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Confidencial Noticias 2025

Etiqueta: Quena Ribadeneira

Prohibir hasta fracasar, la fallida política de drogas de Galán en Bogotá

Carlos Fernando Galán llegó a la Alcaldía de Bogotá prometiendo un cambio en la política de drogas. Durante la campaña se mostró como un liberal garantista, defensor de las libertades individuales y de un enfoque en salud pública basado en la prevención, la educación y la reducción de riesgos. Se comprometió con sus votantes a tratar el consumo desde la salud y no desde la criminalización, a desarticular ollas, a reducir la violencia ligada al microtráfico y a ofrecer tratamientos con enfoque comunitario. La realidad de su gobierno, sin embargo, está en las antípodas de esas promesas.

Hoy Bogotá enfrenta una política de drogas anclada en la vieja receta represiva: comparendos, prohibiciones y militarización del espacio público. Galán ha dilatado por más de 20 meses el decreto que la Corte Constitucional le ordenó expedir para regular el consumo en espacio público. En lugar de cumplir con la sentencia y diseñar medidas proporcionales, técnicas y razonables, sancionó el Acuerdo 983 de 2025, que restringe el consumo en más del 90% de la ciudad. A eso sumó la propuesta de los  “guardianes del orden”, ex militares y policías vigilando parques y calles, un modelo con un altísimo riesgo de abusos y violaciones a los derechos humanos.

 

El discurso de respeto a la institucionalidad también se derrumba cuando se miran las sentencias y lineamientos ignorados. La Corte Constitucional, en fallos como la C-253 de 2019 y la C-127 de 2023, estableció que no puede haber restricciones absolutas al consumo en el espacio público, y que las regulaciones deben tener enfoque de salud pública. El Ministerio de Justicia, en 2024, expidió un protocolo nacional de regulación basado en derechos humanos, reducción de daños y participación ciudadana. Galán no aplicó ese marco, prefirió un modelo de “tolerancia cero” que en la práctica criminaliza al consumidor y lo pone al mismo nivel que el expendedor.

El resultado de esta estrategia no es difícil de anticipar, porque Colombia lleva casi cuatro décadas repitiéndola. Desde el Estatuto Nacional de Estupefacientes de 1986, el país eligió la represión como fórmula. La evidencia es contundente: más cultivos, más tráfico y más consumo. Bogotá no es la excepción. Entre 2016 y 2022, el consumo pasó de 2,5 a 6,2 personas por cada 100 habitantes, un crecimiento de más del 140%. Hoy, cerca de 400 mil personas consumen drogas en la ciudad, de las cuales 30 mil son adolescentes. Lo alarmante es que el 36% de los consumidores, unas 161 mil personas, requieren tratamiento por abuso o dependencia, pero apenas el 1,9% accede a ayuda profesional. No lo hacen porque el sistema de salud no está preparado, porque existe estigma y porque las barreras económicas persisten.

En lugar de invertir en servicios de prevención y acompañamiento, Galán optó por engrosar las cifras de comparendos. En 2024 se impusieron 23.739 sanciones por consumo en espacio público, y en solo los primeros seis meses de 2025 ya van 20.725, lo que equivale al 87% del total del año anterior. Esa persecución desproporcionada no se traduce en menos consumo ni en mayor seguridad, solo en más estigmatización y más conflictos vecinales. Una encuesta de Cifras & Conceptos junto con el Ministerio del Interior revela que el 70% de los bogotanos identifica las drogas como fuente de problemas de convivencia, lo que demuestra que la estrategia no resuelve tensiones, sino que las agrava.

Mientras tanto, el microtráfico sigue expandiéndose. En 2021 se contabilizaban 352 expendios de droga en Bogotá; en 2024 la cifra superaba los 400, especialmente en Bosa, Kennedy y Ciudad Bolívar. La Fundación Paz y Reconciliación ha identificado 196 organizaciones criminales activas, mientras la Fiscalía investiga a 47 por tráfico de estupefacientes. Pese a esa magnitud, los operativos de desmonte han caído en picada: pasaron de 26 en 2023 a apenas 8 en lo corrido de 2025. Lo mismo ocurre con las capturas: de 192 en 2023 a 58 este año. En resumen, la Alcaldía es dura con el débil, pero blanda con las mafias que controlan el negocio.

Las cifras más dolorosas son las que muestran cómo las bandas criminales instrumentalizan a niños, niñas y adolescentes. Bogotá lidera a nivel nacional con 77 casos reportados, el 16% del total del país. Jóvenes entre 14 y 17 años son empujados al microtráfico como escudos legales de las mafias, sin que exista una política seria para ofrecerles alternativas educativas, deportivas o culturales. Mientras tanto, la Secretaría de Seguridad se concentra en operativos de control en parques, como si esa fuera la solución.

Lo paradójico es que sí existen alternativas. Uruguay demostró que la regulación del cannabis puede funcionar con un modelo estatal que incluye cultivo doméstico, clubes y farmacias. Ciudad de México, más cerca de nuestra realidad, estableció zonas de tolerancia cannábica con horarios definidos y reglas claras. Ambos casos muestran que regular no es sinónimo de descontrol, sino de establecer normas para proteger la salud y reducir la violencia. En Colombia urge aprobar la regulación del cannabis adulto, y Bogotá podría liderar con pilotos locales que incluyan clubes cannábicos, zonas de consumo regulado y protocolos policiales ajustados a la Constitución.

La conclusión es clara: la política de drogas de Galán es la caricatura de un liberalismo que en el poder se revela conservador. El Nuevo Liberalismo, partido que levantó banderas progresistas en el pasado, hoy aplica una estrategia represiva que no solo fracasa en su objetivo, sino que además estigmatiza y criminaliza a los sectores más vulnerables de la ciudad. En Bogotá se persigue al consumidor visible, muchas veces pobre, mientras los verdaderos beneficiarios del negocio —las mafias del microtráfico— continúan operando con comodidad.

El Capitán Fracaso encarna la política de la prohibición que mata, mientras desprecia la regulación que protege. Bogotá necesita liderazgo para abrir un debate serio sobre regulación, prevención y salud pública. Eso, justamente, es lo que Galán prometió y no cumplió.

Quena Ribadeneira

Bogotá nada entre basuras

Cuando Carlos Fernando Galán asumió la Alcaldía, prometió una Bogotá limpia, un sistema de aseo moderno y un manejo responsable de residuos. La aspiración era ambiciosa: reducir focos de acumulación, empoderar a recicladores, modernizar la recolección y asegurar que cada ciudadanía, sin importar localidad, tuviera un servicio digno. Hoy, casi dos años después, en muchos frentes, esas promesas y expectativas se han hundido en la basura.

Primero, veamos los números que reflejan una Bogotá que aún no despega. Hay más de 600 puntos críticos de acumulación de basuras distribuidos en casi todas las localidades de la ciudad; localidades como Engativá, Kennedy, Suba y Bosa están particularmente afectadas. La UAESP reconoce que el número, lejos de disminuir sensiblemente, apenas ha logrado ligeros ajustes frente al volumen creciente de residuos.  Paralelamente, los ciudadanos han depositado más de 123.000 PQR ante la UAESP pidiendo solución para la recolección deficiente. Cada vez que llueve, cada vez que las rutas de recolección fallan, los vecinos lo sufren directamente — y sí lo hacen sentir. Las promesas de corrección, de mejora, suenan huecas.

 

Uno de los compromisos clave de la Alcaldía fue mantener y perfeccionar el modelo ASE (Áreas de Servicio Exclusivo). Galán dijo que ese modelo brindaría estabilidad, cobertura y calidad. Sin embargo, la propuesta que hizo la UAESP para extender o renovar el esquema fue rechazada por la Comisión Reguladora de Agua Potable y Saneamiento Básico (CRA). ¿Por qué? Porque no se cumplieron los estándares exigidos, tuvo graves fallas financieras y no se demostró que sea indispensable para proteger a quienes menos tienen.

Ni siquiera la existencia y funcionamiento de algo tan básico como los contenedores de basura está tranquilo: la Contraloría encontró grandes discrepancias entre lo que dice la UAESP que hay y lo que realmente hay. Muchos contenedores reportados no están en las ubicaciones señaladas, alrededor de 2.000 hacen falta en el espacio público, carecen de identificación, están en mal estado o simplemente no funcionan.

Galán también habló de apoyar a recicladores, de compostaje, reducción de residuos, economía circular. Parte de esa promesa se plasmó en el Incentivo al Aprovechamiento y Tratamiento de Residuos (IAT), un fondo con carácter transformador. Pero ese fondo, con casi $100.000 millones, está paralizado en burocracia. Los proyectos que llegan, se atascan, apenas algunos han sido adjudicados; gran parte del dinero duerme mientras los residuos siguen acumulándose.

La Personería de Bogotá abrió una indagación disciplinaria contra directivos de la UAESP por posibles irregularidades en la propuesta presentada a la CRA. Se cuestiona la congruencia, la transparencia, la forma como se estructuró el modelo y cómo se han manejado los trámites administrativos. En paralelo, se advierte un riesgo sanitario creciente: los residuos acumulados, los regueros callejeros, los puntos de basura sin atender favorecen el taponamiento de alcantarillas, la proliferación de roedores, olores, insectos, enfermedades.

El reloj ya está corriendo. El contrato vigente bajo el modelo ASE vence en 2026, y si no hay un modelo que cumpla con la ley, con los estándares técnicos y financieros exigidos, la ciudad enfrentaría un limbo: ¿qué pasará con los residuos de los más de 10 millones de habitantes si no hay recolección clara, eficaz y legal?

Galán tiene todavía la oportunidad de rectificar, de cumplir lo que prometió. Pero para eso debe moverse con urgencia: mejorar la transparencia, corregir los diseños financieros, adjudicar los fondos detenidos, ejecutar acciones concretas en contenedores, recolección, puntos críticos. Porque la ciudad no puede seguir nadando entre basura.

Quena Ribadeneira

La inseguridad de Galán cerró la rumba

Por: Quena Ribadeneira

El Decreto 293 del 26 de junio de 2025, expedido por la administración del alcalde Carlos Fernando Galán, restringe el horario de funcionamiento de bares y discotecas que expenden y permiten el consumo de alcohol: de 10:00 a.m. hasta las 3:00 a.m. del día siguiente, reduciendo en dos horas el horario ya establecido que iba hasta las 5:00am. La medida se justificó en la necesidad de frenar delitos de alto impacto como homicidios, hurtos y lesiones personales, supuestamente vinculados a la rumba nocturna. Sin embargo, las cifras demuestran que el decreto no solo no ha resuelto el problema de seguridad, sino que ha generado consecuencias negativas en lo económico, lo social y lo cultural.

 

El alcalde Galán hizo campaña sobre la promesa de consolidar una Bogotá 24 horas, con una economía nocturna dinámica, segura e incluyente. Hoy, con este decreto, hace exactamente lo contrario: restringe la vida nocturna, castiga a los establecimientos formales y erosiona la confianza ciudadana, un pilar que él mismo dijo sería la base de su relación con la ciudad. Esta incoherencia no es menor: cuando un gobernante traiciona sus promesas, no solo pierde credibilidad, también debilita la confianza de empresarios, trabajadores y ciudadanos en las instituciones. Y sin confianza, no hay gobernanza posible.

Cifras que desmienten el argumento oficial

  • Según la propia administración, tras el decreto los delitos de impacto no han disminuido, sino que siguen en aumento.
  • El 66 % de los establecimientos nocturnos obtiene ingresos claves entre las 2:00 y las 5:00 a.m., y el 54 % opera más allá de las 3:00 a.m. Restringir el horario golpea directamente la sostenibilidad del sector.
  • La medida ha generado pérdidas estimadas en 141 mil millones de pesos al mes y afecta a más de 16.000 empleos, principalmente de jóvenes y mujeres.
  • El sector aporta el 3,19 % del PIB de Bogotá, genera 493.000 empleos (57,5 % ocupados por mujeres) y representa el 11,7 % del empleo total de la ciudad. Una decisión que golpea de frente a esta economía es una decisión que golpea de frente a Bogotá.

La contradicción es evidente: se ataca un sector que formaliza empleo, paga impuestos y aporta a la economía de la ciudad, mientras la delincuencia sigue operando sin restricciones. Lejos de reducir las riñas, el decreto ha generado concentraciones masivas a la salida de los establecimientos a las 3:00 a.m., lo que aumenta los conflictos en el espacio público. Además, deja en riesgo a miles de ciudadanos que salen a esa hora, justo cuando el transporte público no opera. Es decir, más inseguridad, no menos. Una política que se presenta como herramienta de seguridad termina siendo un incentivo para el desorden y la vulnerabilidad.

Durante más de 20 años, Bogotá avanzó en la construcción de una gobernanza de la noche a través de la cooperación entre el sector privado y la administración distrital. Programas como Fiesta Sana y Segura, impulsados en la alcaldía de Gustavo Petro, mostraron que la clave no está en restringir, sino en gestionar la noche con inteligencia, prevención y corresponsabilidad. Hoy, el Decreto 293 representa un quiebre de esa relación y una regresión en el modelo de cooperación público-privada. En lugar de diálogo, hay imposición; en lugar de construir confianza, se gobierna desde la desconfianza hacia el sector productivo.

Las cifras muestran con claridad que los problemas de seguridad son territorializados en localidades como Chapinero, Ciudad Bolívar, Kennedy, Engativá y Suba donde se concentran los mayores índices de riñas y violencia. Los barrios San Francisco I, Chapinero Central, Espartillal, Venecia y Patio Bonito II son focos concretos. Eso exige intervenciones focalizadas y diferenciales, no medidas generales que castigan a toda la ciudad. El propio Distrito reconoce que define “zonas de alta concentración” con un criterio geométrico (10 establecimientos en un radio de 75 metros), un parámetro débil que confunde densidad con riesgo y abre la puerta a estigmatizar sectores enteros.

La verdadera seguridad se construye con evidencia, con articulación interinstitucional, con transporte público que funcione en la madrugada, con cultura ciudadana y con confianza entre el Distrito y los sectores productivos. Un gobierno serio debería fortalecer la estrategia Bogotá 24 horas, no dinamitarla.

El Decreto 293 no es una estrategia de seguridad, es un retroceso, un golpe a la economía nocturna, a la cultura y a la confianza ciudadana. Bogotá no necesita apagarse a las 3:00 a.m.; necesita una política seria de seguridad y convivencia que cuide a quienes disfrutan la noche y a quienes dependen de ella para vivir. Prometieron una Bogotá 24 horas, pero la están apagando a punta de decretos. Esa es la contradicción de Galán: hablar de confianza y futuro mientras gobierna con improvisación y restricciones, muy poco liberal de su parte.

Cerrar la noche no es seguridad.

Quena Ribadeneira

Del duelo al odio: Cuando la memoria se convierte en arma

Sobre la muerte de Miguel Uribe, tras dos meses en la Fundación Santafé, me quedan muchas reflexiones y preguntas. Entiendo lo doloroso que es la partida de un ser querido, un amigo, un compañero y un referente político para muchos en el país. Ninguna muerte debe celebrarse, y menos aun cuando se trata de un crimen político. La democracia se empobrece con cada vida que se apaga de manera violenta.

Pero lo que presenciamos en su funeral fue estruendoso y perturbador: discursos cargados de odio, de advertencias de exterminio, de llamados a acabar con la izquierda y de acusaciones sin pruebas contra el presidente de la República. No fue un acto íntimo de duelo, silencio y reflexión, como en redes sociales insistían sus familiares y copartidarios. Fue, más bien, un escenario para agitar viejas batallas, victimizarse políticamente y revivir los fantasmas de la guerra interna.

 

El discurso de Álvaro Uribe Vélez es ilustrativo. En lugar de honrar la memoria de Miguel con grandeza y serenidad, eligió instrumentalizar su muerte para desatar acusaciones graves y peligrosas: habló de un supuesto “magnicidio instigado” por el presidente Petro, comparó lo sucedido con el asesinato de Álvaro Gómez, y sostuvo que recordar el genocidio de la Unión Patriótica es una “tesis socorrida del régimen”. Con ello no solo distorsiona la historia, sino que niega el exterminio más documentado en la política colombiana: más de 6.000 militantes, congresistas, alcaldes y líderes sociales de la UP asesinados por un engranaje de Estado, narcotráfico y paramilitarismo, que ya cuenta con sentencias y condenas internacionales al Estado colombiano.

Uribe, en su afán de victimización, pretende borrar de un plumazo esa memoria incómoda. Afirma que en su gobierno no hubo instigación contra la oposición, que incluso protegió a Petro y a los congresistas de la UP. La realidad es otra: bajo su mandato hubo desplazamientos masivos, ejecuciones extrajudiciales, persecuciones judiciales y un país marcado por la doctrina del enemigo interno. La sombra de los falsos positivos, los vínculos con paramilitares y la connivencia de sectores estatales con el exterminio político no se borran con una frase pronunciada en medio del dolor.

Lo grave es que, en vez de asumir el duelo como un momento de reconciliación nacional, Uribe y otros voceros lo convirtieron en plataforma de odio. Alejandra Azcárate habló de “exterminar la plaga”, Abelardo de la Espriella de “acabar con la izquierda”, y Uribe mismo agitó el fantasma de un enemigo interno al que hay que derrotar con ayuda de “servicios de inteligencia de Estados Unidos, Reino Unido e Israel”. Ese lenguaje es gasolina en un país aún atravesado por el dolor de décadas de violencia política.

El asesinato de Miguel Uribe es un hecho doloroso que exige verdad y justicia. Pero utilizarlo para profundizar la polarización, negar genocidios históricos y reescribir la memoria colectiva no es homenaje, es manipulación. En la medida en que los líderes políticos sigan instrumentalizando la muerte para perpetuar el odio, Colombia seguirá atrapada en el mismo círculo de violencia que tanto nos ha costado superar.

Hoy más que nunca Colombia necesita rechazar de manera categórica la violencia y el odio como formas de hacer política. La vida debe ser el único principio inviolable sobre el cual se construya nuestra democracia. Escuchar al diferente, debatir con argumentos y reconocer que en este país cabemos todos es la única vía para romper con los ríos de odio que algunos quieren seguir desbordando en los discursos políticos. No podemos volver a repetir la historia de muerte y dolor que dejó el uribismo en el poder: más de 6.402 jóvenes asesinados en los mal llamados “falsos positivos”, más de 3 millones de personas desplazadas forzosamente, miles de personas desaparecidas forzadamente en el conflicto y un exterminio político como el de la Unión Patriótica que aún espera verdad y justicia. Esas cifras son un recordatorio doloroso de lo que ocurre cuando el odio y la estigmatización se convierten en política de Estado.

El verdadero honor a Miguel no está en convertirlo en un mártir de una causa partidista, sino en reafirmar el valor supremo de la vida, la necesidad de la memoria y la urgencia de rechazar —sin titubeos— cualquier discurso que siembre odio y legitime la violencia.

Por: Quena Ribadeneira

La mujer de hierro

Cuando la toga se convierte en coraza, y el estrado en trinchera, emerge la figura de Sandra Liliana Heredia, la jueza que no titubeó frente al expresidente Álvaro Uribe. Su sentencia no es solo un veredicto: es un símbolo del poder transformador de las mujeres en la justicia colombiana.

El caso contra Uribe comenzó en 2012, cuando el senador Iván Cepeda presentó testimonios de exparamilitares que señalaban la supuesta vinculación de quien fuera presidente con grupos armados ilegales. Desde entonces, la investigación se alargó por más de 13 años, dando lugar a audiencias, recursos, dilaciones y tensiones que incluyeron aplazamientos y maniobras retardatorias de la defensa.

 

Nota recomendada: «Con el caso Uribe, llegaré hasta el tribunal del fin de los tiempos, si es necesario»: Iván Cepeda

Detrás del estrado estuvo un equipo en su mayoría femenino —en la Fiscalía, en la Rama Judicial y en el acompañamiento procesal— que mostró que la administración de justicia también puede ser un espacio tejido con sensibilidad y rigor. Mujeres que sostuvieron el pulso del caso detrás de cámaras, sosteniendo el proceso cuando todo parecía desmoronarse y ante una de las figuras con más poder e impunidad en Colombia.

La defensa de Uribe utilizó múltiples estrategias para obstaculizar el avance: peticiones de pruebas, recusaciones, suspensiones orales, dilaciones procesales. Fue un laberinto burocrático orientado a desgastar el proceso y a generar desgaste mediático. Pero la jueza Heredia resistió cada maniobra con paciencia institucional.

Durante la lectura del fallo, Sandra Heredia pronunció frases contundentes que recorrieron el país y marcaron un capítulo en la justicia nacional:

  • “La justicia ha llegado… nadie está por encima de la ley ni por debajo de ella.”
  • “La toga no tiene género, pero sí carácter.”
  • “La justicia no se arrodilla ante el poder.”
  • “Este juzgado no decide sobre un nombre, decide sobre unos hechos, y esa distinción es vital.”
  • “Se condensaron 475 días de una maratónica lucha contra el reloj.”
  • “No será una victoria de nadie, ni una derrota de otro: será, como debe ser, una respuesta del Estado a través de su justicia.” Y denunció también los ataques machistas que enfrentó el equipo que lideraba:

Sandra Heredia mostró que la justicia administrada por mujeres puede ser implacable en el rigor y delicada en la ética. Este juicio demuestra que la impartición del Derecho no depende del género sino del carácter, de la convicción de que el poder no está por encima de la ley.

Valga la pena esta oportunidad para decir que no podemos callar ante la persecución y las amenazas que hoy enfrenta la jueza Sandra Heredia por haber cumplido con su deber: impartir justicia sin mirar a quién. Las presiones, intimidaciones y discursos de odio promovidos desde sectores del Centro Democrático y amplificados por aliados radicales en Estados Unidos como Marco Rubio, representan un intento descarado de socavar la independencia judicial en Colombia. Es inadmisible que desde el exterior se pretenda torcer la balanza de la justicia con amenazas diplomáticas o intervenciones politiqueras. El Estado colombiano debe proteger la vida e integridad de la jueza Heredia y enviar un mensaje claro: el Estado de Derecho no se negocia, no se intimida, y no se doblega ante el golpismo criollo ni el gringo. La justicia no puede depender del ruido de los poderosos, sino de la fuerza de la verdad y la autonomía de sus instituciones.

En una era donde los liderazgos femeninos se reivindican en todos los ámbitos, su sentencia marca un punto de inflexión en la historia jurídica de Colombia: mandar un mensaje claro sobre que las mujeres no se arrodillan, y que cuando representan al Estado, lo hacen con la garra de quien no se doblega ante ninguna presión, evocando solidez y temple.

Finalizo con una reflexión: si tuviera que personificar el futuro de la justicia en nuestra nación, esa figura seria “la mujer de hierro”. Porque no se vence con palabras ni juicios mediáticos: se vence mostrando que incluso frente al poder más absoluto, la verdad, el debido proceso y la justicia pueden, y deben, prevalecer.

Quena Ribadeneira

Las promesas rotas de la seguridad de Galán

El alcalde Carlos Fernando Galán llegó a la alcaldía con una promesa tajante —hacer de la seguridad el eje de su administración. Pero hoy, cuando analizamos los datos del sistema de videovigilancia, del crecimiento de la extorsión y del estado real del Sistema Integrado de Seguridad (C4), una verdad queda clara: esa promesa se ha quedado en el discurso. Bogotá no camina segura. Bogotá está ciega, sorda y, en muchas de sus zonas más vulnerables, sin capacidad de respuesta.

Hoy, 4 de cada 10 cámaras de videovigilancia en Bogotá no funcionan. De las 5.824 cámaras instaladas, 1.793 están fuera de servicio, 335 presentan novedades y 168 están en caída masiva. Este no es un problema menor ni simplemente técnico: es un reflejo del abandono institucional en un tema que debería ser prioritario. Es una falla estratégica.

 

Más grave aún es la distribución territorial de esta crisis. En localidades como Ciudad Bolívar, Kennedy, Bosa y Engativá —zonas con los más altos índices de homicidio, hurto y extorsión— se concentran también las cámaras averiadas. En Ciudad Bolívar, 361 de sus 491 cámaras están en mantenimiento correctivo. ¿Cómo se explica esta negligencia en territorios con niveles críticos de violencia?

Además, el sistema cubre solo el 27% del espacio público. Es decir, el 73% de Bogotá está completamente desprovisto de videovigilancia. Y lo que debería ser la columna vertebral de una respuesta articulada —el sistema C4— presenta un avance irrisorio del 3% en su fortalecimiento, según lo estipulado en el Plan Distrital de Desarrollo. A mitad de gobierno, eso no es un retraso: es una señal de negligencia institucional.

Paradójicamente, mientras esto ocurre, la administración presenta como logro una supuesta reducción de delitos: hurto a personas (-19%), hurto a residencias (-77%) y a comercios (-50%). Toda mejora debe celebrarse, sí, pero también cuestionarse con rigor. ¿Cómo puede atribuírsele ese éxito a la tecnología si el 40% del sistema está inactivo? ¿Qué sentido tiene invertir millones en cámaras si están desconectadas, si la fibra óptica es robada, si no se hace mantenimiento y si en los territorios con más necesidades las cámaras simplemente no operan?

La realidad es que hay más cámaras privadas que públicas en localidades como Usaquén y Suba, lo cual acentúa la desigualdad: en Bogotá, la vigilancia se ha convertido en un privilegio de quien puede pagarla, no en un derecho garantizado para todos.

Adicionalmente, hay un delito que se ha disparado y que, aunque menos visible, es profundamente devastador: la extorsión. En 2024, Bogotá registró 2.617 denuncias por extorsión, un crecimiento del 71,4% frente al 2023. La mayoría de los casos se concentra en Kennedy, Mártires, Suba, Santa Fe y Engativá —territorios con alta densidad comercial, migración y pobreza. En 2025, aunque hubo una caída del 24% en las denuncias, preocupa el aumento en localidades como Tunjuelito (200%), Usaquén (72%), Teusaquillo (21%), Chapinero y Santa Fe (15%). La extorsión no es solo un delito económico, es una violación directa a la libertad y dignidad de quienes la padecen.

Frente a esta problemática, impulsamos un proyecto de acuerdo para fortalecer la ruta de denuncia y atención integral a víctimas de extorsión. ¿La respuesta del alcalde Galán? Objeción total. Alegó que ya existen mecanismos como las casas de justicia o la estrategia AIDE. Pero si esos mecanismos funcionaran, no estaríamos hablando de más de 2.600 denuncias. El hecho de que tantas víctimas sigan sin recibir atención es la evidencia más contundente de que algo no funciona.

La administración asegura que una nueva ruta sería una “duplicación”. Yo pregunto: ¿qué es más inconveniente? ¿Una guía territorial que articule prevención y acompañamiento o seguir dejando a las víctimas solas? La realidad es que muchas personas ni siquiera conocen las rutas existentes. Mientras el crimen se adapta, la institucionalidad se paraliza. La innovación en seguridad parece prohibida.

Desde el concejo de Bogotá hacemos un llamado firme:

Dejen de gobernar la seguridad desde los escritorios y empiecen a construir rutas con la ciudadanía.
La tranquilidad no es un lujo, es un derecho.

Y la seguridad no puede seguir siendo un eslogan de campaña. La seguridad humana —la que protege la vida, la dignidad, la movilidad libre y sin miedo— debe estar en el centro de toda política pública. Si la institucionalidad no lo entiende, aquí estamos para recordarlo, insistir y persistir.

Quena Ribadeneira

Cuando los datos hablan, hasta El Tiempo escucha

En un país donde la polarización política ha contaminado incluso las cifras, sorprende —y alegra— que un medio tradicionalmente crítico del actual gobierno como El Tiempo reconozca, aunque con cautela, un avance fundamental en la economía nacional. El editorial del 9 de julio, titulado “Mantener el rumbo”, admite que “por primera vez en cerca de cuatro años, la carestía rompió el nivel simbólico del cinco por ciento anual”, con una inflación que cerró junio en 4,82 %. No es un dato menor, ni tampoco un milagro fortuito: es resultado de decisiones políticas y económicas que el gobierno del presidente Gustavo Petro ha impulsado pese a las tormentas mediáticas.

Lo relevante del editorial no está solo en los datos —que son positivos y contundentes— sino en el giro discursivo. El Tiempo reconoce que “la marcha de las cosechas resultó favorable”, y que “no solo el clima influyó positivamente en lo sucedido”, sino también una “caída notoria de los costos de producción”. Es decir, hay un componente estructural, de política pública, que comienza a dar frutos. El impulso a la producción nacional de alimentos, la transición hacia energías más limpias y el enfoque en soberanía alimentaria no eran frases vacías: son hoy medidas que estabilizan precios y mejoran el poder adquisitivo de los hogares.

 

Y aquí viene el punto central que el editorial señala con claridad y que debemos subrayar aún más: “Lo importante es que el poder adquisitivo de las familias colombianas es mayor, lo que beneficia a los más pobres”. Este es el corazón de la política económica progresista del gobierno Petro: no se trata solo de indicadores macroeconómicos fríos, sino de transformaciones reales en la vida cotidiana de millones de personas. El precio de la papa, el tomate y las frutas frescas en las plazas de mercado bajó; las tarifas de electricidad, en un país históricamente golpeado por el abuso de los servicios públicos, disminuyeron por el aumento en la generación hidroeléctrica. Esa es la economía popular respirando con algo más de alivio.

El editorial incluso reconoce que “el índice de precios al productor para la agricultura” muestra mejoras importantes. Este dato es fundamental porque conecta con una de las grandes apuestas del gobierno: revitalizar el campo. No es casualidad que en este año hayan aumentado las compras públicas a campesinos, los programas de agricultura familiar y el impulso a economías regionales. La reducción de los costos de producción agrícolas es, entonces, el resultado de haber puesto el foco donde realmente estaba el abandono estatal.

Claro está, El Tiempo no puede evitar el tono dubitativo: “nadie ve posible ubicar pronto al país en la meta de largo plazo del Emisor”, advierte, y menciona el 93 % de cumplimiento del techo deseado de inflación como señal de alarma. Pero incluso esa observación termina dándole la razón al gobierno: hemos avanzado mucho más de lo esperado, en menos tiempo y bajo condiciones difíciles, incluyendo una oposición feroz en los medios y en el Congreso.

Es llamativo, además, que la editorial aborde el debate sobre la reducción de tasas de interés por parte del Banco de la República. Aunque señala que “el debate técnico apunta a ser intenso”, también admite que “hay algo de espacio para reducir los intereses”. Esto es clave: si las tasas bajan, el acceso al crédito mejora, las familias y las pymes se reactivan, y la economía puede entrar en un ciclo de crecimiento más robusto. Todo esto sería posible gracias a los resultados que hoy celebran incluso los sectores más escépticos.

En conclusión, cuando El Tiempo dice que “hay que mantener el rumbo”, lo que está reconociendo —aunque no lo diga de manera explícita— es que el rumbo actual, el que traza el gobierno Petro, empieza a dar frutos concretos. En un país donde buena parte de la opinión pública se forma por lo que dicen los grandes medios, este tipo de editoriales no solo son una señal de objetividad —tardía pero bienvenida— sino también una oportunidad para abrir un diálogo más justo sobre lo que está funcionando.

Por eso, celebro este editorial no solo por sus cifras, sino porque revela que incluso los discursos más duros se empiezan a replegar ante la contundencia de la realidad. Cuando los datos hablan, hasta El Tiempo escucha. Y eso ya es una victoria en sí misma.

Quena Ribadeneira

Movilidad eléctrica sí, pero no así: una amenaza para peatones y ciclistas

La discusión sobre la circulación de patinetas eléctricas en Colombia, y particularmente en Bogotá, no es nueva ni debe tomarse a la ligera. Esta columna tiene un doble propósito: primero, recoger antecedentes normativos y contextuales sobre este fenómeno; y segundo, demostrar que estamos repitiendo errores ya vividos durante la última década. La historia parece cíclica, y la falta de memoria institucional y ciudadana puede terminar costándonos vidas.

La década que lo explica todo

 

En abril de 2015, el Ministerio de Transporte publicó la Guía de cicloinfraestructura para ciudades colombianas, un hito que permitió, por fin, contar con un documento técnico hecho desde y para nuestro contexto urbano. Bogotá, Medellín, Cali, Chía, Palmira y Montería aportaron sus casos, errores y aciertos. La guía se sustenta en cinco principios esenciales para una buena red de ciclorrutas: eficiencia, coherencia, confort, estética y, sobre todo, seguridad.

Un año después, la Ley 1811 de 2016, conocida como la Ley Probici, otorgó un nuevo estatus a la bicicleta en la normativa nacional. Estableció que los ciclistas podían usar cualquier carril, aún existiendo infraestructura exclusiva para bicicletas. Sin embargo, también recomendaba preferir el carril derecho y las ciclorrutas, como medida de seguridad ante el caos vial que caracteriza a nuestras ciudades.

En 2017, con el auge de las motos eléctricas, los comerciantes empezaron a promocionarlas como vehículos que podían circular sin matrícula, sin SOAT y, sobre todo, sobre ciclorrutas. Algo muy similar a lo que ocurre hoy. En respuesta, se expidió la Resolución 160 de 2017, que fijó límites de potencia y velocidad, y reguló lo que podía considerarse como bicicleta asistida. Fue un freno contundente a la venta indiscriminada de estos híbridos peligrosos.

Un año después, la Secretaría Distrital de Movilidad de Bogotá emitió la circular 006 de 2018, permitiendo la circulación de patinetas eléctricas por ciclorrutas, pero prohibiendo su tránsito por andenes y vías troncales del sistema BRT. La expansión fue tal que las empresas de préstamo de patinetas llegaron incluso a instalar estaciones dentro de portales de TransMilenio como se muestra en la siguiente imagen.

Quena Ribadeneira

Acuerdo sobre lo fundamental: la vida y la democracia

El atentado contra el senador Miguel Uribe Turbay es un hecho profundamente doloroso que conmociona a Colombia. A él, a su familia y a su equipo de trabajo, toda mi solidaridad. La violencia política, en cualquiera de sus formas y venga de donde venga, debe ser rechazada sin ambigüedades. Atentar contra la vida de una persona por sus ideas o por el lugar que ocupa en el debate público es atentar contra la democracia misma. Este episodio, como tantos otros en nuestra historia, nos recuerda que el país necesita un acuerdo sobre lo fundamental: respetar la vida y la humanidad del otro. En una nación herida por la violencia, donde aún pesan los ecos del conflicto armado, del exterminio político y de la persecución ideológica, es urgente renovar ese pacto ético mínimo.

Sin embargo, no podemos permitir que este hecho doloroso sea instrumentalizado como un comodín para agendas electorales ni como excusa para profundizar la polarización. Es inadmisible acusar al presidente de la República de estar detrás de este atentado, sin pruebas, sin hechos, solo con la intención de incendiar al país. Las voces que hoy culpan al gobierno, sin sustento, son las mismas que desde hace meses vienen atizando un discurso de odio y desconocimiento institucional que solo empeora el clima social y político.

 

Colombia conoce muy bien la violencia política. No es un fenómeno nuevo ni aislado. La historia de la Unión Patriótica es una herida abierta: más de 6.000 asesinatos sistemáticos, entre ellos alcaldes, concejales, congresistas y líderes sociales, producto de un genocidio político planificado para eliminar una esperanza de paz. Afirmar, como lo hizo recientemente el senador Humberto de la Calle, que ese exterminio fue responsabilidad de la «delincuencia común» es una tergiversación de la historia y una negación de la verdad que merecen las víctimas.

Tampoco podemos olvidar que desde la firma del Acuerdo de Paz en 2016 han sido asesinados más de 1.600 líderes sociales y cerca de 400 excombatientes. La violencia no distingue ideología. Por eso, el verdadero símbolo de unidad nacional debe ser la defensa de la vida de todos y todas, sin distinción política o partidaria. Ninguna persona debería morir por sus ideas. Esa es la base de una democracia real.

Llama la atención que muchas de las voces que hoy piden desescalar el lenguaje y “bajar la temperatura” sean las mismas que han promovido el desconocimiento del presidente Gustavo Petro como jefe de Estado, alimentando el ambiente de deslegitimación institucional. Reconocer al presidente no es una concesión: es un principio básico de convivencia democrática. No se construye paz llamando al caos ni se garantiza la seguridad incendiando el debate público con mentiras y estigmas.

Tampoco se puede usar este hecho para deslegitimar el deseo legítimo del pueblo colombiano de expresarse en una consulta popular por sus derechos y su dignidad. Colombia necesita más democracia, no menos. Y en un país donde el Congreso ha bloqueado durante dos años las reformas sociales, permitirle al pueblo hablar no debería ser motivo de miedo ni de manipulación.

Hoy más que nunca, la democracia necesita defensores sinceros, que rechacen la violencia venga de donde venga, que respeten la diferencia y que entiendan que el cuidado de la vida no puede ser selectivo. Ese debería ser nuestro acuerdo nacional. Porque sin vida, no hay democracia. Y sin democracia, no hay nación que valga la pena ser vivida.

Por eso, esta campaña electoral no puede convertirse en una competencia de miedos ni en una estrategia de terror emocional. Lo que Colombia necesita es un debate de ideas, propuestas y posibilidades reales de convivencia pacífica. Cerrar el conflicto social y político que arrastramos como país debería ser un pacto compartido, respetado y cuidado por todos los sectores. En medio de las múltiples crisis que enfrentamos, ese acuerdo por la vida, la paz y la democracia debe ser el pilar ético que nos guíe como sociedad. No hay causa más urgente ni símbolo más poderoso de un país que quiere un futuro distinto.

Quena Ribadeneira

Ciudad de derechos vs asistencialismo: el retroceso en la política social de Galán

La administración de Carlos Fernando Galán ha supuesto un preocupante retroceso en la política social de Bogotá. Aunque el discurso oficial habla de modernización y ampliación de la cobertura, lo que se evidencia en la práctica es un desmonte sistemático de los servicios sociales integrales que caracterizaban a la ciudad de derechos. Se está reemplazando el acompañamiento psicosocial, pedagógico y nutricional por simples transferencias monetarias, perdiendo la integralidad de la política social y debilitando la intervención estatal en territorios y poblaciones históricamente excluidas.

Durante las últimas dos décadas, Bogotá construyó un modelo de política social que trascendía la pobreza monetaria y se basaba en un enfoque de derechos. Alcaldes como Lucho Garzón y Samuel Moreno fortalecieron programas como los comedores comunitarios y apostaron por más presupuesto para educación y salud, que brindaban alimentación y atención psicosocial a niños, niñas y adolescentes en situación de riesgo. Gustavo Petro, con Bogotá Humana, consolidó servicios para la juventud, la comunidad LGBTIQ+ y los habitantes de calle y puso en marcha la estrategia de atención a la primera infancia con el programa “1000 días para cambiar el mundo”. Claudia López, por su parte, impulsó la consolidación del Sistema de Cuidado, priorizando la atención integral a personas mayores, mujeres cuidadoras y niños y niñas.

 

Estos programas no solo entregaban recursos: también fortalecían capacidades, generaban redes comunitarias y, sobre todo, dignificaban a las personas. Hoy, bajo la administración de Galán, se observa un desmantelamiento de estos logros, en favor de un modelo asistencialista que reduce la política social a simples transferencias monetarias a través del Ingreso Mínimo Garantizado (IMG).

El proyecto de inversión 7938, que canaliza cerca de 2 billones de pesos en transferencias monetarias, ha convertido la política social en un mecanismo de distribución de recursos sin la debida integralidad. El 78% de las personas atendidas entre enero y abril de 2025 han recibido únicamente transferencias, mientras los programas de acompañamiento psicosocial y de inclusión productiva han sido relegados. Esta cifra revela la naturaleza asistencial y fragmentada del modelo de Galán, que ignora las causas estructurales de la pobreza y refuerza la dependencia.

El SISBÉN IV, utilizado como único criterio de focalización, excluye a miles de personas que enfrentan la pobreza multidimensional en la ciudad. Las cifras lo demuestran: según el DANE, la pobreza multidimensional en Bogotá aumentó 1.8 puntos porcentuales entre 2023 y 2024. La pregunta es clara: ¿cómo piensa esta administración garantizar que las transferencias no solo alivien el hambre temporal, sino que generen condiciones reales y sostenibles para superar la pobreza?

En servicios fundamentales como la atención a personas con discapacidad y personas mayores, la administración Galán ha debilitado los programas que proporcionaban acompañamiento integral. Estos sectores, que requieren más que un giro monetario, han quedado atrapados en la lógica de la transferencia sin acompañamiento, lo que profundiza la exclusión y niega el carácter transformador de la política social.

Además, no se puede pasar por alto que quienes más se benefician de este modelo no son necesariamente los hogares más pobres, sino el sector financiero, que cobra tarifas por cada giro a través de las billeteras digitales como Daviplata, Nequi, Bancolombia a la Mano y Dale. Mientras tanto, la Secretaría de Integración Social, con décadas de experiencia en la construcción de políticas para la inclusión social, queda reducida a un rol secundario y meramente operativo.

La política social debe ser mucho más que una política de transferencia de recursos. Debe ser una herramienta de transformación estructural que garantice derechos, fomente la inclusión y fortalezca las capacidades de las personas. Bogotá ya demostró que otro modelo es posible. La ciudad de derechos que se construyó con programas como los comedores comunitarios de Lucho Garzón, la consolidación de jardines infantiles de Samuel Moreno, el Sistema de Cuidado de Claudia López y la estrategia de atención integral a la infancia de Petro son prueba de que la inversión social puede ser integral, humana y transformadora.

Por eso, hoy más que nunca, es necesario exigirle a esta administración que recupere el acumulado institucional y humano de la ciudad. Que no lo deseche, sino que lo ponga al servicio de una política social que combine las transferencias monetarias con servicios de calidad, acompañamiento psicosocial y territorialización real. Solo así podremos tener una Bogotá que no solo reparta recursos, sino que también reparta oportunidades y dignidad.

Quena Ribadeneira

Colombia, China y la Ruta de la Seda

El reciente viaje del presidente Gustavo Petro a China en mayo de 2025 marcó un hito en la política exterior de Colombia: por primera vez, nuestro país firmó un memorando de entendimiento para unirse a la Iniciativa de la Franja y la Ruta, también conocida como la Nueva Ruta de la Seda, impulsada por el gobierno chino desde 2013. Este paso, poco resaltado por los grandes medios nacionales, puede representar uno de los virajes geopolíticos y económicos más importantes en la historia reciente del país.

La Iniciativa de la Franja y la Ruta (BRI, por sus siglas en inglés) es un megaproyecto de infraestructura, conectividad y cooperación internacional liderado por China, que busca recrear las antiguas rutas comerciales entre Asia, Europa, África y, más recientemente, América Latina. A través de inversiones en ferrocarriles, puertos, carreteras, telecomunicaciones y energía, China ha establecido acuerdos con más de 150 países, incluyendo más de 20 en América Latina.

 

Más allá de los números —que son impresionantes, con más de un billón de dólares invertidos globalmente—, la BRI representa un cambio en el orden multipolar emergente, donde el sur global busca caminos alternativos al modelo impuesto por las potencias occidentales. Es también una forma en la que los países pueden acceder a financiamiento no condicionado, en contraste con los esquemas tradicionales del FMI y el Banco Mundial.

En un contexto marcado por la guerra comercial entre Estados Unidos y China, y en medio de una creciente polarización geopolítica, Colombia sigue siendo altamente dependiente de EE.UU., tanto en comercio exterior como en lineamientos diplomáticos y militares. Más del 25% de nuestras exportaciones van a ese país, mientras que China, siendo ya el segundo socio comercial más importante, no había sido incluido de forma estratégica en nuestra política de Estado.

La adhesión a la Ruta de la Seda abre posibilidades concretas:

  • Durante su visita, el presidente Petro anunció la intención de desarrollar un proyecto de infraestructura que conecte el Atlántico y el Pacífico colombianos, mediante un canal o ferrocarril de 120 kilómetros, facilitando el comercio entre Sudamérica y Asia. Este proyecto podría recibir apoyo del Banco de Desarrollo de los BRICS, al cual Colombia ha solicitado unirse con una inversión de $512 millones de dólares en acciones .
  • China ha liderado proyectos de fibra óptica, energías limpias y transferencia tecnológica en países como Argentina, Chile o Bolivia. Colombia, con su enorme brecha digital, podría beneficiarse enormemente de estos intercambios.
  • El comercio con Asia es cada vez más dinámico. A través del BRI, se abren oportunidades para productos agrícolas, industriales y servicios colombianos que hoy no encuentran acceso fluido a mercados alternativos al estadounidense o europeo.
  • En un momento de transición global, Colombia puede jugar un papel relevante en un nuevo equilibrio internacional, menos subordinado y más diverso en sus alianzas.

Colombia llega tarde, pero a tiempo. Ya son varios los países latinoamericanos que se han integrado a la BRI: Argentina, Chile, Perú, Ecuador, Bolivia y Venezuela, por mencionar algunos. En Argentina, por ejemplo, la BRI ha permitido inversiones para modernizar el sistema ferroviario de carga y la construcción de centrales hidroeléctricas. En Perú, la firma china Cosco Shipping construyó el megapuerto de Chancay, que promete ser un hub regional para el comercio con Asia.

No obstante, esta apuesta no está exenta de desafíos que deben ser observados con atención. En primer lugar, es crucial garantizar la soberanía y la transparencia, ya que algunos países han señalado que los contratos con empresas chinas pueden carecer de los estándares adecuados; por ello, los proyectos que se desarrollen en Colombia bajo el marco de la Ruta de la Seda deben ajustarse plenamente a la normatividad nacional, a principios de sostenibilidad y a una participación ciudadana efectiva. En segundo lugar, la sostenibilidad ambiental debe ser una prioridad: aunque China ha promovido la idea de una “Ruta Verde de la Seda”, en varios casos los megaproyectos han generado impactos negativos en ecosistemas y territorios indígenas, algo que Colombia debe evitar a toda costa. Y, en tercer lugar, este nuevo alineamiento geopolítico exige una diplomacia madura que le permita al país mantener relaciones constructivas tanto con China como con Estados Unidos, sin subordinar su política exterior a intereses foráneos.

La adhesión de Colombia a la Ruta de la Seda debe entenderse como una apuesta por la diversificación, la autonomía y la inserción en un nuevo orden internacional. En un mundo en transformación, donde el unilateralismo da paso al multilateralismo, este tipo de decisiones estratégicas pueden marcar la diferencia entre la dependencia y la soberanía, entre la repetición de modelos fallidos y la construcción de alternativas propias.

Colombia no puede quedarse al margen de los grandes procesos globales. Sumarse a la Franja y la Ruta es dar un paso hacia adelante en ese camino.

Quena Ribadeneira

Retroceso con letrero: la señalización antidrogas del Concejo de Bogotá

Mientras el mundo avanza hacia modelos de regulación responsables y enfocados en la salud pública, el Concejo de Bogotá decidió dar un paso atrás. Con la aprobación del Proyecto de Acuerdo 097 de 2025, propuesto por el concejal del Centro Democrático Andrés Barrios, se institucionaliza la señalización de zonas donde está prohibido el consumo de sustancias psicoactivas, retomando el viejo camino de la prohibición. Un camino que ya ha demostrado, aquí y en todo el mundo, su ineficacia y sus altos costos sociales.

Con un tono populista y moralizante, el proyecto intenta mostrar una respuesta al legítimo clamor ciudadano por espacios seguros, especialmente para niñas, niños y adolescentes. Pero lo hace sin evidencias, sin capacidad operativa y, peor aún, desconociendo avances fundamentales en materia de derechos y salud pública. La señalización de zonas de prohibición, que ya estaban delimitadas por el Decreto 825 de 2019, no solo es un saludo a la bandera—dado que no hay logística ni policía suficiente para hacerla cumplir—sino que, al aplicarse de forma casi total en la ciudad, podría ir en contra de los fallos de la Corte Constitucional que protegen el porte y consumo personal en ciertos contextos.

 

El problema no es la señalización per se. El problema es que se plantea como única respuesta. Lo que este proyecto deja claro no es una preocupación real por la niñez ni por la convivencia, sino un intento de imponer una visión punitiva y estigmatizante, justo cuando el país intenta abrir el debate sobre nuevas políticas de drogas desde un enfoque de derechos, evidencia y salud pública. La incapacidad de la Alcaldía para expedir el decreto al que está obligado por la Corte Constitucional y del propio Concejo para formular una política innovadora no es por ignorancia: es por cálculo. Primero oponerse al Gobierno Nacional, luego, si queda tiempo, hacer política sensata.

El debate no es menor. Según el informe de la UNODC de 2022, más de 400 mil personas consumieron drogas ilícitas en Bogotá durante el último año, con un uso problemático estimado en más de 160 mil personas. Cifras que no se resuelven con señales de prohibición, sino con políticas públicas integrales, con recursos, pedagogía y trabajo territorial. Por eso, desde diferentes sectores hemos insistido en la necesidad de avanzar hacia una política de reducción de riesgos y daños, donde el consumo sea reconocido como una realidad social que requiere atención, no criminalización.

Bogotá ya cuenta con herramientas. El Plan de Desarrollo incluyó una meta para formular esa política; hay recursos asignados en el Plan Territorial de Salud; existe una Comisión Interinstitucional para la Regulación de Drogas que, sin embargo, sigue inactiva. ¿No debería ser esa la prioridad? ¿No deberíamos estar discutiendo cómo garantizar el acceso a servicios de atención, cómo generar campañas de información, cómo promover clubes cannábicos regulados que eduquen, organicen y generen empleo formal?

Las experiencias internacionales están ahí. Desde clubes sociales de cannabis en Cataluña hasta modelos comunitarios en Uruguay, se ha demostrado que se puede construir otra política de drogas, una que combine el derecho al espacio público con la responsabilidad colectiva, una que reduzca riesgos sin estigmatizar. Bogotá no puede seguir mirando hacia otro lado.

Por eso insistimos en propuestas concretas: crear zonas de consumo regulado con pedagogía; acompañar esos espacios con eventos educativos y culturales; promover alianzas con universidades y organizaciones; y regular los clubes cannábicos que ya existen. Todo esto con un enfoque claro: construir una ciudad diversa, respetuosa y más segura, sin retrocesos.

Lo aprobado por el Concejo no es una victoria. Es una rendición. Es volver al fracaso de la prohibición con otra cara. Y es, sobre todo, una advertencia: si no cambiamos de rumbo, lo que viene no es más orden ni más seguridad, sino más persecución, más caos y más violencia.

Bogotá puede ser referente de una política de drogas sensata y humana. Pero solo si dejamos de legislar desde el miedo y empezamos a gobernar desde la evidencia.

Quena Ribadeneira

Del Primero de Mayo a la consulta popular: el pueblo dice 12 veces Sí

La movilización del 1º de mayo de 2025 en Colombia ha marcado un punto de inflexión en la política nacional. No se trató de una fecha simbólica más ni de una simple jornada de conmemoración. Fue, en cambio, una verdadera demostración de fuerza y respaldo ciudadano al presidente Gustavo Petro y a su propuesta de convocar una consulta popular que permita sacar adelante la reforma laboral que el Congreso ha bloqueado sistemáticamente. En plazas y calles de todo el país, miles de trabajadores, mujeres, jóvenes, pueblos indígenas, comunidades afrodescendientes, organizaciones sociales y sectores populares se volcaron masivamente para ejercer lo que la Constitución de 1991 consagra: el derecho a una democracia participativa.

Este respaldo popular no es solo emocional ni coyuntural. Una encuesta reciente de Cifras y Conceptos —realizada entre el 24 de abril y el 3 de mayo en las principales ciudades del país— reveló que el 57% de los ciudadanos está de acuerdo con la convocatoria a una consulta popular. Lo más relevante: cada una de las 12 preguntas propuestas obtendría un respaldo superior al 75%. Este dato es contundente y desarma el relato de quienes pretenden caricaturizar la propuesta presidencial como un “capricho autoritario”.

 

El contenido de la consulta apunta a garantizar derechos fundamentales largamente postergados. Por ejemplo, el 94% de los encuestados está de acuerdo con que trabajadoras domésticas, madres comunitarias, artistas y otros trabajadores informales sean formalizados o tengan acceso a seguridad social. El 92% apoya que las empresas contraten personas con discapacidad, y otro 92% aprueba que los aprendices del SENA tengan contratos laborales. Incluso la pregunta menos respaldada —la eliminación de la tercerización laboral mediante contratos sindicales— obtiene el respaldo del 75%. Es decir, hay un consenso social amplio sobre la urgencia de estas medidas.

Sin duda el llamado del Presidente a la consulta popular ha logrado conectar con una ciudadanía que empieza a comprender que el modelo de gobernabilidad tradicional, intermediado por los vetos del Congreso, no está respondiendo a las necesidades sociales. El 43% de los encuestados manifestó que probablemente acudiría a las urnas, lo que superaría el umbral exigido del 33,3% del censo electoral para que la consulta sea válida.

Pese a estos datos, la oposición ha reaccionado con temor. La sola posibilidad de que el pueblo decida directamente sobre temas sustanciales del contrato social ha desatado una campaña de desprestigio. Se ha intentado presentar la consulta como una amenaza al equilibrio institucional, como una herramienta de presión o como un símbolo de confrontación. Algunos, incluso, han criticado el uso de la espada de Bolívar por parte del presidente, ignorando el valor simbólico que este gesto tiene para muchos sectores sociales: la lucha por la justicia y la soberanía popular.

Detrás de estas críticas, sin embargo, lo que se esconde es el profundo malestar de una élite política acostumbrada a decidir entre pocos, a espaldas de la ciudadanía. La consulta popular, como herramienta constitucional, no es ni ilegal ni ilegítima. Al contrario, representa una oportunidad histórica para democratizar el poder, para empoderar al pueblo, y para abrir caminos de participación real que superen los límites de la democracia representativa secuestrada por intereses corporativos y clientelistas.

En este contexto, se vuelve fundamental que el pueblo se organice más allá de las marchas y las urnas. Es urgente conformar comités barriales, locales y territoriales por la consulta popular, espacios abiertos, amplios y diversos donde trabajadoras, jóvenes, líderes sociales, comunidades étnicas, organizaciones sindicales y movimientos ciudadanos se articulen para explicar con claridad y pedagogía el contenido y la importancia de esta iniciativa democrática. Solo un pueblo informado puede vencer la desinformación y enfrentar las matrices de odio que pretenden deslegitimar las demandas de justicia laboral y social. Estos comités deben convertirse en un gran tejido ciudadano que defienda el derecho a decidir y a construir un país más justo desde abajo, desde los territorios.

Lo que vimos el 1º de mayo fue un grito democrático. Fue el pueblo diciendo: no aceptamos más bloqueos, queremos decidir. La participación ciudadana no es un riesgo, como lo plantea la oposición; es la base de toda democracia verdadera. Y esa democracia, que hoy defendemos en las calles y que queremos ejercer en las urnas, no puede seguir siendo un privilegio de las élites. La historia nos llama a dar un paso adelante. Si el Congreso no legisla para el pueblo, será el pueblo quien legisle desde las urnas.

Quena Ribadeneira

¿Ventas informales amenazan con ser la piedra en el zapato para la remodelación del Campín?

En días pasados tuvo lugar un debate en el Concejo de Bogotá convocado por el concejal del Pacto Histórico, José Cuesta, para tratar asuntos relacionados con la Alianza Público-Privada (APP) para la construcción y remodelación del estadio Nemesio Camacho El Campin.

El concejal alertó sobre el contrato de la APP IDRD-SENCIA CTO-2772-2024, que otorga a un consorcio privado el control del estadio durante 29 años, con una inversión de 2,4 billones de pesos. Criticó que el Distrito solo recibirá el 1% de las ganancias generadas por el proyecto, una cifra que considera irrisoria dadas las dimensiones de la inversión.

 

Además, destacó los impactos negativos que desde su punto de vista, podría traer la remodelación sobre los espacios públicos y la infraestructura urbana circundante. La APP, según el cabildante, «destruiría el Estadio Campincito y otros espacios deportivos históricos utilizados por la comunidad, para dar paso a negocios privados como restaurantes, zonas comerciales y un centro de e-sports. Esta transformación afectaría directamente a más de 5.000 predios en el área circundante, exacerbando los problemas de movilidad y calidad de vida de los vecinos».

Además, subrayó la exclusión de los vendedores tradicionales que se ubican en el estadio para ofrecer diferentes productos a los ciudadanos. Criticó la decisión de excluir a más de 200 familias, como las trabajadoras de la tercera edad y mujeres cabeza de hogar, y denunció que esto no solo vulnera sus derechos laborales, sino que también representa un despojo cultural y social. La privatización del espacio, según el edil, «permite que el lucro privado se anteponga a los derechos fundamentales de los ciudadanos».

Al respecto, la concejal del Centro Democrático, Sandra Forero, considera que se debe tener en cuenta que el espacio público es de todos y que los espacios privados tienen una función social y ecológica que no implica que todos puedan hacer uso sin algunas garantías en temas de retorno.

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«Lo que se está planteando es un proyecto que va a transformar una zona de la ciudad, que garantiza ingresos; que coloca a la Bogotá en el mismo standard de los grandes capitales del mundo», afirmó.

Forero considera que es importante que el IPES tenga algunas consideraciones para incluir a los vendedores informales, pero teniendo en cuenta que a esta población hay que llevarla a la formalidad de lo contrario Bogotá no tendrá un espacio público garantizado para todos.

«Aquí hay un derecho al trabajo, pero también tiene que equilibrarse para que el espacio público sea para todos», puntualizó.

Por su parte la concejal, Quena Ribadeneira, estima que en ningún momento se quiere obstaculizar el proyecto, más no por esto se debe dejar por fuera a los vendedores informarles.

La cabildante del Pacto Histórico le pide a instituciones como el IDRD y el IPES, hacer parte de las mesas de diálogo con la APP para que incluya a esta población en el proyecto.

«La idea no es solo dejarlos vender sino vincularlos al modelo de renovación porque es claro que ellos no pueden acceder a los espacios internos del nuevo estadio El Campín», afirmó.

En octubre de 2024 la Alcaldía de Bogotá, a través del Instituto Distrital de Recreación y Deporte (IDRD) y el Concesionario Sencia, firmaron el acta de inicio de la Asociación Pública-Privada de iniciativa privada sin desembolso de recursos públicos, que permitirá que el Concesionario Sencia, empresa encargada del proyecto, invierta 2.4 billones de pesos para transformar el ecosistema de deportes, cultura y entretenimiento más importante del país, y cuyo eje será la construcción de un nuevo estadio.

¿Agua para quién? Las concesiones que secan al Distrito

En Bogotá, el acceso al agua se ha convertido en un privilegio, no en un derecho. A un año del racionamiento, es momento de preguntarnos con seriedad: ¿para quién está pensada la política de agua de esta administración? ¿Para los hogares, o para los privados que de manera silenciosa no tuvieron medidas de racionamiento y además tuvieron tarifas ridículas y, de paso, financian campañas políticas?

El alcalde Galán salió a celebrar supuestos buenos hábitos de consumo y el heroísmo ciudadano, mientras las familias del sur de Bogotá pasaban hasta dos días sin agua. En barrios como Villa Diana en Usme o Candelaria La Nueva en Ciudad Bolívar, el racionamiento fue constante, extenso y muchas veces mal coordinado. Hubo baja presión, mala calidad del agua y facturas más caras. El mensaje fue claro: el sacrificio lo asumieron los mismos de siempre. Pero lo que no se ha dicho lo suficiente —y aquí está la verdadera afrenta— es que mientras las familias ahorraban 46.5 millones de metros cúbicos de agua, las empresas privadas contaban con 5.7 millones de metros cúbicos concesionados a un precio de risa: apenas 258 millones de pesos al año. Si pagaran siquiera la tarifa del estrato 1, el Distrito debería recaudar más de 6 mil millones. En cambio, los concesionarios pagan apenas el 4,3% de lo justo. ¿Quién subsidia a quién?

 

Las cifras hablan solas: 64 concesiones de aguas subterráneas activas en 12 localidades, con Suba y Usaquén acaparando más del 50%. De estas, casi la mitad son para uso industrial. Es decir, mientras en el sur se madruga a recoger agua con baldes, en el norte las industrias llenan tanques sin restricción alguna. Y para rematar, el seguimiento que hace la Secretaría de Ambiente depende en gran parte de la buena fe del privado: reportes trimestrales y visitas mensuales que parecen más protocolo que control real.

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¿Sabía usted que el agua para llenar una piscina olímpica le cuesta al estrato 1 más de 2.6 millones de pesos, mientras a los concesionarios les cuesta 70 mil pesos? No es una exageración. Es un modelo injusto, ineficiente y profundamente inequitativo, que favorece a los de siempre. Y sí, varios de esos privados beneficiarios de concesiones generosas han financiado campañas políticas de esta administración y de sus aliados en el Concejo. ¿Casualidad?

Pero lo más escandaloso de este entramado de privilegios es el círculo vicioso de poder que sostienen. Empresas como Pat Primo, Postobón y Bavaria no solo acceden a concesiones millonarias, también son grandes financiadoras de campañas políticas en años electorales. En 2023, estas tres empresas desembolsaron más de $4.400 millones de pesos para financiar partidos como el Nuevo Liberalismo, la Alianza Verde, Cambio Radical y el Centro Democrático, así como la coalición «Bogotá Segura para la Gente», que llevó al poder a Carlos Fernando Galán. Aunque en Colombia la financiación privada no es ilegal, el problema de fondo es que estas donaciones no son gratuitas: son inversiones para mantener a flote un modelo que les garantiza agua barata, poder político y cero restricciones en tiempos de crisis. Mientras tanto, las familias de los barrios populares cargan con la factura, el racionamiento y la baja presión. ¿A quién sirve realmente el agua de Bogotá?

Es urgente repensar el modelo de gestión del agua en Bogotá. No podemos seguir naturalizando la idea de que las crisis deben ser resueltas con sacrificios ciudadanos, mientras los grandes usuarios industriales operan al margen, blindados por concesiones a precio de huevo. La ciudad necesita una política hídrica que ponga la vida, la equidad y la sostenibilidad por encima de los favores políticos y los intereses privados. Porque el agua es un bien común. Y mientras algunos la convierten en negocio, muchas familias bogotanas apenas alcanzan a abrir la llave.

Quena Ribadeneira