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Confidencial Noticias 2025

Etiqueta: Quena Ribadeneira

La fuerza polista sigue viva

El Polo Democrático Alternativo (PDA) nació en diciembre de 2005 como una convergencia de distintos sectores de izquierda en Colombia, marcando un hito en la historia política del país. En un contexto dominado por el bipartidismo tradicional y la hegemonía de las élites, el Polo representó una apuesta por la unidad de los sectores progresistas, las luchas sociales y una alternativa real de poder para quienes se resistían al modelo neoliberal y excluyente. Desde sus inicios, el Polo se convirtió en un espacio clave para la defensa de los derechos humanos, la lucha contra la corrupción y la reivindicación de los sectores históricamente marginados.

Fue el primer partido de izquierda en la historia de Colombia en alcanzar una votación significativa en elecciones presidenciales, con Carlos Gaviria en 2006, y posteriormente en las elecciones de 2010 con Gustavo Petro, que marcó un punto de inflexión en la política nacional. Sin embargo, el camino del Polo no ha estado exento de dificultades. Las disputas internas, las divisiones y los cambios en la configuración del espectro político llevaron a la salida de importantes liderazgos. Aun así, el partido ha logrado mantenerse como una fuerza fundamental en la política colombiana, siendo un bastión de resistencia y articulación de los sectores democráticos y de izquierda.

Hoy, con la realización del VII Congreso del Polo Democrático Alternativo, se abre un nuevo capítulo en su historia. Este evento no solo es una oportunidad para elegir a sus nuevas instancias de dirección, sino también para replantear su papel en el actual escenario político. En un momento donde la izquierda ha logrado acceder al poder nacional con el gobierno del Pacto Histórico, el Polo tiene el desafío de reafirmar su identidad, fortalecer su militancia y seguir siendo un actor relevante en la construcción de una Colombia más justa e incluyente.

En tiempos donde la democracia se encuentra en crisis de legitimidad, el hecho de que el Polo sea el único partido que por voto popular elija a sus miembros es una apuesta por una democracia radical, donde la palabra y la voz de la ciudadanía cuentan. Esto lo convierte en un referente de participación democrática en un momento crucial para el país. Además, es fundamental analizar este contexto con miras al partido único del Pacto Histórico y al proyecto de cambio en el que millones de colombianos creímos. La articulación de las diferentes fuerzas progresistas debe ser una prioridad, asegurando que los principios de justicia social, inclusión y participación ciudadana no se diluyan en la burocracia del poder.

En este VII Congreso, la apuesta por la renovación del Polo es una de las claves fundamentales. En una confluencia de tendencias y fuerzas, hemos construido una coalición denominada Pactemos, que cuenta con una lista nacional 41 y más de 20 listas departamentales, poblacionales e internacional. Estas listas están integradas por jóvenes, diversidades, ciclistas, líderes sociales y fuerzas democráticas con el firme propósito de renovar la política, aportar una visión más territorial y representar la riqueza y pluralidad de nuestro país. Esta es una oportunidad histórica para actualizar las dinámicas del partido, democratizar aún más sus estructuras y garantizar que su voz siga siendo relevante en la transformación de Colombia.

Mantener viva la fuerza polista es una tarea que va más allá de la coyuntura electoral. Implica fortalecer la organización de base, reivindicar su legado y proyectarse hacia el futuro con propuestas que respondan a las necesidades de la ciudadanía. El VII Congreso debe ser un espacio de debate profundo, pero sobre todo, de unidad y compromiso con los principios que dieron origen al partido hace casi dos décadas.

Quena Ribadeneira

Un llamado a la sensatez

Esta semana, el presidente Gustavo Petro protagonizó la primera alocución televisada de un Consejo de Ministros, un hecho histórico que evidencia su intención de mantener un diálogo transparente con el país. En su intervención, Petro lanzó una afirmación contundente: “la izquierda es sectaria”, un señalamiento que ha generado reacciones dentro de nuestra coalición y militantes. Como concejala del Pacto Histórico, coalición que lo llevó a la Presidencia, considero fundamental hacer un llamado a la unidad y al cuidado del proyecto de cambio que le planteamos a Colombia.

Es cierto que en el seno de cualquier movimiento político existen tensiones y conflictos. Sin embargo, debemos diferenciar entre el debate constructivo y el sectarismo destructivo. Sectarismo no es mantener posiciones firmes ni tener un horizonte ideológico claro; sectarismo es cerrarse al diálogo, excluir a quienes piensan diferente y construir trincheras en lugar de puentes. Es precisamente esa actitud la que debilita las posibilidades de transformar a fondo el país.

El proyecto del Pacto Histórico nació de la convergencia de movimientos sociales, sindicatos, juventudes, organizaciones sociales y comunidades indígenas, afrodescendientes y LGBTIQ+. Estas fuerzas han resistido históricamente la violencia, el exterminio y la marginación. Su diversidad es su principal fortaleza, pero también exige un ejercicio constante de articulación y respeto mutuo. No podemos permitir que las diferencias internas se conviertan en obstáculos para avanzar en la agenda de cambio que Colombia necesita.

El presidente Petro también afirmó que de los once millones de votos que lo llevaron a la Presidencia, solo uno fue aportado por la izquierda. Este dato debe ser analizado con seriedad y sin triunfalismos. La izquierda, como proyecto político, ha tenido un papel histórico crucial en la lucha por los derechos sociales, pero también debe reconocer que su capacidad de convocatoria es limitada si no logra conectar con sectores más amplios de la sociedad. El voto popular de Petro refleja una demanda ciudadana por justicia social, paz y dignidad, que trasciende las etiquetas ideológicas tradicionales.

Sin embargo, también debemos ser honestos: personas como Armando Benedetti y Laura Sarabia le han hecho daño al proyecto del Pacto Histórico. Más allá de sus capacidades o problemas personales, no representan los valores éticos que defendemos. Colombia votó por un cambio precisamente para rechazar el maltrato, la violencia y las prácticas políticas tradicionales que han causado tanto daño. No podemos permitir que figuras cuestionables desvirtúen el sentido de esta transformación.

En este momento crucial, es necesario hacer un llamado al debate de ideas, al reencuentro y a la posibilidad de volver a enamorar desde la política. Debemos recuperar el lado poético de la política: ese espacio donde somos capaces de construir sueños colectivos y trabajar por un bienestar compartido. La democracia no se sostiene solo con victorias electorales, sino con la capacidad de generar esperanza, de escuchar y de construir juntos.

El futuro del Pacto Histórico y del gobierno de Gustavo Petro depende de nuestra capacidad para superar divisiones y trabajar con generosidad y responsabilidad. Debemos ser fieles a las luchas históricas que nos han traído hasta aquí, pero también abiertos a las nuevas voces y demandas que han surgido en el camino. Solo así podremos garantizar que el cambio por el que millones de colombianos votaron se haga realidad.

PD: El Consejo de Ministros televisado marca un paso significativo hacia la transparencia en la toma de decisiones y el acceso ciudadano a la información pública. Sin embargo, para que este ejercicio sea efectivo, es fundamental implementar una metodología clara que permita discusiones ejecutivas, estructuradas y comprensibles para la audiencia. No se trata solo de mostrar el debate, sino de comunicar resultados concretos y avances en el cumplimiento del Plan Nacional de Desarrollo Colombia, potencia mundial de la vida. Transparencia no es caos televisado, sino una oportunidad para fortalecer la confianza ciudadana a través de la rendiciónn de cuentas clara y efectiva.

Quena Ribadeneira

Pregonan libertad, pero cultivan dictadura

El auge de Donald Trump y su reciente posición como figura clave en la alianza internacional de partidos de ultraderecha y fascistas plantea una preocupante tendencia en el escenario político global. Esta alianza se caracteriza por la promoción de principios profundamente antidemocráticos: la xenofobia, la negación de derechos fundamentales, el retroceso en las conquistas de las mujeres, la negación de los derechos de la comunidad LGBTIQ+, la anti inmigración y la perpetuación del racismo estructural. Con discursos populistas y estrategias de desinformación, estos partidos han capturado el descontento social para imponer agendas que fracturan los derechos humanos y la cohesión social.

A pesar de pregonar la defensa de la libertad, la praxis de estos movimientos revela una realidad opuesta. En el poder, restringen las agendas progresistas, imponen visiones monolíticas de la sociedad y censuran cualquier pensamiento divergente. Un claro ejemplo es su insistencia en la biologización de las identidades de género, promoviendo la existencia de solo dos sexos y anulando las demandas por derechos de las comunidades LGBTIQ+. Además, han erosionado derechos laborales y perseguido el pensamiento crítico en instituciones educativas. La aparente paradoja de defender libertades mientras se consolidan como dictaduras se desvela como una estrategia fría y calculada: redefinen la libertad como el derecho exclusivo de imponer sus visiones retrógradas.

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Las medidas antiinmigración implementadas por Donald Trump son un claro ejemplo de cómo estas alianzas de ultraderecha restringen libertades fundamentales mientras pregonan lo contrario. Durante su primer mandato, las deportaciones masivas alcanzaron cifras alarmantes, y la separación de familias en la frontera con México generó una crisis humanitaria ampliamente condenada, las nuevas medidas no distan mucho de las anteriores y prometen una radicalidad en su discurso y acciones. A esto se suma la imposición de aranceles a países vecinos como método de presión económica, rompiendo con los principios de cooperación internacional. Estas políticas no solo evidencian una concepción limitada y excluyente de la libertad, sino que también están reconfigurando el orden mundial, debilitando las alianzas multilaterales y fomentando un sistema basado en el proteccionismo y la fragmentación.

En Colombia, el avance de esta agenda tiene rostros concretos: figuras como Vicky Dávila y María Fernanda Cabal encarnan esta corriente de ultraderecha. Ambas no solo comparten discursos similares a los de Trump, sino que cuentan con asesores vinculados a referentes como Javier Milei en Argentina y Nayib Bukele en El Salvador. La influencia de estos personajes representa una amenaza directa para la democracia colombiana, que podría retroceder hacia un modelo autoritario disfrazado de «orden» y «prosperidad». Propuestas que buscan eliminar agendas de equidad de género, recortar libertades civiles y perpetuar la exclusión económica de amplios sectores ya empiezan a permear el debate público.

Los efectos concretos de esta agenda pueden evidenciarse con cifras contundentes. En países donde la ultraderecha ha tomado el poder, los indicadores de violencia hacia las mujeres han aumentado debido al debilitamiento de políticas de protección. En Brasil, bajo la presidencia de Jair Bolsonaro, los feminicidios aumentaron en un 7% entre 2019 y 2021 (según el Foro Brasileño de Seguridad Pública). En Hungría, Viktor Orbán consolidó un sistema que limita las libertades de prensa y persigue a la comunidad LGBTIQ+. Colombia no está exenta de esta amenaza si no se toman acciones contundentes para preservar el pluralismo político y la defensa de los derechos fundamentales.

En este contexto, la lucha no puede ser meramente reactiva. Debemos reinventar las formas de hacer política desde una óptica poética y distinta, convocando a la gente no solo con el discurso de la denuncia, sino también con la promesa de construir un país donde la vida digna sea el horizonte común. Frente a la narrativa del miedo, necesitamos el lenguaje de la esperanza; frente al autoritarismo, la organización comunitaria y participativa. La amenaza es real, pero también lo es la posibilidad de un nuevo pacto social cimentado en la inclusión y el respeto por la diversidad. Esa es la lucha que debemos abrazar con firmeza y convicción.

Quena Ribadeneira

La economía popular no se limpia, se incluye

Hace pocos días, en el Concejo de Bogotá, lideré un debate de control político para analizar el trato que la administración distrital de Carlos Fernando Galán da a la economía popular y los vendedores informales. El balance fue preocupante. El Distrito, representado por la Secretaría de Gobierno y el Instituto para la Economía Social (IPES), presentó una oferta débil y carente de visión integral, que redujo las soluciones al desalojo y la reubicación improvisada. Sus argumentos dejaron en evidencia una concepción limitada de la economía popular, tratándola como un obstáculo en lugar de reconocer su importancia como sustento de miles de familias y como parte esencial de la dinámica económica de Bogotá. En lugar de estrategias estructurales para fortalecer a este sector, lo que encontramos fue una narrativa de “limpieza” que excluye a quienes no encajan en el modelo económico formal. Este debate, lejos de cerrar el tema, mostró la necesidad urgente de reorientar el enfoque de ciudad hacia uno que sea verdaderamente inclusivo

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Bajo esta perspectiva, las ciudades parecen diseñadas exclusivamente para quienes encajan en un esquema de producción formal, ignorando a miles de ciudadanos que diariamente sobreviven en la informalidad. En Bogotá, esta realidad no es menor: el 36.5% de la economía de la ciudad es informal y cerca de 90.000 personas trabajan como vendedores callejeros, según el Instituto para la Economía Social (IPES). Estos números no son simplemente cifras, son historias de lucha y resiliencia, de mujeres, hombres y familias que han encontrado en la calle un espacio para resistir frente a un sistema económico que no les ofrece oportunidades.

La visión de Galán, centrada en “limpiar” el espacio público, no es nueva en la historia de las ciudades latinoamericanas. Esta narrativa, revestida de términos como “seguridad” y “movilidad”, busca construir urbes funcionales para un sector reducido de la población: los formales, los privilegiados, los visibles. Pero ¿qué pasa con aquellos que han sido históricamente marginados del acceso al trabajo formal y de derechos sociales básicos?.

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En operativos como el desalojo masivo de vendedores en la estación Ricaurte de TransMilenio, que buscaba liberar los corredores para garantizar la movilidad de más de 70.000 pasajeros diarios, queda claro que la solución es fragmentaria. Estas intervenciones, aunque justificadas en términos de seguridad y funcionalidad, no abordan el problema estructural de la informalidad. Por el contrario, lo profundizan al desplazar a las personas sin ofrecer alternativas reales.

Contrario a lo que muchos creen, los vendedores informales no son una anomalía en la economía de Bogotá. Son actores clave en la dinámica urbana, como lo ha demostrado ampliamente el presidente Gustavo Petro, quien durante su alcaldía (2012-2015) promovió políticas inclusivas que reconocían a los vendedores como parte de la economía popular. En lugar de criminalizarlos, Petro los visibilizó, integrándolos en estrategias que buscaban su formalización progresiva. El Plan de Desarrollo “Bogotá Humana” implementado por Petro reconoció que la economía popular no es un problema que deba erradicarse, sino una oportunidad para construir una ciudad más equitativa. Estas políticas, aunque perfectibles, sentaron un precedente: la informalidad no puede combatirse únicamente desde el desalojo.

Los académicos Hernando de Soto y Saskia Sassen coinciden en que la informalidad es una respuesta a sistemas urbanos excluyentes. De Soto, por ejemplo, plantea que la economía informal encierra un capital potencial que solo puede liberarse con mecanismos que formalicen sin reprimir. Pero cuando se ignora esta visión, como ocurre bajo la administración actual, lo que se fomenta es la exclusión de un sector que ya vive al límite.

La pregunta que deberíamos hacernos no es si el espacio público debe ser ordenado, sino para quién está siendo diseñado ese orden. Bogotá, una ciudad que acoge a personas de todos los rincones del país, debe ser también un lugar donde quepan todos sus habitantes. Desplazar a los vendedores informales no solo vulnera derechos, sino que crea un espacio público vacío de humanidad, carente de esa diversidad que le da vida.

La Corte Constitucional ha reiterado en múltiples sentencias que las acciones estatales hacia los vendedores informales deben garantizar sus derechos fundamentales al trabajo, la dignidad y el mínimo vital. Decisiones como las sentencias T-772 de 2003, T-043 de 2007 y T-772 de 2016 subrayan que los desalojos no pueden ser arbitrarios ni desproporcionados, y que las autoridades deben ofrecer alternativas reales y sostenibles como reubicaciones concertadas o programas de empleo dignos. En relación con el Decreto 098 de 2004, que regula el uso del espacio público en Bogotá, la Corte ha enfatizado que su implementación debe equilibrar la recuperación del espacio público con el respeto por los derechos de los vendedores informales. Esto implica que las intervenciones deben ser dialogadas, incluir soluciones inclusivas y no limitarse a un enfoque represivo. La Corte insta a interpretar este decreto desde un enfoque de derechos humanos, reconociendo el aporte de la economía popular al tejido social y económico de la ciudad.

El reto para Bogotá no es solo lograr que el espacio público sea funcional, sino que sea un lugar donde la justicia social y la equidad prevalezcan. Un modelo que priorice la expulsión y el desalojo nunca será sostenible ni humano. Si queremos una Bogotá donde todas y todos caminemos seguros, debemos empezar por diseñar una ciudad para todos y no solo para unos pocos. La ciudad es de quienes la habitan, no de quienes la administran.

Quena Ribadeneira

El nuevo partido en el que me quiero inscribir

El Pacto Histórico, la coalición que llevó por primera vez a un gobierno progresista al solio de Bolívar, ha dado un paso histórico al anunciar su transformación en un movimiento político unitario. Esta decisión no solo marca un antes y un después en la política nacional, sino que también consolida la mayor fuerza social y política del país, uniendo a diversos sectores en torno a una agenda de cambio y justicia social. En un contexto de fragmentación partidista, esta unificación representa una apuesta por la estabilidad, la coherencia y la capacidad de transformar el panorama político colombiano.

La historia enseña que los grandes cambios sociales nacen de procesos unitarios que trascienden las diferencias particulares. Como señaló Antonio Gramsci, «el partido es el instrumento principal con el que las clases subalternas pueden alcanzar la hegemonía, articulando sus demandas diversas en una dirección común que confronte al poder existente».

Esta reflexión resuena hoy en la consolidación del Pacto Histórico como partido, un esfuerzo por transformar el mosaico de luchas sociales y populares en una fuerza organizada capaz de redefinir la política en Colombia. El reto no es menor: articular demandas diversas sin perder de vista el objetivo común, mientras se mantiene la conexión con las bases y se responde a las urgencias de la sociedad.

La historia nos enseña que los grandes cambios sociales y políticos nacen de la unión de fuerzas diversas. En América Latina, movimientos como el Frente Amplio en Uruguay o el Movimiento de Regeneración Nacional (MORENA) en México lograron articular coaliciones de sindicatos, organizaciones campesinas, feministas y otros sectores populares, superando divisiones tradicionales para consolidarse como alternativas reales al statu quo.

La unificación que permitió la elección del primer gobierno progresista en Colombia fue un proceso complejo y sin precedentes. Sindicatos, comunidades étnicas, colectivos feministas, ambientalistas y muchos otros sectores dejaron a un lado sus diferencias para construir una plataforma común. Sin embargo, este proceso no ha estado exento de tensiones y retos. La tarea ahora es mantener esa diversidad como un activo y no como un obstáculo, asegurando que cada corriente interna siga aportando a la construcción colectiva. Como bien señaló el periodista Héctor Riveros, el Pacto Histórico es hoy la organización política más grande de Colombia, con la base social más amplia: sindicatos, grupos étnicos, organizaciones feministas y ambientalistas. Ningún otro partido se le acerca. Este es un logro monumental, pero también una responsabilidad enorme. La democracia interna, las consultas populares y la inclusión efectiva de amplios sectores sociales y políticos serán clave para mantener esta solidez.

De cara a las elecciones de 2026, el reto no solo es definir un candidato único que represente al Pacto, sino también a un frente progresista más amplio. Este candidato debe surgir de un proceso transparente y participativo que refleje las demandas y aspiraciones de las comunidades. Además, el nuevo partido debe permanecer conectado con la realidad de las calles, escuchando y atendiendo los problemas cotidianos de la gente. La representación legítima no se construye en oficinas cerradas, sino en el contacto directo con las bases.

Finalmente, el Pacto Histórico tiene la tarea de consolidarse como una fuerza transformadora y duradera. Esto implica garantizar que los principios de justicia social, equidad de género, defensa del medio ambiente y respeto por la diversidad no solo permanezcan en el discurso, sino que guíen cada acción del partido. El camino que sigue es desafiante, pero también lleno de posibilidades. Como dijo el presidente Gustavo Petro: este es el nuevo partido en el que quiero inscribirme. Y también el partido que debe ser capaz de transformar a Colombia para siempre.

Quena Ribadeneira

Buenas noticias para Bogotá

Lograr avances significativos en temas de ciudad requiere voluntad, diálogo y, sobre todo, la capacidad de construir puentes entre diferencias políticas. En esta ocasión, varios colegas del Concejo, a pesar de tener posiciones ideológicas distintas, demostraron que el bienestar de Bogotá está por encima de cualquier barrera partidista. Gracias a este espíritu de colaboración, se lograron aprobar dos acuerdos que representan un hito para la ciudad: el proyecto de entornos educativos libres de discriminación en homenaje a Sergio Urrego y la implementación de bici parqueaderos gratuitos en eventos masivos. En medio de las complejidades que enfrentamos como ciudad, es un placer destacar estos acuerdos recientemente aprobados que marcan pasos significativos hacia una Bogotá más inclusiva y sostenible.

El primer acuerdo, inspirado en el legado de Sergio Urrego, establece entornos educativos seguros y libres de discriminación para niñas, niños y jóvenes LGBTIQ+. Este proyecto no es solo una declaración de intenciones; es un compromiso tangible para garantizar que las escuelas de nuestra ciudad sean espacios de respeto, aprendizaje y desarrollo integral, sin importar la orientación sexual o identidad de género de sus estudiantes. Las cifras lo respaldan: más de la mitad de los estudiantes LGBTIQ+ en Colombia se sienten inseguros en sus colegios, y una proporción significativa abandona sus estudios debido al acoso y la discriminación. Con este acuerdo, Bogotá se posiciona como un ejemplo nacional en la defensa de los derechos humanos desde la educación.

A nivel internacional, ciudades como Toronto y Estocolmo han implementado políticas similares que no solo han reducido las tasas de acoso escolar, sino que también han mejorado el desempeño académico y el bienestar emocional de estudiantes LGBTIQ+. Bogotá, con este paso, entra en esa lógica de ciudades que entienden que la inclusión es una inversión en el futuro de su juventud.

El segundo acuerdo aprobado también merece celebrarse. Se trata de la creación de bici parqueaderos gratuitos en eventos de alta complejidad. Este proyecto responde a una necesidad sentida por miles de ciclistas que, hasta ahora, enfrentaban dificultades para asistir a eventos masivos sin sacrificar la seguridad de sus bicicletas. En ciudades como Ámsterdam y Copenhague, la promoción del uso de la bicicleta ha sido clave para reducir emisiones, descongestionar el tráfico y mejorar la calidad de vida. Bogotá, una ciudad que ya es reconocida por su amplia red de ciclorrutas, da un paso más al fomentar el uso de este medio de transporte sostenible, asegurando que las personas puedan disfrutar de eventos públicos sin preocupaciones logísticas.

Estos acuerdos no solo demuestran que es posible avanzar hacia una ciudad más equitativa y sostenible, sino que también nos invitan a reflexionar sobre el poder de la participación ciudadana y la acción colectiva. Detrás de cada uno de estos proyectos está el esfuerzo de comunidades, colectivos y líderes que han trabajado incansablemente para que estas ideas se materialicen.

Es crucial que sigamos apostando por iniciativas que integren a Bogotá en el club de las ciudades progresistas del mundo. Cada paso cuenta, y estos dos nuevos acuerdos son un testimonio de que, a pesar de los retos, podemos construir una ciudad que sea ejemplo de inclusión, movilidad sostenible y respeto por la diversidad.

Estos dos acuerdos son parte de un balance positivo de mi primer año de concejalía, en el que hemos demostrado que, además del control político necesario y clave para la ciudad, es fundamental impulsar iniciativas que mejoren la calidad de vida de todas y todos. Pedalear por una Bogotá ciudad de derechos no es solo una tarea, sino un compromiso constante para garantizar una ciudad que realmente funcione para su gente.

Quena Ribadeneira

Las mujeres no caminamos seguras

Este 25 de noviembre, Día Internacional para la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, no podemos limitarnos a un acto simbólico de reflexión. La violencia de género en Bogotá sigue siendo un flagelo imparable, y aunque celebramos avances en términos de normativas y políticas públicas, la cruda realidad nos muestra que las mujeres seguimos enfrentando una violencia estructural, sistemática y creciente. Los recientes feminicidios, las amenazas latentes y la falta de respuestas eficaces desde las autoridades exigen un análisis profundo y una reflexión que, lamentablemente, sigue pendiente.

En Bogotá, el panorama es desolador. A pesar de contar con un presupuesto de $124.000 millones para la Secretaría Distrital de la Mujer, las cifras siguen siendo alarmantes. Cada cuatro días, una mujer es asesinada en la ciudad. Según el Observatorio de Feminicidios en Colombia, Bogotá ocupa el segundo lugar en feminicidios en el país, con 72 casos registrados en lo que va del año. Este dato refleja una contradicción dolorosa: tenemos recursos, pero no estamos salvando vidas.

Si bien desde la administración distrital se han anunciado medidas, como la reactivación del Grupo de Género Interinstitucional y la campaña «Bogotá Ciudad Púrpura», los datos revelan una desconexión entre el discurso y la acción. Los servicios psicosociales y jurídicos han disminuido un 48% en 2024 respecto al año anterior, y los Consejos Locales de Seguridad para las Mujeres han sufrido una reducción presupuestal del 46%. La respuesta institucional no está a la altura de la magnitud de la violencia que enfrentan las mujeres, y, lejos de garantizarles protección, las deja expuestas a una violencia machista que sigue arrebatando vidas.

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La semana pasada, el alcalde Carlos Fernando Galán expresó su preocupación por el feminicidio de Danis Miranda Yanes en Suba y pidió agilizar la captura del agresor. Sin embargo, cuando contrastamos esas palabras con la realidad de lo que ocurre en las calles de Bogotá, la inacción es evidente. En casos como el de Naomy Arboleda, una joven de 25 años asesinada brutalmente en el barrio Las Cruces, la justicia tarda en llegar. Naomy sufrió el acoso y la violencia de un hombre que, en represalia por sus reclamos, la golpeó hasta matarla.

Peor aún es el caso de Julieth Merchán, una mujer que vive bajo amenaza constante desde que un expolicía, Cristian Andrey Osorio, intentó asesinarla en su propio hogar. A pesar de la medida de protección que debería mantener alejado a su agresor, la Policía no ha actuado, y el violento sigue libre, amenazando con «adelantarse» a la justicia. Julieth está atrapada en un círculo de miedo, sin poder regresar a su casa ni trabajar tranquila. Esta situación refleja el vacío en la protección real de las mujeres en nuestra ciudad.

Estos casos no son aislados. Son el reflejo de una ciudad que, aunque declara su preocupación por la violencia de género, no implementa políticas efectivas para garantizar la seguridad de las mujeres. La fragmentación entre las entidades encargadas de la protección, la falta de coordinación y la reducción de los recursos destinados a la atención y prevención de la violencia son obstáculos que deben ser superados de inmediato. No es suficiente con declaraciones y campañas mediáticas; se requiere un compromiso real, con recursos adecuados y una política pública que priorice la vida de las mujeres.

A nivel global, la lucha por los derechos de las mujeres enfrenta amenazas serias bajo el pretexto de ideologías políticas que, como la teoría woke, buscan deslegitimar nuestros avances y presentar a la igualdad de género como una «perversión» de la familia y la sociedad tradicional. Este discurso, que gana terreno en diversas partes del mundo, es peligrosamente regresivo. Bajo la fachada de proteger la «familia tradicional», se esconde un ataque directo a los derechos conquistados por las mujeres, que de manera histórica hemos luchado por garantizar.

No podemos permitir que estas voces de odio, que promueven el retroceso en los derechos humanos, se impongan. Por ello, hoy más que nunca debemos exigir que se le ponga fin a la impunidad, que se brinde atención real a las víctimas de violencia de género y que se destinen recursos suficientes para garantizar una protección integral para todas las mujeres de Bogotá. Hoy, en el 25N, hacemos un llamado a la reflexión, a la acción y a la exigencia de justicia. Porque mientras no se garantice la seguridad de las mujeres, Bogotá no será una ciudad segura para nadie.

Quena Ribadeneira

Galán: El improvisador

Contrario a la narrativa de una administración técnica y basada en la evidencia que pregona en el show mediático el alcalde de Bogotá, Carlos Fernando Galán, lo que estamos viviendo los bogotanos es una gestión marcada por la improvisación, la falta de coordinación y una peligrosa superficialidad en la toma de decisiones. La capital enfrenta hoy una serie de crisis que, lejos de resolverse, se agravan por la incapacidad de articular respuestas claras y efectivas.

La crisis del agua en Bogotá es uno de los temas que ha dejado ver la improvisación de Galán y su equipo, mostrando una administración que parece más interesada en gestionar percepciones que en asumir responsabilidades. Las constantes interrupciones en el servicio y la falta de planificación para garantizar el suministro en las zonas más vulnerables revelan una gestión que opera al margen de las verdaderas necesidades de la ciudadanía. Más preocupante aún es la falta de coordinación con el Gobierno Nacional, una relación que debería ser estratégica para abordar temas estructurales como el abastecimiento de agua y la modernización de la infraestructura hídrica. Galán ha preferido politizar con afanes electorales la relación con el Gobierno Nacional, usándolo como excusa, culpándolo de los problemas de su administración en lugar de construir soluciones conjuntas.

Durante la campaña, Galán prometió enfrentar la inseguridad sin excusas ni retrovisores. Sin embargo, el panorama actual es desolador: los índices de inseguridad aumentan, y las medidas anunciadas no parecen ser más que reacciones desesperadas a la presión mediática. En vez de implementar estrategias integrales, se han priorizado operativos aislados que, aunque generan titulares, no abordan las raíces del problema. Peor aún, esta administración ha tratado de complacer a todos los sectores en temas de seguridad, buscando no incomodar a nadie. Esto ha resultado en políticas fragmentadas, sin la contundencia necesaria para enfrentar las amenazas que afectan diariamente a los ciudadanos.

Especialmente preocupante es la crisis de seguridad que enfrentan las mujeres en Bogotá. El aumento alarmante de los feminicidios que ya suman más de 47 víctimas y la falta de acciones contundentes por parte de la administración demuestran un vacío en la protección de los derechos de las mujeres. Los esfuerzos para implementar políticas de género han sido mínimos, y los refugios o programas de apoyo para víctimas de violencia son insuficientes. Galán parece ignorar que la seguridad para las mujeres no es un tema secundario, sino una prioridad urgente que requiere una respuesta contundente.

El plan de desarrollo de Galán también evidencia una falta de visión de largo plazo para Bogotá. Su apuesta por mantener el modelo de TransMilenio como eje del sistema de transporte masivo perpetúa los problemas de congestión, contaminación y desigualdad en la movilidad. Mientras las grandes capitales avanzan hacia sistemas de transporte limpios, multimodales y sostenibles, Bogotá no encuentra el rumbo sobre la integración de la bicicleta al SITP como aportante a la solución y por el contrario sigue anclada a un modelo obsoleto. Además, la propuesta de urbanizar áreas clave como la reserva Thomas van der Hammen demuestra una visión cortoplacista que prioriza la expansión descontrolada sobre la preservación ambiental. Esta política no solo pone en riesgo un ecosistema vital para la ciudad, sino que también perpetúa un modelo de desarrollo urbano desordenado, en el que el negocio inmobiliario tiene más peso que el bienestar de los ciudadanos y la sostenibilidad del territorio.

Galán también ha demostrado un afán preocupante por quedar bien con todos. Este estilo complaciente puede ser útil en campaña, pero es desastroso cuando se trata de gobernar. En su búsqueda por agradar, evita tomar decisiones firmes, lo que ha generado un desgobierno evidente en áreas clave como el transporte público, la movilidad sostenible y la gestión ambiental. Bogotá necesita un liderazgo que actúe con firmeza y claridad, que priorice las necesidades de la gente sobre los intereses políticos y que se comprometa verdaderamente con el desarrollo de la ciudad. Las improvisaciones y las excusas no son suficientes para enfrentar los desafíos de una ciudad que clama por soluciones reales.

La gran pregunta que debemos hacernos como bogotanos es: ¿hasta cuándo la improvisación y las excusas serán el sello de esta administración? La ciudad no puede seguir soportando una gestión que prioriza el discurso sobre la acción. El tiempo de las promesas quedó atrás; ahora es el momento de exigir resultados.

Quena Ribadeneira

Sin espíritu, el agua muere

La crisis hídrica en Bogotá ha revelado una vez más la profunda desigualdad en la distribución de los servicios esenciales en nuestra ciudad. En Ciudad Bolívar, una de las localidades más grandes y con mayor población vulnerable, el agua no es simplemente un recurso limitado; se ha convertido en un privilegio restringido por condiciones de infraestructura y políticas públicas que no consideran las realidades de sus habitantes. Desde hace más de tres meses, más de 18 barrios enfrentan cortes continuos de agua. Para las familias de sectores como Candelaria La Nueva, Arborizadora Alta y San Francisco, los racionamientos son mucho más que un calendario. Mientras que otras zonas de la ciudad experimentan cortes temporales con mayor predictibilidad, los habitantes de Ciudad Bolívar denuncian retrasos de hasta diez días en el restablecimiento del servicio e, incluso cuando llega, el agua aparece turbia y de color marrón, lo que la hace insegura para el consumo.

La respuesta oficial de la Empresa de Acueducto y Alcantarillado de Bogotá (EAAB) ha sido atribuir estas fallas a un supuesto “sobreconsumo” en la localidad. Sin embargo, esta explicación cae en el simplismo y en la falta de empatía, ya que ignora las condiciones reales de vida en Ciudad Bolívar. La infraestructura en estos barrios, con viviendas autoconstruidas y de materiales precarios, muestra que no todos los hogares cuentan con tanques de reserva para almacenar agua. Las comunidades aquí no «hacen trampa»; apenas sobreviven. Mientras tanto, el Distrito ha sancionado el consumo excesivo en estratos bajos, y sorprendentemente, el 50% de estas sanciones recaen sobre el estrato 2. Parece que la crisis hídrica de Bogotá tiene víctimas selectivas, y son justamente quienes menos tienen quienes deben soportar el peso del racionamiento. ¿Dónde están las sanciones para las industrias o los sectores de altos ingresos? ¿Cómo se incentiva un consumo responsable del agua entre quienes más consumen?

En respuesta, la comunidad de Ciudad Bolívar ha recurrido a colectas y apoyos vecinales para comprar agua para aquellos en mayor vulnerabilidad, mostrando una vez más que la solidaridad emerge donde las instituciones fallan. Estas soluciones temporales, aunque dignas de reconocimiento, no son sostenibles ni aceptables. Es inaceptable que familias enteras deban depender de la lluvia o de la bondad de sus vecinos para acceder a un recurso vital. Desde esta columna, hago un llamado a la Administración para que atienda con urgencia y empatía esta situación. La crisis climática y los problemas estructurales en el suministro de agua no deben ser una excusa para profundizar la desigualdad. Es necesario priorizar soluciones técnicas que realmente atiendan las necesidades de la comunidad, como la conexión de la planta El Dorado con los sistemas de abastecimiento de Ciudad Bolívar y otras localidades periféricas.

Esta problemática, sin duda una falta gravísima de gestión, deja en evidencia la falta de coordinación y la improvisación de la administración distrital de Carlos Fernando Galán, que, a pesar de presentarse como la más técnica y preparada, muestra serias carencias en el manejo de la crisis climática. Más allá de un esfuerzo coordinado que involucre a la ciudadanía en prácticas sostenibles, las medidas actuales parecen enfocarse solo en asegurar el suministro, sin un plan educativo profundo ni un enfoque a largo plazo. Esto no solo expone una visión reduccionista, sino que además retrasa avances esenciales en el cambio de mentalidad de la ciudadanía. Aunque valoro la presencia del alcalde frente de la emergencia en la autopista norte, parece siempre que la respuesta aparece no por preparación sino por contingencia, ¿Esta realmente la alcaldía de Bogotá planeando con un enfoque de gestión de riesgo y cambio climático?

En sus recientes columnas en El Espectador, William Ospina, en “Para pedirle al río que nos salve”, nos invita a reflexionar sobre el deterioro del río y el agua como espejo de nuestra conciencia ambiental. Es una advertencia que la administración de la ciudad haría bien en escuchar. Como lo afirma Ospina, “aunque el conocimiento es muy importante… hay cosas aún más importantes… el sentimiento, la compasión y la gratitud.” Sin embargo, los resultados de esta administración parecen quedar a la deriva de un desarrollo sin un verdadero espíritu de pertenencia. La gestión actual necesita ese compromiso que, en palabras de Ospina, es lo único que podría comenzar a salvar no solo al río, sino también el futuro de nuestra ciudad y el bienestar de sus habitantes.

El río Bogotá y el agua en nuestra ciudad no es solo un cauce olvidado; es la clave esencial para transformar nuestra crisis ambiental y repensar la ciudad desde el agua. Su recuperación, como dice Ospina, exige una planificación urbana que ponga al agua en el centro, no como recurso explotable, sino como un elemento vital que conecta nuestras vidas. Ordenar el territorio alrededor del río es asumir que el agua debe ser el eje de la vida urbana, un reflejo de nuestra responsabilidad colectiva y una condición necesaria para un futuro sostenible. Solo así podremos empezar a superar la profunda desconexión entre la ciudad y su naturaleza.

Quena Ribadeneira

Bogotá camina con bolillo

La reciente intervención en la estación Ricaurte de Transmilenio, donde la Alcaldía de Bogotá desalojó a un grupo de vendedores ambulantes, ha desatado una ola de críticas y preocupación sobre el trato a la economía informal en la ciudad. Este operativo, ejecutado en medio de un clima de tensión y protesta, refleja una problemática de vieja data: el espacio público en Bogotá está atrapado entre la necesidad de mantener el orden y la obligación de garantizar oportunidades de sustento para las cientos de familias que dependen del comercio informal. La respuesta parece ya definida por el Alcalde y su Secretario de Seguridad: bolillo y exclusión antes que diálogo e inclusión.

La Alcaldía de Bogotá y la Policía Metropolitana han reiterado que no darán marcha atrás en su decisión de retirar a los vendedores ambulantes de las estaciones de Transmilenio. Aseguran que esta medida no es una oposición a la actividad de estos comerciantes, sino un intento de reducir riesgos para los usuarios y evitar lo que describen como “anarquía” en el espacio público. Sin embargo, esta postura despierta interrogantes sobre el compromiso de la administración con el Decreto 098 de 2004, que establece políticas de concertación y coordinación con los vendedores informales y aboga por una regulación integral de sus actividades en el espacio público.

Este decreto prevé la creación de mesas de trabajo y un cronograma de actividades orientadas a ofrecer alternativas de solución y programas de inclusión social a los vendedores informales. Sin embargo, estos mecanismos han quedado en gran medida en el papel. La situación actual en Transmilenio muestra una clara contradicción en la política pública sobre el espacio público: se busca imponer orden, pero no se atienden las causas estructurales de la informalidad. El secretario de Seguridad ha anunciado que continuarán las intervenciones en otras estaciones y portales, con la intención de erradicar la presencia de vendedores en áreas críticas para la operación del sistema. Sin embargo, esto deja en el aire una pregunta fundamental: ¿qué alternativas reales tienen estos vendedores para mantener su sustento y cuáles alternativas está ofreciendo la Alcaldía?

Históricamente, las estaciones de Transmilenio han sido escenario recurrente para la economía informal. La Defensoría del Pueblo señaló en 2015 que cerca del 95% de las entradas a las estaciones contaban con ventas ambulantes, evidenciando que esta actividad es parte de la dinámica de estos espacios. Conociendo esto, la administración dejo estipulado en el Plan de Desarrollo “Bogotá Camina Segura”, en el artículo 181 que las autoridades deben desalojar a estos vendedores del sistema de transporte. No porque se actúe con fuerza y policía se resuelve un problema que tiene que ver con la comida y la supervivencia de las personas. El desalojo de vendedores informales no elimina la necesidad que los llevó a estar ahí en primer lugar, por eso considero equivocado el enfoque con el que la administración está abordando esta problemática.

Aunque se intente imponer un concepto de limpieza y orden en el espacio público, la realidad de las familias que dependen de las ventas informales es cada vez más crítica, pues necesitan algún medio para asegurar su sustento diario. La erradicación de su presencia en las calles no resuelve la situación, sino que obliga a estas familias a buscar alternativas aún más precarias o arriesgadas. Durante la discusión del Plan de Desarrollo, advertí en el Concejo sobre el riesgo de criminalizar a los vendedores informales en el sistema de transporte público (SITP); esta no es una cuestión de simple orden o seguridad, sino un tema profundamente complejo en un país y una ciudad donde la informalidad se ha convertido en el pan de cada día para miles de hogares.

La sentencia T-102 de 2024 de la Corte Constitucional, la más reciente en esta materia, reitera un precedente relevante, la defensa de los derechos fundamentales al trabajo, mínimo vital e igualdad de personas en condiciones de vulnerabilidad económica, como los vendedores informales. En este caso, la Sala Primera de Revisión protegió los derechos de un vendedor ambulante desalojado del centro de Armenia, donde trabajaba desde hace más de 12 años. La Corte señaló que, aunque existen políticas y programas para vendedores informales, estos deben ser suficientes y brindar alternativas reales que mitiguen el impacto del desalojo, especialmente cuando los afectados presentan situaciones de salud críticas.

La Alcaldía tiene en sus manos una oportunidad para replantear su relación con la economía informal, pasando del control, la criminalización y la expulsión a una política de inclusión y concertación. Lo primero y más importante es caracterizar a la población de vendedores informales, para construir desde allí una estrategia clara que les ofrezca alternativas económicas y servicios sociales complementarios. Los vendedores informales no solo ocupan el espacio público, sino que representan una economía de subsistencia para la cual, hasta ahora, no existen suficientes alternativas que los integren dignamente al tejido productivo de la ciudad.

Quena Ribadeneira

COP16: Un camino hacia la movilidad sostenible y la biodiversidad

Esta semana, Cali, una de las ciudades más vibrantes y biodiversas de Colombia, se convierte en el escenario de la COP16 de las Naciones Unidas sobre Biodiversidad. El enfoque este año, marca un hito importante al ser la primera Conferencia de las Partes (COP) del Convenio sobre la Diversidad Biológica (CDB) desde la adopción del Marco Global de Biodiversidad Kunming-Montreal en 2022. Este marco global, acordado en la COP15 en Montreal, establece una hoja de ruta ambiciosa para que los 196 países parte del CDB trabajen hacia la protección de la biodiversidad mediante la actualización de sus Estrategias y Planes de Acción Nacionales sobre Biodiversidad (NBSAPs). Colombia, como país anfitrión, se enfrenta a grandes expectativas y tiene la oportunidad de demostrar liderazgo ambiental en la región.

En el marco de la COP16, se espera que Colombia destaque el papel de las soluciones basadas en la naturaleza, en línea con sus recientes compromisos internacionales, y que articule el progreso en biodiversidad con su contribución nacional determinada en la lucha contra el cambio climático. Uno de los aspecto esenciales para ese tan anhelado cambio en el enfoque tiene sin duda que ver con la movilidad sostenible, un tema que no solo afecta el cambio climático sino también nuestra relación con los entornos urbanos y naturales. La bicicleta, como símbolo de un transporte limpio y de conexión con el medio ambiente, cobra relevancia aquí no solo como alternativa al transporte motorizado, sino como una herramienta esencial para la conservación de la biodiversidad.

Las estadísticas nos hablan claramente: el transporte motorizado representa aproximadamente el 14% de las emisiones de CO₂ a nivel global. En cambio, al optar por la bicicleta, una persona puede reducir alrededor de 1,500 kg de CO₂ al año, el equivalente a evitar conducir unos 12,000 kilómetros. Este cambio, que podría parecer pequeño, no solo beneficia al planeta, sino también a la economía personal y a la salud pública, factores que se discutirán a profundidad en varios eventos organizados en la COP16.

La bicicleta es, en efecto, uno de los medios de transporte más eficientes energéticamente: es hasta 50 veces más eficiente que los automóviles en términos de consumo energético. Además, una bicicleta ocupa aproximadamente 10 veces menos espacio que un automóvil, lo cual reduce la congestión y promueve la creación de ciudades más habitables. Imaginen una Bogotá con menos tráfico y un aire más limpio, donde el sonido predominante sea el de ruedas y no motores, una Bogotá más humana y saludable.

Estudios de la Agencia Europea de Medio Ambiente y la Agencia Internacional de Energía subrayan cómo la reducción de la contaminación del aire a través del uso de bicicletas puede disminuir los niveles de dióxido de nitrógeno (NO₂) y partículas finas (PM2.5), contaminantes asociados a enfermedades respiratorias y cardiovasculares. Por lo tanto, no es solo un tema ambiental, sino también de salud pública. En ciudades como Copenhague, se estima que por cada kilómetro recorrido en bicicleta, la sociedad ahorra alrededor de 0.64 euros en costos de salud. Adoptar la bicicleta como un estilo de vida contribuye, entonces, a reducir el sedentarismo y enfermedades asociadas, como la obesidad y la diabetes.

Uno de los eventos principales en la COP16 es el «Borondo/Bicicletada de la Movilidad Sostenible por la Biodiversidad», un desfile de disfraces inspirado en las aves y mariposas locales, íconos de la biodiversidad colombiana. A través de esta actividad y del lanzamiento del Manifiesto Global sobre Movilidad Sostenible por la Biodiversidad, se busca crear conciencia sobre la conexión entre la movilidad y la conservación del entorno natural. La bicicleta aquí se alza como un símbolo y una herramienta, un medio a través del cual podemos reducir nuestra huella ambiental, revitalizar nuestras ciudades y proteger la rica biodiversidad del país.

En esta COP16, en donde se discuten los objetivos globales para detener la pérdida de biodiversidad, la bicicleta se presenta no solo como una opción de movilidad, sino como una declaración de principios. La bicicleta, como una solución inclusiva y accesible, puede ser clave para el cambio que necesitamos, generando empleo, impulsando el turismo sostenible y empoderando a las comunidades. La economía de la bicicleta ya emplea a cientos de miles de personas en todo el mundo, y en un país como Colombia, con su riqueza natural y diversidad, el potencial es vasto.

En conclusión, la COP16 en Cali nos recuerda que la movilidad sostenible es una de las piezas cruciales para enfrentar la crisis climática y preservar la biodiversidad. La bicicleta, con sus beneficios tangibles y su impacto positivo en el entorno, es una invitación a replantear nuestros hábitos de movilidad y a construir juntos un futuro en el que nuestras ciudades y nuestra biodiversidad no tengan que enfrentarse, sino complementarse. Hoy, desde Cali, el mensaje es claro: pedalear hacia un mañana más verde es una apuesta por la vida.

Quena Ribadeneira

Lo que está mal es la discriminación y la negación de derechos

A lo largo de la historia, la población LGBTIQ+ ha enfrentado una constante lucha por el reconocimiento de sus derechos, viéndose sometida a diversas formas de exclusión y discriminación. Desde la patologización de las identidades no normativas hasta la criminalización de la homosexualidad en numerosas sociedades, los esfuerzos por negar su existencia han sido sistemáticos. En el siglo XX, la Asociación Americana de Psiquiatría incluyó la homosexualidad en su lista de trastornos mentales hasta 1973, un acto que legitimaba la violencia y los tratamientos coercitivos. Del mismo modo, en América Latina, gobiernos y estructuras religiosas han recurrido a la moralidad y el miedo para reprimir las identidades diversas, como lo señala la investigadora Ochy Curiel, quien argumenta que las ideologías conservadoras han perpetuado la violencia contra las personas LGBTIQ+ en nombre de la «defensa de la familia» (Curiel, 2013). Hoy, estas mismas estrategias de desinformación y control resurgen bajo nuevos disfraces, como lo vemos en la reciente convocatoria a la marcha “Con los niños no te metas”, donde el discurso de protección infantil, que es necesario pero que es utilizado de manera tendenciosa y oportunista para justificar la exclusión de las infancias trans.

En Colombia los sectores cristianos y fundamentalistas buscan rechazar la Circular Externa 0011-5 de 2024 emitida por la Superintendencia Nacional de Salud. Dicha circular tiene como objetivo garantizar la atención médica adecuada y respetuosa para las personas trans, incluyendo infancias y adolescencias. No obstante, los organizadores de la marcha sostienen que esta medida vulnera la «integridad» de los niños, un argumento que reaviva el debate sobre derechos, identidad de género, y el uso del discurso religioso para bloquear avances en materia de derechos humanos.

La polarización en torno a esta circular no es nueva. Ya en 2014, vimos cómo sectores conservadores anti derechos se opusieron vehementemente a las cartillas de educación sexual del Ministerio de Educación, utilizando retóricas de miedo que tergiversaban su contenido. Hoy, vemos una estrategia similar: quienes atacan la circular no solo desinforman sobre los derechos de las infancias trans, sino que también omiten un detalle clave. Este tipo de medidas no busca promover cirugías o cambios irreversibles en menores de edad, sino garantizar que las personas trans, desde temprana edad, reciban la atención médica integral y respetuosa que necesitan.

La Superintendencia ha sido clara en que la circular no obliga a realizar procedimientos quirúrgicos en menores, como lo ha explicado el propio superintendente Luis Carlos Leal, pero esto no detiene la maquinaria de desinformación. Es clave señalar que la Corte Constitucional ya ha reconocido en múltiples fallos el derecho a la identidad de género como un derecho fundamental, incluso para menores de edad (sentencia T-261 de 2024). Sin embargo, quienes apoyan la marcha han decidido ignorar estas disposiciones constitucionales, prefiriendo escudarse en sus creencias religiosas y en la mentira.

Este rechazo sistemático a las políticas que promueven el reconocimiento de las identidades trans está cargado de una lógica profundamente discriminatoria. Como señala el autor Richard Delgado, uno de los pioneros de la teoría crítica de la raza, los ataques a las comunidades marginadas se perpetúan cuando se utilizan estructuras de poder —ya sea el sistema legal o el religioso— para oprimirlas (Delgado, 2017). En este caso, los sectores conservadores buscan instrumentalizar la religión para justificar la negación de derechos fundamentales a la comunidad trans, especialmente a los más jóvenes.

Los argumentos detrás de esta marcha no son técnicos ni basados en evidencia científica, sino profundamente ideológicos. Ignoran el hecho de que el reconocimiento y afirmación temprana de la identidad de género es crucial para la salud mental y el bienestar de los niños trans. Según un estudio realizado por la Universidad de Washington en 2021, los menores trans que cuentan con apoyo familiar y social muestran niveles de bienestar emocional comparables a sus pares cisgénero, mientras que aquellos que enfrentan rechazo tienen una mayor probabilidad de sufrir problemas de salud mental, incluido el riesgo de suicidio.

Vale la pena recordar que ya en el pasado hemos visto cómo estos mismos sectores políticos han frenado proyectos fundamentales para la comunidad LGBTIQ+, como la Ley Integral Trans, cuyo trámite sigue bloqueado por prejuicios infundados. En el Concejo de Bogotá, también hemos enfrentado ataques infundados cuando, como ponente del Proyecto de Acuerdo Sergio Urrego, que busca crear mejores entornos educativos para estudiantes LGBTIQ+, fuimos objeto de calumnias y distorsiones similares.

Es imprescindible destacar que quienes se oponen a la circular no solo buscan detener un avance en la garantía de derechos, sino que niegan la existencia misma de las infancias trans y de las necesidades de sus familias. La estrategia no ha cambiado: manipular el discurso sobre la protección infantil para justificar la exclusión y discriminación.

En conclusión, lo que está mal no es la circular que busca garantizar los derechos de la comunidad trans, sino la constante perpetuación de discursos de odio que deshumanizan a quienes no encajan en las nociones conservadoras de género. Las infancias trans merecen un país que les brinde acceso a una vida digna, con derechos plenos, sin que su identidad sea usada como campo de batalla ideológico.

Quena Ribadeneira

La mezquindad del poder: Vargas Lleras contraataca

En una nueva jugada que parece más política que jurídica, el Consejo Nacional Electoral (CNE) ha decidido investigar al presidente Gustavo Petro por supuestas irregularidades en su campaña. Lo que podría parecer un ejercicio rutinario de supervisión electoral oculta en su trasfondo un oscuro entramado de intereses, liderado por el viejo y controvertido político Germán Vargas Lleras. Detrás de esta decisión inconstitucional no está el compromiso con la democracia o la ley, sino la influencia de un establishment que se resiste al cambio, encarnado en la figura de Vargas Lleras y sus operadores políticos.

Resulta paradójico que Vargas Lleras, quien nunca ha logrado conquistar la presidencia a través del voto popular, siga siendo una de las figuras más influyentes en el Congreso y en las altas cortes. Su cercanía con personajes como Kiko Gómez, parapolítico condenado por corrupción y vínculos con el paramilitarismo, habla de una trayectoria política marcada por alianzas cuestionables. Es a través de esas redes de poder que Vargas Lleras ha consolidado su control sobre sectores clave del Estado. Tras el fracaso de sus dos candidatos a la Procuraduría, la rabia y la sed de venganza de Vargas Lleras han cobrado una nueva forma: una persecución sin piso jurídico contra el gobierno de Gustavo Petro.

El caso del representante Lorduy, pieza clave en la ofensiva del CNE, es un ejemplo más de la maquinaria de Vargas Lleras. Lorduy no es más que otro peón en un tablero donde lo que está en juego es la capacidad de torpedear al gobierno del cambio a toda costa. Sin pruebas contundentes, pero con poderosos padrinos, esta investigación no es más que una cortina de humo para desviar la atención de las verdaderas necesidades del país. Es un esfuerzo desesperado por mantener el statu quo y evitar que las reformas estructurales que Colombia necesita se lleven a cabo.

Pero la mezquindad de Vargas Lleras no se detiene en el ámbito político. Como lo ha denunciado el propio presidente Petro, «miles de millones de pesos se gana un Vargas Lleras por un sorteo que hace el otro Vargas Lleras en la corte arbitral de la Cámara de Comercio de Bogotá». Este sorteo evidencia algo mucho más grave que un simple conflicto de interés: revela cómo la justicia se ha privatizado y convertido en un instrumento de poder para unos pocos. Mientras el acceso a la justicia para la mayoría de los colombianos sigue siendo limitado, Vargas Lleras y su círculo cercano se lucran de un sistema judicial que no está al servicio del pueblo, sino de las élites.

Es irónico que, después de todo esto, el presidente Petro llamara a Vargas Lleras a formar parte del panel de expertos para la reforma a la justicia. Esto no hace más que subrayar la mezquindad de una clase política que, a pesar de sus fracasos electorales, sigue aferrada al poder. Vargas Lleras no solo representa a esa élite política tradicional que ha gobernado Colombia por generaciones, sino también a una casta que ha usado el poder del Estado para enriquecerse y perpetuar la desigualdad.

La relación de la familia Lleras con la historia política del país no es nueva. Desde la presidencia de Carlos Lleras Restrepo hasta la influencia de Vargas Lleras en la política contemporánea, han logrado acumular poder y recursos a expensas de la población. Sus principales logros no han sido en favor del bienestar del pueblo, sino en la consolidación de un sistema que margina a la mayoría y privilegia a una minoría.

En un momento en que Colombia clama por un cambio profundo, la figura de Germán Vargas Lleras y su maquinaria política representan todo lo que el país quiere dejar atrás. Mientras el gobierno del presidente Petro lucha por implementar reformas en beneficio de las grandes mayorías, Vargas Lleras y sus aliados políticos hacen todo lo posible para frenar ese avance, utilizando a sus operadores en el Congreso, en las cortes y en organismos como el CNE.

Esta jugada contra el presidente no es más que la manifestación más reciente de una estrategia de bloqueo sistemático, en la que se mezclan intereses personales y el temor a perder privilegios. Pero el pueblo colombiano ya está cansado de estos juegos de poder. Es momento de cuestionar a fondo a esta clase política que, bajo el manto de la legalidad, utiliza cada resquicio institucional para proteger sus intereses. Es hora de que todas las organizaciones sociales, ciudadanas y democráticas se unan en defensa del voto popular y de la Constitución. No podemos permitir que la mezquindad de unos pocos siga socavando la voluntad de millones de colombianos que votaron por el cambio.

Hacemos un llamado a declararse en asamblea permanente, a levantar la voz contra estas maniobras oscuras y a exigir que se respete la voluntad popular. Solo desde la movilización y la organización podremos frenar el asalto al Estado de derecho y garantizar que las instituciones sirvan al pueblo, no a los intereses de las élites. ¡La democracia debe prevalecer!

Quena Ribadeneira

¿Alguien quiere pensar en las niñas?

«Una niña, un maestro, un libro y una pluma pueden cambiar el mundo”— Malala Yousafzai

Cada año, el 11 de octubre, se celebra el Día Internacional de la Niña, una fecha para reflexionar sobre el presente y el futuro de millones de niñas en el mundo, especialmente en Colombia. Las niñas son semillas de cambio, pequeñas portadoras de sueños que, con las condiciones adecuadas, pueden florecer en mujeres fuertes y líderes capaces de transformar el mundo. Algunas como Malala Yousafzai, activista pakistaní por los derechos de las niñas, ha luchado enfrentando todo tipo de ataques violentos, atentados y el exilió. Cuando en una sociedad como la árabe ella levanto la voz para exigir educación para las niñas, puso en jaque y cuestiono el régimen que criminaliza y violenta la presencia de la mujer en la sociedad, menoscabando derechos y otorgándoles el rol de la infamia, el silencio y la vergüenza.

Por eso hoy quiero dedicar este espacio a pensar en ellas, en su vida, su cotidianidad y en que estamos haciendo para asegurar un mundo mejor para su existencia. El propósito de esta columna ha sido en principio escribir, poder narrar algunos de los temas sobre los que trabajamos junto a mi equipo a diario y profundizar en que se está haciendo bien y cómo podemos replicarlo. Por ello profundizo estas líneas en algunas herramientas fundamentales como la educación, la seguridad y la movilidad como elementos esenciales sobre los que se debe discutir y exigir para una vida libre de violencias y con oportunidades para nuestras niñas.

A nivel global y en Colombia, las niñas continúan enfrentándose a enormes desafíos. En Bogotá, los informes recientes no son alentadores: hasta abril de 2024, se registraron más de 532 casos de delitos sexuales contra menores, un aumento del 30% en comparación con el año anterior. Las cifras de violencia intrafamiliar también han aumentado, alcanzando un alarmante crecimiento del 211% en los casos denunciados. Estos números, además de ser aterradores, nos urgen a tomar acción inmediata y a garantizar que las niñas vivan en un entorno seguro, donde puedan desarrollarse plenamente.

Uno de los pilares fundamentales para el empoderamiento de las niñas, además de la educación, es su capacidad de desplazarse con seguridad y autonomía. Bogotá, una ciudad que alberga a más de 9,3 millones de habitantes y donde se realizan más de 14,6 millones de viajes diarios, ha comenzado a entender esto y ha implementado programas clave que promueven la movilidad segura para las niñas. El programa «Al Colegio en Bici» es un ejemplo de cómo una política pública puede transformar vidas. Con más de 4.800 estudiantes participando en 2024, de los cuales el 43% son niñas, esta iniciativa no solo ofrece un medio de transporte seguro, sino que también fomenta la independencia y confianza de las niñas en su día a día. Además, el programa «Biciparceros», que acompaña a estudiantes que utilizan sus propias bicicletas, ha creado una red de confianza, aunque todavía persiste una brecha de género importante: solo el 27% de las participantes son mujeres. Reducir esa disparidad es una tarea pendiente.

Otro ejemplo es la «Escuela de la Bicicleta», un programa liderado por el Instituto Distrital de Recreación y Deporte (IDRD), que enseña a niñas y niños a usar la bicicleta como medio de transporte. En 2023, las mujeres representaron el 87% de los procesos de enseñanza de la Escuela, lo que muestra el interés y la necesidad de estos espacios para empoderar a las niñas y adolescentes. La bicicleta no es solo un medio de transporte, es también una herramienta de libertad y autonomía, algo crucial para las niñas en su camino hacia la igualdad.

Sin embargo, aunque el uso de la bicicleta está en auge en Bogotá, todavía existe una gran disparidad entre hombres y mujeres. A pesar de que las mujeres realizan el 54% de los viajes diarios en la ciudad, solo una de cada tres personas que se desplaza en bicicleta es mujer. Esto refleja no solo una cuestión cultural, sino también los problemas de seguridad que muchas niñas y mujeres aún enfrentan al moverse por la ciudad. La movilidad segura es solo un componente del empoderamiento de las niñas, pero está profundamente interconectada con su acceso a la educación. Cuando una niña puede ir a la escuela sin miedo, su mundo se expande. Es por esto que el trabajo de activistas como Malala Yousafzai es tan relevante, porque nos recuerda que una niña con acceso a la educación tiene el poder de cambiar su vida y la de su comunidad. En Bogotá, los esfuerzos para facilitar la movilidad de las niñas deben complementarse con políticas que garanticen su acceso a una educación de calidad y sin interrupciones.

No podemos hablar del empoderamiento de las niñas sin recordar ejemplos inspiradores como el ocurrido esta semana en México, donde Claudia Sheinbaum, se convirtió en la primera mujer presidenta de México. Su ascenso es un testimonio de cómo una niña que sueña, una niña con educación y apoyo, puede alcanzar los más altos cargos y liderar cambios trascendentales. Cada niña en Colombia y en el mundo debe tener la oportunidad de seguir ese camino. En este Día Internacional de la Niña, no solo debemos celebrar los avances, sino también redoblar nuestros esfuerzos para garantizar que cada niña tenga las oportunidades que necesita para alcanzar su máximo potencial. Como sociedad, debemos recordar que el futuro depende de la imaginación, la educación y la libertad de nuestras niñas. Es hora de que todas las niñas en Colombia y en el mundo reciban las herramientas necesarias para cambiar sus propias vidas y, a través de ello, cambiar el mundo.

Quena Ribadeneira

Pedaleando entre la basura y el miedo: el reto de ser ciclista en Bogotá

«La ciudad, más que un conjunto de edificios, es una red de emociones compartidas; el miedo, la alegría, la nostalgia, todas circulan por sus calles como el viento entre las hojas.» Esta reflexión de Jane Jacobs, en Muerte y Vida de las Grandes Ciudades, resuena con fuerza en Bogotá, donde el uso de la bicicleta se ha convertido en un símbolo de resiliencia y libertad en medio de la precariedad del sistema de transporte público y la dificultad de movilizarse en una ciudad que ha olvidado por completo el bienestar y calidad de vida de sus habitantes por construir un sistema y un modelo de ciudad donde el negocio y el cemento se prioriza.

Bogotá es hoy, sin duda, una ciudad que gira alrededor de la bicicleta. Con más de un millón de viajes diarios que se realizan en la Bogotá-región, la bici se ha convertido en un pilar de movilidad, pero también en un reflejo de los desafíos y contradicciones de una ciudad que busca modernizarse sin resolver las viejas problemáticas que la aquejan. Entre la inseguridad y la acumulación de basura, los ciclistas se enfrentan a un recorrido que no solo es físico, sino también emocional y, en muchos casos, peligroso.

En mi intervención de esta semana en el Concejo de Bogotá, subrayé dos situaciones alarmantes: la basura que se acumula en los puntos críticos de la ciudad y el alto índice de robos de bicicletas. Estos problemas, que a simple vista parecen desconectados, están íntimamente ligados, pues ambos crean un ambiente hostil para los ciclistas y para cualquiera que quiera transitar las calles de nuestra ciudad a pie o sobre dos ruedas.

Uno de los mayores enemigos de los ciclistas en Bogotá es la basura. Aunque parezca increíble, el mal manejo de los desechos puede significar la diferencia entre la vida y la muerte para quien pedalea a diario. Un ejemplo claro es lo que ocurre en los deprimidos que forman parte de las ciclorrutas, como el de la calle 26 con avenida Boyacá, o el de la calle 63 con la avenida 68. La basura que se acumula en estos puntos obstruye el sistema de alcantarillado, provocando inundaciones durante la temporada de lluvias, lo que obliga a los ciclistas a desviarse hacia las calles vehiculares, poniendo en riesgo sus vidas.

Lo más grave es que esta situación no es nueva. El Acueducto de Bogotá invierte más de 30.000 millones de pesos anuales en la limpieza y recolección de desechos del sistema de alcantarillado. Aun así, no estamos preparados para enfrentar las lluvias, y mucho menos para brindar seguridad a quienes recorren la ciudad en bicicleta. La basura, lejos de ser solo un problema estético, es una amenaza tangible para la seguridad vial.

El otro gran problema al que nos enfrentamos es el robo de bicicletas. Aunque las cifras muestran una leve mejoría en comparación con años anteriores —en 2023 se reportaron 7,162 hurtos frente a los 9,469 de 2022—, la sensación de inseguridad persiste. Cada día, en promedio, se roban 15 bicicletas en Bogotá, y muchas de estas en zonas que ya son peligrosas de por sí, como la Calle 80 o la Avenida NQS.

Los ciclistas, organizados en colectivos, han solicitado al Congreso, la Fiscalía y las cortes penas más severas para quienes cometan delitos relacionados con el hurto de bicicletas. Pero, más allá de la respuesta punitiva, lo que necesitamos es una estrategia integral de prevención y protección. La Alcaldía había implementado en 2023 la estrategia «En Bici Nos Cuidamos», que asignaba 350 uniformados dedicados exclusivamente a la seguridad de los ciclistas en tramos críticos. Sin embargo, hoy solo quedan 180 uniformados para cubrir 8 localidades en dos turnos de 90. Un número que, como bien podrán imaginar, es insuficiente para combatir una problemática tan extendida.

Entre enero y junio de 2024, se redujo el hurto de bicicletas en un 33.74%, es decir, 1,417 bicicletas menos robadas en comparación con el mismo periodo del año anterior. A pesar de esta reducción, el miedo sigue latente, sobre todo en localidades como Engativá, Suba y Kennedy, que lideran las cifras de robos. Es frustrante pensar que, aunque estamos avanzando, no lo hacemos lo suficientemente rápido como para que los ciclistas se sientan seguros. En este contexto, la bicicleta en Bogotá ha pasado de ser una alternativa ecológica y saludable, a convertirse en una especie de lucha diaria. Cada ciclista que sale a la calle debe enfrentarse no solo a las condiciones precarias de la infraestructura, sino también al temor constante de ser víctima de un robo.

La bicicleta representa el futuro de la movilidad en Bogotá y en el mundo, en tiempos de crisis climática la evidencia nos dice que para que el futuro sea sostenible, debemos abordar de manera urgente las problemáticas que afectan hoy la movilidad en las grandes ciudades, transitando a medios de transporte limpios y amigables. Bogotá, “la capital mundial de la bicicleta”, ya no tiene el mural que celebraba este logro. ¿Será que, al igual que el mural, también estamos perdiendo el impulso de ser una ciudad verdaderamente ciclística? Solo el tiempo y las acciones nos lo dirán.

Quena Rivadeneira