La reciente descertificación de Colombia por parte de Estados Unidos en materia de lucha contra las drogas, propia de los modelos neocoloniales, no debe verse como una sanción diplomática. Más bien se abre una valiosa oportunidad para colocar en la agenda internacional un debate impostergable. Se trata de la necesidad de avanzar hacia la legalización y regulación de las drogas, en especial de la cocaína, como mecanismo para contrarrestar su proliferación, el daño ambiental y su innegable vinculación a la violencia armada que sacude a Colombia, a la región andina, a Centroamérica y el Caribe
Durante décadas la política de certificación estadounidense ha estado ligada a una estrategia fallida basada en la represión a los cultivadores de coca, la militarización de los territorios y la persecución punitiva. Los resultados son evidentes. Miles de campesinos y campesinas siguen atrapados en la economía ilícita, la violencia armada se recicla periódicamente, las mafias del narcotráfico se adaptan con mayor sofisticación y con tecnología importada, y los daños a la sociedad y al medio ambiente se multiplican sin control.
En este contexto hay quienes siguen clamando por volver al uso indiscriminado del glifosato en fumigaciones aéreas, que causan un grave deterioro ambiental. La contaminación de fuentes hídricas, la pérdida de biodiversidad y los impactos en la salud de las comunidades rurales han sido documentados durante años. Lejos de resolver el problema de los cultivos ilícitos, esta práctica profundizó la crisis humanitaria y ecológica, dejando a su paso suelos infértiles, enfermedades respiratorias y dermatológicas, y un resentimiento social que agudizó la desconfianza hacia las instituciones.
El fracaso de la sustitución voluntaria de cultivos de uso ilícito también debe entenderse dentro de este contexto. Las iniciativas para reemplazar la coca por proyectos productivos alternativos han tropezado con obstáculos estructurales. La oposición constante de sectores económicos rentistas de la tierra ha bloqueado la posibilidad de una verdadera reforma rural. A esto se suma la aún insuficiente inversión estatal en recursos para hacer productivo el campo, garantizar acceso a crédito, vías, asistencia técnica y mercados. Sin estas condiciones las comunidades rurales han seguido atrapadas en los cultivos de coca para fines ilícitos como única opción de subsistencia, perpetuando el círculo de ilegalidad y violencia.
Además de los factores estructurales, existen dificultades culturales, económicas y tecnológicas que limitan la posibilidad de que millones de campesinos y campesinas rompan con la dependencia del cultivo de coca. En muchos territorios el cultivo de coca es un saber acumulado y transmitido por generaciones, un conocimiento práctico que facilita su cultivo en condiciones adversas donde otros productos no prosperan. Económicamente la coca ofrece un ingreso rápido y seguro frente a los largos ciclos de producción de otros cultivos que además carecen de mercados garantizados. Tecnológicamente las comunidades enfrentan carencias en maquinaria, infraestructura de transformación y acceso a la innovación agrícola, lo que impide competir en condiciones de igualdad con la economía ilícita. Esto explica por qué el abandono de la coca no puede plantearse como una decisión voluntaria aislada, sino como un proceso que requiere transformaciones profundas en las estructuras de desarrollo rural y en las políticas estatales.
El narcotráfico mantiene una relación directa con el lavado de activos que penetra los sistemas financieros, con el contrabando y la corrupción que debilita las instituciones democráticas. Está vinculado al tráfico de armas y municiones que alimenta la capacidad bélica de los grupos ilegales y a la trata de personas que convierte la vulnerabilidad en mercancía. Se articula también con la minería ilegal que devasta ríos y territorios, con la deforestación que destruye ecosistemas vitales y amenaza la Amazonía, y con el tráfico de especies protegidas que empobrece la biodiversidad.
La muerte sistemática de líderes y lideresas sociales que luchan por la tierra, el medio ambiente y la paz constituye una tragedia nacional que evidencia la estrecha relación entre el narcotráfico, las economías ilegales y el silenciamiento de las voces comunitarias. Todos estos factores son motores de violencia regional, de altas tasas de asesinatos y desapariciones forzadas, de violaciones sistemáticas a los derechos humanos y de la perpetuación de la pobreza multidimensional en amplias zonas del país
Los informes oficiales y académicos coinciden en señalar que la guerra contra las drogas ha fracasado. Pese a las inversiones multimillonarias de Estados Unidos en programas como el Plan Colombia y sus sucesores, las hectáreas cultivadas con coca no han desaparecido, la producción global de cocaína ha aumentado y los grupos armados encuentran en esta economía ilegal un combustible para perpetuar el conflicto.
La descertificación puede entenderse entonces como un punto de inflexión. Lejos de aceptar pasivamente una política impuesta, Colombia puede asumir un liderazgo internacional proponiendo un viraje necesario y urgente que lleve a pasar de la represión a la regulación. Así como ocurrió con el debate mundial sobre la marihuana, la cocaína debe discutirse bajo parámetros de salud pública, derechos humanos, reducción de daños y desarrollo alternativo, y no desde la lógica militar y punitiva. Una legalización regulada, acompañada de políticas de prevención y atención al consumo, tendría la capacidad de debilitar los ingresos de las mafias, reducir la violencia en los territorios y abrir nuevas vías de desarrollo para comunidades campesinas e indígenas históricamente estigmatizadas y criminalizadas.
La descertificación debería convertirse en un catalizador de una discusión global que convoque a Naciones Unidas, a la Organización de Estados Americanos, a organismos de salud pública, a expertos académicos y a organizaciones sociales. Colombia no puede ni debe cargar en solitario con el costo de una política fallida que se originó en Washington. El problema es mundial y la solución debe serlo también. Lo que a primera vista parece un golpe diplomático puede transformarse en una oportunidad histórica. El reto consiste en replantear la política global de lucha contra las drogas, abandonar un modelo represivo que ya demostró su ineficacia y abrir paso a un paradigma regulatorio más humano, más justo y más eficaz.
Luis Emil Sanabria Durán
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