesidad de prórroga opta, de un día para otro, por el cierre definitivo? ¿Hubo presiones políticas? ¿Se intentó debilitar a ciertos proveedores en medio de tensiones geopolíticas con el gobierno de Trump? ¿Se buscaba abrir espacio a jugadores europeos o asiáticos? Si la intención era reconfigurar el ecosistema de la nube pública en el país, se escogió el peor camino: sacrificar la continuidad de la transformación digital del Estado. No es claro que se recibe a cambio.

Es legítimo exigir mayor diversidad de proveedores, reglas más claras y evaluaciones periódicas en los acuerdos marco, pero una entidad cuya misión es ofrecer certeza, transparencia y eficiencia no puede cambiar las reglas cuando el partido está en juego. Lo extraño es que, en lugar de corregir sobre la marcha, se dejó al país en el limbo.

Cuando la nube pública se oscurece de esa manera, uno tiene derecho a sospechar que detrás de la tormenta hay más que errores técnicos: decisiones que no terminan de explicarse. Ojalá esto no termine en rayos y centellas.

Simón Gaviria

En defensa de la Corte

En medio de la polarización, hay un poder que demuestra que el país no está huérfano de contrapesos: la Corte Constitucional. No solo desmonto varios intentos del gobierno por expandir su poder, sino que también reafirmo su papel como garante de derechos ciudadanos. El hecho que algunas sentencias coincidan con el ejecutivo no la convierte ni en su cómplice ni en su servidora. Argumentar que los magistrados están expuestos a ser cooptados con dádivas o favores estatales es irresponsable. La Corte Constitucional con hechos ratifica que no está dispuesta a prestarse para un rompimiento institucional.

En el rechazo al Estado de Conmoción Interior decretado en el Catatumbo el pasado enero, la Corte reconoció la gravedad de la crisis humanitaria en la región, pero dejó claro que no toda emergencia social, por seria que sea, justifica la suspensión de las reglas democráticas. En un país en donde la tentación autoritaria suele disfrazarse de “emergencia”, esta decisión constituyó un acto de responsabilidad institucional. Nos blinda frente a la tesis que a través de un decreto de conmoción interior se pueden aplazar elecciones.

 

El mensaje se repite en otras decisiones: varios decretos legislativos expedidos bajo la figura de emergencia se cayeron por vicios de forma, como la omisión de la firma de todos los ministros, lo cual evidencia falta de voluntad política de la Corte para enmendar las equivocaciones del gobierno. La Corte tumbó la expropiación administrativa incluida en el Decreto 108 de 2025 donde el Ejecutivo intentó, aprovechando la coyuntura, introducir por vía excepcional un cambio estructural en materia de propiedad rural. La Corte respondió con contundencia: los estados de excepción no son cheques en blanco para alterar derechos como la propiedad privada.

Lo mismo ocurrió en decisiones clave como la Contribución Nacional de Valorización en el Plan Nacional de Desarrollo, la anulación de normas tramitadas violando el principio de publicidad, o la sentencia sobre la intervención a la EPS Sanitas. Los ejemplos de independencia son tantos que se escucha al presidente querer una nueva constituyente porque sus reformas no avanzan,

Quienes critican a la Corte por “obstaculizar” las “reformas” del Ejecutivo olvidan su función esencial: evitar que, bajo la bandera del cambio, se desfigure el pacto constitucional. La democracia no se mide por la velocidad con la que un gobierno impone su programa, sino por la solidez de los contrapesos que evitan abusos de poder. La Corte solo le tiene lealtad a la Constitución.

Eso sí, la Corte puede coincidir con el gobierno, y no todas sus decisiones tienen que alinearse con una visión de extrema derecha para ser legítimas, como alegan sus contradictores.  Su función no es bloquear sistemáticamente al ejecutivo, sino garantizar que cualquier decisión, por transformadora que sea, respete el marco constitucional.

En un país donde las instituciones han sido erosionadas tantas veces, la Corte Constitucional representa el dique que contiene el desbordamiento de poder por parte del Ejecutivo. Su independencia es hoy uno de los principales activos de la democracia colombiana. Defenderla no es un capricho jurídico, sino una necesidad política: sin Corte, no hay límites. Y sin límites, no hay República.

Simón Gaviria

Monopolio de refinación

Colombia presume de tener un mercado de combustibles “liberalizado”, pero en la práctica mantiene un monopolio de refinación en manos de Ecopetrol. Con una capacidad de 420 mil barriles diarios, la empresa estatal concentra prácticamente el 100% de la refinación nacional. Aunque existen micro-refinerías privadas, su participación es funcionalmente irrelevante. El esquema actual de precios, diseñado con el objetivo de generar ingresos para la nación a través de Ecopetrol, suele ceder ante las presiones del populismo. El gran damnificado de esta posición es el consumidor colombiano. La libertad económica sería la mejor solución.

Según cifras de la Agencia Internacional de Energía, el margen de refinación en Estados Unidos ronda los USD 8 por barril, mientras que en Colombia se ubica en casi USD 14. Esta diferencia encarece la gasolina, el diésel y otros insumos clave para la industria. Hoy, mover un galón de diésel en Colombia cuesta, en promedio, un 25% más que en Chile y 40% más que en Estados Unidos, pese a que somos productores de crudo. Esta ineficiencia dictada por regulación afecta directamente la competitividad de la economía. Si no se permite la libertad de precios, por lo menos, debería incorporarse el costo real de la refinación local. Sin competencia genuina, nadie invertirá en el país. 

 

Paradójicamente, el precio interno de los combustibles se calcula como si se importaran desde el Golfo De México (precio Platts), sumando transporte, impuestos y márgenes. Esto en teoría buscaba reflejar unos precios eficientes ya que la libertad a terceros a importar combustibles suponía una disciplina de precio para Ecopetrol. No se reconocerían las eficiencias de producir localmente generando valor agregado para el crudo nacional, logrando combustible innecesariamente mas caro para el consumidor. Estas rentas extraordinarias se trasladarían vía dividendos a Min Hacienda a través de Ecopetrol. En papel bien, pero en la realidad no ocurre.

Los datos son contundentes: el déficit del Fondo de Estabilización de Precios de los Combustibles superó los USD 11.000 millones en 2023. Este hueco fiscal no solo presiona las finanzas públicas, sino que se agrava al operar en un mercado cerrado e ineficiente. La posición dominante de Ecopetrol garantiza un monopolio que impide mejorar los costos de producción. Estamos en el peor de los mundos, combustibles caros y déficit fiscal.

En México, tras abrirse el sector, autorizaron más de 15 proyectos privados de refinación, aumentando la capacidad instalada en un 20% en seis años. En Perú, las refinerías privadas mejoraron la calidad de los combustibles. En Brasil, se redujo los precios de refinación en un 15% en cinco años. En España, la liberalización atrajo más de EUR 6.000 millones en inversiones para modernizar plantas. Este no es un debate ideológico, sino económico, es raro que la economía de mercado funcione para todo menos para refinación.

Ahora la gran defensa del monopolio es de “sostenibilidad” para garantizar la inversiones de “USD de 1,200 millones” para lograr el estándar Euro VI. Con el monopolio de refinación, Colombia seguirá pagando combustibles más caros, sosteniendo un déficit fiscal innecesario y retrasando su transición energética. Romper este monopolio no es un riesgo, es una necesidad impostergable.

Simón Gaviria

La paz del 2016 ya no existe

Aunque durante años se presentó el Acuerdo de Paz de 2016 como un punto de inflexión histórico, los datos muestran otra historia. La tasa de homicidios, que en 2016 era de 24,4 por cada 100.000 habitantes, se ubicó en 26,1 en 2023. Algunos departamentos clave para el proceso, como Cauca, Nariño y Norte de Santander, superan los 50 homicidios por cada 100.000 habitantes. La reducción de violencia no fue ni duradera ni sostenida. La Defensoría del Pueblo reporta más de 560 masacres entre 2016 y 2024, así como el asesinato de más de 1.100 líderes sociales en el mismo periodo. El más reciente, la de Miguel Uribe Turbay, nos ratifica que en la Colombia actual se mata por pensar diferente. Sino se hace algo pronto, el Acuerdo de Paz no solo será un fracaso: será irrelevante para el futuro.

La expansión territorial de grupos armados ilegales evidencia un retroceso en el control del Estado. Entre 2016 y 2023, el número de municipios con presencia de disidencias de las FARC aumentó de 33 a 164, mientras que el ELN pasó de 99 a 168. Los corredores estratégicos del Caribe y el Pacífico registraron un crecimiento del 212% en presencia de actores criminales, generando un efecto de “repartición criminal” que contradice los objetivos iniciales de desmovilización. Los espacios territoriales dejados tras la firma del Acuerdo no fueron ocupados de forma efectiva por el Estado.

 

En cuanto a justicia, de los más de 13.200 comparecientes ante la Jurisdicción Especial para la Paz, solo 14 han recibido una resolución de fondo, mientras que el 89% de los expedientes permanece en etapa preliminar. Menos del 2% de las audiencias programadas derivaron en decisiones sancionatorias, y la congestión mina la credibilidad del sistema. Las investigaciones sobre reincidencia armada han judicializado apenas a 12 personas, pese a que la Defensoría del Pueblo ha identificado más de 3.500 integrantes de estructuras disidentes.

El impacto presupuestal tampoco refleja avances significativos. Entre 2017 y 2023 se han invertido más de 65 billones en la implementación de la paz, pero el 68% se ha concentrad en programas operativos y logísticos, mientras que los proyectos de transformación territorial apenas avanzan. Hasta ahora es una paz de consultores, una paz de Power Point. Los 170 municipios priorizados por los PDET mantienen un índice de pobreza multidimensional superior al 38%, sin reducciones significativas desde 2016. El cronograma de inversiones, que es el componente menos polémico del Acuerdo, nunca se materializó.

En síntesis, aunque el Acuerdo permitió la desmovilización parcial de un grupo armado, no se tradujo en mayor seguridad, justicia ni transformación territorial duradera. Más allá del discurso, los objetivos de estabilidad y desarrollo no se cumplieron, y su relevancia como instrumento de política pública ha disminuido. Los datos muestran que la paz, materializada en cifras, no fue. Ver el estancamiento de la tasa de homicidio es lejos de un logro. Con nuevas dinámicas de violencia teniendo otros orígenes, se ratifica el temor de la irrelevancia del acuerdo. La tesis de generosidad con los delincuentes del actual gobierno no solo nos regresó al asesinato político, sino que ahora volvemos a los carros bomba. El fracaso en seguridad es total.

Simón Gaviria

Recesión en inversión

La inversión en Colombia o formación bruta de capital fijo total cayó al 17,1% del PIB en el 2024, un nivel insuficiente para que la economía crezca con dinamismo. El nivel promedio desde los 60s oscila entre el 19-20% del PIB, pre-pandemia la cifra esta en el rango 20-22% del PIB. La cifra podría parecer técnica, pero detrás hay un mensaje claro: el país está dejando de sembrar para el futuro.  Hoy solo hemos retrocedido, no por azar, sino por decisiones que minaron la confianza. Tras un periodo restringido por el Covid mas la incertidumbre de Petro, serian mas de siete anos sin inversión contundente en el país. Ahora hay que volver a poder decir que el progreso también es un propósito de Colombia.

La inversión extranjera directa (IED) sumó en 2024 apenas US$13.800 millones, un 19% menos que en 2022. De ese monto, el 42% fue a hidrocarburos y minería. Pese a la retórica oficial de “transición energética”, son estos sectores los que siguen sosteniendo la entrada de dólares. Pero incluso ahí el capital llega con cautela: la incertidumbre sobre nuevos contratos de exploración mas el vaivén de regulaciones ambientales ahuyentan proyectos. Pasamos a importar gas.

 

El 23% de la IED fue al sector financiero, mientras que manufactura, agroindustria, y tecnología recibieron en conjunto menos del 20%. En la práctica, el país está dejando escapar oportunidades de diversificación productiva por una mezcla de improvisación regulatoria y mensajes hostiles hacia la empresa privada.

Hay excepciones: la inversión en tecnologías de la información creció 14%, y las energías renovables comprometieron US$1.200 millones. Pero buena parte de esos proyectos enfrenta retrasos por trámites y licencias que el gobierno no ha sabido agilizar.

La foto negativa está en los sectores que deberían ser motores de empleo. La industria manufacturera vio caer la inversión un 11%, la agroindustria un 9%. En el agro, la inseguridad jurídica sobre la tierra y la falta de infraestructura han sido agravadas por discursos que demonizan a los grandes productores, justo cuando se necesita inversión para modernizar y exportar.

En infraestructura, los cierres financieros de nuevos proyectos se han ralentizado. Las concesiones 4G y 5G avanzan por inercia, pero la falta de una política de Estado coherente y estable frena nuevas apuestas. La inversión pública, en lugar de compensar la debilidad privada, se diluye en gasto corriente.

Mientras tanto, nuestros vecinos nos superan: Chile invierte el 22% de su PIB, Perú el 21%, y Vietnam supera el 30%. La diferencia no está en la suerte, sino en las reglas claras. Allá, el inversionista sabe a qué atenerse; aquí, debe leer el diario cada mañana para saber si todo cambió. La receta actual de más incertidumbre, más improvisación y menos inversión esta logrando crecimiento anémico, empleo precario, y pobreza persistente.

Invertir es un acto de fe. Cuando el gobierno envía mensajes contradictorios, cambia las reglas sobre la marcha o legisla desde el prejuicio ideológico, el capital simplemente busca otras tierras. Si no entendemos esto, no necesitaremos una gran crisis para estancarnos: bastará con seguir administrando la desconfianza. Las elites de las minorías son muy importantes, pero en teoría el bien general debe primar sobre el particular.

Simón Gaviria

Derrota en salud

En política, como en ajedrez, no todo se define con un jaque mate ruidoso. A veces una pieza menor, inteligentemente movida, desmonta una ofensiva. Eso es lo que acaba de ocurrir con la Reforma a la salud del gobierno Petro que hoy naufraga hacia su fin. El artífice silencioso de ese derrumbe tiene nombre propio: Miguel Ángel Pinto. Su victoria en la presidencia en la comisión de salud da casi por cierto que la versión maximalista de la reforma a la salud esta derrotada. Frente al fracaso, el Min Salud no tuvo otra opción que expedir el Decreto 0858 de 2025, una norma que busca implementar las reformas que el congreso no va a aprobar. Una plegaria ilegal que sin duda finalizara en las manos de la corte constitucional.

El Gobierno expidió el “decretazo” en un momento de debilidad política. La narrativa oficial hablaba de urgencia normativa, de necesidades estructurales del Estado, de reformas postergadas por el Congreso. Un profundo afán del gobierno de volver a la época del Seguro Social. Pero detrás del ropaje jurídico se escondía una maniobra riesgosa: legislar sin Congreso en temas que exceden, por mucho, los límites constitucionales de facultades extraordinarias. El Ejecutivo confundió temporalidad con amplitud, urgencia con arbitrariedad.

 

Desde su expedición, el Decreto mostró grietas jurídicas evidentes: invadía competencias del Legislativo, creaba figuras administrativas sin fundamento legal previo, y modificaba el estatuto orgánico de varias entidades sin que el Congreso hubiera renunciado explícitamente a su potestad. El Decreto 0858 no solo es inconstitucional por invadir competencias, sino que fractura el principio de separación de poderes.

Lo que pocos anticiparon fue que la impugnación más efectiva contra la reforma no vendría de los estrados, sino del mismo Congreso. Pinto, un senador sobrio con olfato para la oportunidad, comprendió que el mejor antídoto contra el abuso normativo no es el ruido, sino la precisión. Sin recurrir al escándalo mediático, un grupo de ocho senadores derroto al gobierno sin que este se diera cuenta de la aspiración. La Comisión VII entendió que un gobierno que legisla sin controles, abre el paso a un gobierno sin límites. Fue una intervención profundamente política: le recordó al país que el Congreso sigue siendo el centro del equilibrio democrático.

Pinto ganó el pulso sin estridencia, con método. Hizo lo que muchos olvidan: defender al Congreso desde la Constitución. Mientras el Gobierno apostó por la velocidad y la unilateralidad, ellos apostaron por el rigor y el consenso. Hoy, el país comienza a comprender que no fue solo una reforma que fracasó: fue un modelo de poder sin frenos, al que las instituciones le dijeron basta. Y así, una norma que quiso parecer inevitable terminó siendo insostenible.

Esto no nació de un pulso de poder o un sentir político, sino de la convicción que nace al ver una esposa sufrir un cáncer. Millones de médicos y pacientes vivirán agradecidos con aquellos senadores que legislan a favor de ellos. Puede que algunos le compren la conciencia, pero el fracaso del modelo de salud que esta matando profesores cada vez es más improbable. Para sorpresa de muchos, las instituciones colombianas si sirven y vale la pena defenderlas.

Simón Gaviria

La pobreza monetaria de Petro

Gustavo Petro llegó al poder prometiendo justicia social, una transformación estructural para los más humildes. El gobierno celebra una caída en la pobreza monetaria que según el DANE en el 2024 cayó al 31,8 %, una disminución de 2,8 puntos frente al año anterior. En teoría, 1,27 millones de personas salieron de la pobreza, pero conviene matizar el entusiasmo. Porque si el cambio no se debe al gobierno, sino a factores externos, entonces estamos frente a un progreso accidental, no estructural. Lo logros causados por un déficit fiscal superior al 7% son poco probables que duren en el tiempo.

El propio DANE acusa que los subsidios gubernamentales no contribuyeron a la reducción de la pobreza. Es una afirmación demoledora: el sistema de protección social no solo fue insuficiente, sino ineficaz. En vez de enfocarnos en ayudar a los mas pobres, el temor es que las ayudas estén enfocadas en ayudar a simpatizantes estatales que no son los mas necesitados.

 

En campaña se prometió una renta básica universal de $500.000 mensuales. Sin embargo, la cobertura apenas llegó al 30% de los hogares pobres, con retrasos superiores a tres meses. A la fecha, más de 4 millones de personas que estaban cubiertas por Ingreso Solidario quedaron por fuera del sistema. Mientras tanto, la informalidad supera el 56 %, el desempleo se concentra en jóvenes y mujeres, y el gasto público en inversión social efectiva disminuyo en términos reales.

Se prometió el “perdón total de deudas del ICETEX”, pero lo que ocurrió fue una reestructuración parcial al 6% de los deudores. También se prometió un aumento histórico en cobertura universitaria, pero en universidades públicas apenas creció un 2,3%, mientras que la deserción subió por tercer año consecutivo. El Min Educación anunció en 2023 que entregaría 1.200 colegios nuevos o mejorados; a la fecha, según datos de FECODE, menos del 10% de esos proyectos están en funcionamiento.

La pobreza monetaria sigue siendo dramáticamente desigual. En zonas rurales, es del 42,5 %. La pobreza extrema rural, del 21,8 %.  La reforma agraria, bandera central del discurso presidencial, también quedó en deuda. Aunque se prometió entregar 3 millones de hectáreas en cuatro años, apenas se han formalizado poco más de 160.000 hectáreas hasta mayo de 2025. A esto se suma que el programa de compras de tierras productivas esta plagado de inconsistencias. Las regiones más atrasadas de Colombia siguen recibiendo solo el 8,3% en inversión del presupuesto total. Los datos reflejan que el progreso no ha sido ni equitativo ni sostenido.

Se ofreció una revolución social que privilegia la narrativa sobre los resultados, el voluntarismo sobre la gestión, y la ideología sobre la evidencia. El gobierno podrá atribuirse el mérito, pero los datos cuentan otra historia. Hoy, ese precio lo están pagando en silencio desde los márgenes, sin empleos formales, educación de calidad, o servicios públicos eficientes. No creo que haya falta de voluntad: las malas ideas, con mala ejecución, simplemente no salen bien. Factores externos como el dinamismo de las remesas, el precio del oro, el precio del café y le economía global alivian los malos cimientos. Mientras sigamos confundiendo resultados con intenciones, seguiremos celebrando estadísticas sin resolver problemas.

Los retrocesos en la seguridad con Petro

Hay fracasos que se pueden maquillar con narrativa, otros, simplemente, se niegan. Pero hay uno que ya nadie puede esconder: el monumental fracaso en materia de seguridad del gobierno de Gustavo Petro. Colombia vive hoy la crisis de seguridad más profunda de las últimas dos décadas. Más allá de las estadísticas, lo que está ocurriendo en el país es una pérdida real del monopolio de la fuerza, de la autoridad legítima del Estado y, lo más peligroso, de la confianza ciudadana. Sabiendo que la Paz Total va a fracasar, recomponer la seguridad será el mayor reto para el próximo gobierno. En este tema nadie puede argumentar querer continuidad.

Desde que Petro asumió el poder, el control territorial de grupos armados ilegales ha aumentado en al menos 142 municipios, según informes independientes. Hoy tenemos más de 30 estructuras criminales activas, incluyendo disidencias, ELN, Clan del Golfo, carteles mexicanos y mafias locales, disputándose corredores estratégicos sin mayor control estatal. En 2024, Colombia fue el segundo país del mundo con más desplazamientos forzados internos, solo detrás de Sudán. Y el primer semestre de 2025 cerró con una masacre cada 36 horas, mientras los secuestros aumentaron un 81%.

 

Todo esto ha ocurrido mientras el gobierno insistía en su política de “Paz Total”, un concepto ambiguo, sin verificación, sin exigencias ni cronogramas. Un cheque en blanco a criminales, disfrazado de buena voluntad. Se negoció sin poder, se cedió sin condiciones y se debilitó a las Fuerzas Armadas en su moral, su accionar y su legitimidad. La retirada del Estado en regiones críticas fue sistemática. Se desmontaron operativos, se congelaron ofensivas, se desfinanciaron capacidades. En muchas zonas, la seguridad fue entregada a consejos comunitarios que, aunque bien intencionados, no pueden enfrentar fusiles ni redes de narcotráfico. En otras, simplemente no hay presencia. La consecuencia fue la militarización criminal de territorios rurales donde el Estado ya no es ni siquiera un rumor.

Pero el deterioro no es solo territorial. También es institucional. Se ha perseguido a la Policía, judicializado a militares, insultado públicamente a quienes arriesgan su vida en defensa de los demás. Al tiempo, se ha romantizado al victimario, normalizado la extorsión, minimizando la violencia como si fuera un fenómeno estructural inevitable. El Estado protege a sus amigos, dejando desprotegidos a sus contradictores.

Esta estrategia no solo ha fracasado: ha profundizado el problema. El Estado no puede negociar su propia desaparición. Sin seguridad, no hay justicia social, ni educación, ni salud, ni democracia posible. Un Estado que no garantiza orden, pierde el derecho a gobernar. Petro ha querido redefinir la seguridad como un concepto moral, cuando es ante todo una función constitucional. Ha querido convertir a las Fuerzas Armadas en actores sociales, cuando su misión es garantizar la soberanía, el orden y la protección de los ciudadanos. Se ha confundido paz con claudicación.

Colombia no puede seguir perdiendo vidas, territorios y futuro. Es hora de reconstruir un consenso nacional por la seguridad, más allá de elecciones o cálculos. Porque sin orden, no hay país. Pensábamos que habíamos logrado la paz, pero demasiado rápido se volvió a desmoronar.

Simón Gaviria

Colombia sin alas

En un país de cordilleras, selvas y costas lejanas, el transporte aéreo no es un lujo sino una necesidad estratégica. Pero Colombia, pese a su geografía y ambición internacional, no tiene aún una estrategia aeroportuaria del siglo XXI. Los aeropuertos crecen por inercia, no por visión; se amplían por congestión, no por planificación. Mientras otros países entienden sus aeropuertos como nodos logísticos para desarrollo regional, Colombia sigue atrapada en concesiones fragmentadas y decisiones reactivas.

El caso más evidente es El Dorado que, aunque tiene el mayor tráfico de carga en América Latina y es primero en pasajeros dentro de Colombia, ya opera por encima de su capacidad. En 2024, movilizó más de 45 millones de pasajeros, cuando su infraestructura fue diseñada para 35 millones. La saturación se siente en cada cola, en cada retraso, en cada sala improvisada. Y lo preocupante no es solo Bogotá: Rionegro, Cali, Cartagena, Barranquilla y Bucaramanga han tenido crecimientos de tráfico de entre el 20% y el 30% en los últimos cinco años, sin una modernización proporcional. En muchos casos, ni siquiera hay planes maestros actualizados.

 

Colombia cuenta hoy con 16 aeropuertos internacionales habilitados, pero solo tres de ellos reciben tráfico regular de más de diez aerolíneas. El 80% del tráfico aéreo se concentra en seis terminales, mientras más de 70 aeropuertos operan con menos de cinco vuelos diarios. Esto refleja no solo un desequilibrio en la red, sino la falta de una visión de conectividad inteligente. Países como Chile, México y Perú han logrado concentrar inversión y planificación en aeropuertos ancla que actúan como polos de desarrollo. En contraste, Colombia dispersa recursos y esfuerzos sin priorización.

La logística aérea de carga tampoco despega. A pesar de tener una posición privilegiada en el hemisferio, Colombia apenas moviliza 750 mil toneladas de carga aérea al año, frente a los más de 3 millones de México o los 2,4 millones de Brasil. El Dorado concentra más del 90% de esa carga porque no hay verdaderas capacidades en las regiones,  la intermodalidad es inexistente. El potencial agroexportador del Eje Cafetero o los Llanos se queda en tierra por falta de conectividad aérea eficiente.

Terminales como los de Armenia, Quibdó o Yopal podrían convertirse en centros regionales con vuelos punto a punto si hubiera una estrategia de aeropuertos secundarios. Se prioriza lo rentable en el corto plazo sobre lo transformador en el largo, no hay estímulos efectivos para nuevas rutas. A esto se suma el rezago tecnológico, según IATA, estámos por debajo del promedio regional en digitalización de procesos. El chequeo biométrico, el autoservicio y la trazabilidad digital de equipaje apenas se están implementando.

Colombia necesita pensar sus aeropuertos como un sistema, no como una lista. Un país que quiere estar en la economía global no puede tener aeropuertos del siglo XX. Eso requiere inversión, pero sobre todo requiere planificación. El Plan Nacional de Desarrollo menciona el transporte aéreo 17 veces, pero no presenta una hoja de ruta clara. No basta con ampliar salas de espera: se necesita una estrategia de conectividad aérea que deje de pensar en vuelos para pensar en redes.

Simón Gaviria Muñoz

Colombia rezagada

Durante buena parte de la década pasada, Colombia fue considerada una de las economías más dinámicas de América Latina. Su marco fiscal institucionalizado, una banca sólida, inflación controlada y apertura comercial sostenida, le dieron un perfil confiable en la región. Sin embargo, en los últimos cinco años, esa narrativa ha cambiado. Colombia ya no lidera: rezaga. Su crecimiento es inferior al regional, la inversión se contrajo, la productividad estancada, y la incertidumbre política cobrando una factura más alta de lo esperada.

Las cifras son elocuentes. Según el FMI (World Economic Outlook, abril 2025), Colombia crecerá solo 1,5% en 2024, muy por debajo del promedio de América Latina y el Caribe, estimado en 2,1%. Países con marcos institucionales más débiles, como Bolivia (2,5%) o Paraguay (3,8%), superan a Colombia. Incluso economías de mayor tamaño como Brasil (2,2%) y México (2,4%) muestran mayor dinamismo. Entre 2023 y 2025, el crecimiento acumulado de Colombia sería el más bajo entre las seis principales economías de la región, si se excluye a Argentina.

 

El rezago colombiano no es solo cíclico, sino estructural. La inversión privada cayó 7,7% en 2023, no da señales de recuperación sostenida. La inversión extranjera directa se ha concentrado en sectores extractivos, sin dinamismo en manufactura ni servicios avanzados. La tasa de inversión como porcentaje del PIB es del 18,5%, inferior al 22% que tenía el país en 2014, y lejos del 24% requerido para sostener un crecimiento de 4% anual.

En paralelo, la productividad laboral de Colombia crece al 0,4% anual, según el Banco Mundial, muy por debajo de Chile (1,2%) o Perú (0,9%). La informalidad laboral supera el 58% y la calidad del empleo urbano ha deteriorado la capacidad de generación de clase media. El rezago en infraestructura, la tramitología para emprender y la desconexión entre educación y mercado laboral agravan el cuadro.

Colombia también ha perdido tracción en competitividad. En el Índice de Competitividad Global 2024 del IMD, el país cayó cinco puestos, ubicándose en el puesto 61 de 67 economías. Los factores que más contribuyeron a la caída fueron eficiencia gubernamental, atractivo del entorno regulatorio y percepción de riesgo político. Mientras países como Uruguay, Costa Rica o República Dominicana avanzan en reformas estructurales o atracción de nearshoring, Colombia aparece estática y enredada en debates ideológicos.

El entorno fiscal tampoco ayuda. El alto déficit estructural y el crecimiento de la deuda han elevado la prima de riesgo. Los TES a 10 años cotizan con una tasa cercana al 10%, mientras México se financia por debajo del 8% y Perú cerca del 7%. Esto encarece la inversión pública y reduce el margen para políticas contracíclicas. La política monetaria, aún contractiva, refleja la necesidad de defender la credibilidad frente a una inflación que tardó más de lo previsto en ceder.

Colombia está pagando el precio de la incertidumbre institucional, la falta de reformas productivas, y la desconexión entre discurso político y confianza empresarial. El país no necesita una nueva ideología económica, sino un rumbo claro. Recuperar el liderazgo regional tomará tiempo. Pero el primer paso es reconocer que lo hemos perdido. La economía colombiana no está condenada al rezago, está siendo mal administrada.

Simón Gaviria Muñoz

Fútbol sin sistema

Colombia ha sido, históricamente, una cantera inagotable de talento futbolístico. De James Rodríguez a Linda Caicedo, de Lucho Díaz a Yoreli Rincón, las historias de superación individual brillan en medio de una estructura que sigue anclada en el pasado. El problema no es la falta de jugadores, es la falta de sistema. El fútbol colombiano necesita una transformación urgente si quiere ser competitivo a nivel internacional, rentable como industria, y sostenible como motor social. Tiene que dejar ser meramente una expresión deportiva para ser mas bien un motor de desarrollo.

Según la FIFA, Colombia ocupa el puesto 15 en exportación de futbolistas a nivel mundial. En 2023, más de 420 jugadores colombianos militaban en ligas extranjeras. Sin embargo, ese éxito individual contrasta con el estancamiento del fútbol local. La liga masculina no figura entre las 10 más valiosas de América (según Transfermarkt), y la asistencia promedio a los estadios cayó un 28% entre 2015 y 2023. En la liga femenina, la situación es más preocupante: apenas dura cinco meses al año, sin continuidad ni garantías contractuales mínimas.

 

La industria futbolística colombiana opera bajo un modelo semiamateur: solo 6 de los 36 clubes profesionales en 2023 generaron utilidades. La mayoría depende de la venta ocasional de jugadores o del patrocinio político. En contraste, clubes como Palmeiras o Monterrey cuentan con departamentos de innovación, tecnología aplicada al rendimiento, y gestión financiera profesional. El fútbol ya no es solo táctico, es big data también.

El futuro del fútbol colombiano exige una nueva gobernanza. Hoy, la Dimayor y la Federación Colombiana de Fútbol funcionan como estructuras cerradas, con poca transparencia, y baja modernización. Mientras países como Argentina, México o Ecuador reformaron sus ligas, Colombia mantiene un torneo arcaico, sin incentivos reales al juego ofensivo ni a la formación de canteras. Se mantiene una mentalidad ganadera de comprar barato y vender caro.

El futuro es el mercadeo, los contratos de televisión/streaming, y las redes sociales. Urge una reforma de fondo: Una liga profesional femenina con inversión privada; un estatuto del futbolista que garantice seguridad social, pensiones y derechos laborales; un sistema de licenciamiento de clubes que promueva infraestructura y divisiones menores incluyendo una categoría C; un plan nacional de formación de entrenadores, con foco en pedagogía, psicología deportiva y análisis de datos; inversión en centros de alto rendimiento regionales, conectados con ligas escolares. Hay mucho por hacer.

En vez de celebrar una hazaña cada cuatro años, debemos construir un ecosistema que produzca resultados sostenibles. Países con menor población como Uruguay o Ecuador han logrado modelos exportables. La clave ha sido unificar talento, ciencia y estructura. Colombia tiene 12 millones de jóvenes entre 5 y 17 años.  El talento ya lo tenemos, lo que falta es dirección. Si no reformamos hoy, seguiremos viendo cómo nuestros mejores jugadores triunfan en Europa mientras nuestros estadios se vacían y nuestros clubes se endeudan. El futuro del fútbol colombiano no depende del próximo técnico de la selección. Depende de que entendamos que el fútbol es industria, movilidad social, cultura, y oportunidad de país.

Simón Gaviria Muñoz