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Etiqueta: Quena Ribadeneira

Retroceso con letrero: la señalización antidrogas del Concejo de Bogotá

Mientras el mundo avanza hacia modelos de regulación responsables y enfocados en la salud pública, el Concejo de Bogotá decidió dar un paso atrás. Con la aprobación del Proyecto de Acuerdo 097 de 2025, propuesto por el concejal del Centro Democrático Andrés Barrios, se institucionaliza la señalización de zonas donde está prohibido el consumo de sustancias psicoactivas, retomando el viejo camino de la prohibición. Un camino que ya ha demostrado, aquí y en todo el mundo, su ineficacia y sus altos costos sociales.

Con un tono populista y moralizante, el proyecto intenta mostrar una respuesta al legítimo clamor ciudadano por espacios seguros, especialmente para niñas, niños y adolescentes. Pero lo hace sin evidencias, sin capacidad operativa y, peor aún, desconociendo avances fundamentales en materia de derechos y salud pública. La señalización de zonas de prohibición, que ya estaban delimitadas por el Decreto 825 de 2019, no solo es un saludo a la bandera—dado que no hay logística ni policía suficiente para hacerla cumplir—sino que, al aplicarse de forma casi total en la ciudad, podría ir en contra de los fallos de la Corte Constitucional que protegen el porte y consumo personal en ciertos contextos.

 

El problema no es la señalización per se. El problema es que se plantea como única respuesta. Lo que este proyecto deja claro no es una preocupación real por la niñez ni por la convivencia, sino un intento de imponer una visión punitiva y estigmatizante, justo cuando el país intenta abrir el debate sobre nuevas políticas de drogas desde un enfoque de derechos, evidencia y salud pública. La incapacidad de la Alcaldía para expedir el decreto al que está obligado por la Corte Constitucional y del propio Concejo para formular una política innovadora no es por ignorancia: es por cálculo. Primero oponerse al Gobierno Nacional, luego, si queda tiempo, hacer política sensata.

El debate no es menor. Según el informe de la UNODC de 2022, más de 400 mil personas consumieron drogas ilícitas en Bogotá durante el último año, con un uso problemático estimado en más de 160 mil personas. Cifras que no se resuelven con señales de prohibición, sino con políticas públicas integrales, con recursos, pedagogía y trabajo territorial. Por eso, desde diferentes sectores hemos insistido en la necesidad de avanzar hacia una política de reducción de riesgos y daños, donde el consumo sea reconocido como una realidad social que requiere atención, no criminalización.

Bogotá ya cuenta con herramientas. El Plan de Desarrollo incluyó una meta para formular esa política; hay recursos asignados en el Plan Territorial de Salud; existe una Comisión Interinstitucional para la Regulación de Drogas que, sin embargo, sigue inactiva. ¿No debería ser esa la prioridad? ¿No deberíamos estar discutiendo cómo garantizar el acceso a servicios de atención, cómo generar campañas de información, cómo promover clubes cannábicos regulados que eduquen, organicen y generen empleo formal?

Las experiencias internacionales están ahí. Desde clubes sociales de cannabis en Cataluña hasta modelos comunitarios en Uruguay, se ha demostrado que se puede construir otra política de drogas, una que combine el derecho al espacio público con la responsabilidad colectiva, una que reduzca riesgos sin estigmatizar. Bogotá no puede seguir mirando hacia otro lado.

Por eso insistimos en propuestas concretas: crear zonas de consumo regulado con pedagogía; acompañar esos espacios con eventos educativos y culturales; promover alianzas con universidades y organizaciones; y regular los clubes cannábicos que ya existen. Todo esto con un enfoque claro: construir una ciudad diversa, respetuosa y más segura, sin retrocesos.

Lo aprobado por el Concejo no es una victoria. Es una rendición. Es volver al fracaso de la prohibición con otra cara. Y es, sobre todo, una advertencia: si no cambiamos de rumbo, lo que viene no es más orden ni más seguridad, sino más persecución, más caos y más violencia.

Bogotá puede ser referente de una política de drogas sensata y humana. Pero solo si dejamos de legislar desde el miedo y empezamos a gobernar desde la evidencia.

Quena Ribadeneira

Del Primero de Mayo a la consulta popular: el pueblo dice 12 veces Sí

La movilización del 1º de mayo de 2025 en Colombia ha marcado un punto de inflexión en la política nacional. No se trató de una fecha simbólica más ni de una simple jornada de conmemoración. Fue, en cambio, una verdadera demostración de fuerza y respaldo ciudadano al presidente Gustavo Petro y a su propuesta de convocar una consulta popular que permita sacar adelante la reforma laboral que el Congreso ha bloqueado sistemáticamente. En plazas y calles de todo el país, miles de trabajadores, mujeres, jóvenes, pueblos indígenas, comunidades afrodescendientes, organizaciones sociales y sectores populares se volcaron masivamente para ejercer lo que la Constitución de 1991 consagra: el derecho a una democracia participativa.

Este respaldo popular no es solo emocional ni coyuntural. Una encuesta reciente de Cifras y Conceptos —realizada entre el 24 de abril y el 3 de mayo en las principales ciudades del país— reveló que el 57% de los ciudadanos está de acuerdo con la convocatoria a una consulta popular. Lo más relevante: cada una de las 12 preguntas propuestas obtendría un respaldo superior al 75%. Este dato es contundente y desarma el relato de quienes pretenden caricaturizar la propuesta presidencial como un “capricho autoritario”.

 

El contenido de la consulta apunta a garantizar derechos fundamentales largamente postergados. Por ejemplo, el 94% de los encuestados está de acuerdo con que trabajadoras domésticas, madres comunitarias, artistas y otros trabajadores informales sean formalizados o tengan acceso a seguridad social. El 92% apoya que las empresas contraten personas con discapacidad, y otro 92% aprueba que los aprendices del SENA tengan contratos laborales. Incluso la pregunta menos respaldada —la eliminación de la tercerización laboral mediante contratos sindicales— obtiene el respaldo del 75%. Es decir, hay un consenso social amplio sobre la urgencia de estas medidas.

Sin duda el llamado del Presidente a la consulta popular ha logrado conectar con una ciudadanía que empieza a comprender que el modelo de gobernabilidad tradicional, intermediado por los vetos del Congreso, no está respondiendo a las necesidades sociales. El 43% de los encuestados manifestó que probablemente acudiría a las urnas, lo que superaría el umbral exigido del 33,3% del censo electoral para que la consulta sea válida.

Pese a estos datos, la oposición ha reaccionado con temor. La sola posibilidad de que el pueblo decida directamente sobre temas sustanciales del contrato social ha desatado una campaña de desprestigio. Se ha intentado presentar la consulta como una amenaza al equilibrio institucional, como una herramienta de presión o como un símbolo de confrontación. Algunos, incluso, han criticado el uso de la espada de Bolívar por parte del presidente, ignorando el valor simbólico que este gesto tiene para muchos sectores sociales: la lucha por la justicia y la soberanía popular.

Detrás de estas críticas, sin embargo, lo que se esconde es el profundo malestar de una élite política acostumbrada a decidir entre pocos, a espaldas de la ciudadanía. La consulta popular, como herramienta constitucional, no es ni ilegal ni ilegítima. Al contrario, representa una oportunidad histórica para democratizar el poder, para empoderar al pueblo, y para abrir caminos de participación real que superen los límites de la democracia representativa secuestrada por intereses corporativos y clientelistas.

En este contexto, se vuelve fundamental que el pueblo se organice más allá de las marchas y las urnas. Es urgente conformar comités barriales, locales y territoriales por la consulta popular, espacios abiertos, amplios y diversos donde trabajadoras, jóvenes, líderes sociales, comunidades étnicas, organizaciones sindicales y movimientos ciudadanos se articulen para explicar con claridad y pedagogía el contenido y la importancia de esta iniciativa democrática. Solo un pueblo informado puede vencer la desinformación y enfrentar las matrices de odio que pretenden deslegitimar las demandas de justicia laboral y social. Estos comités deben convertirse en un gran tejido ciudadano que defienda el derecho a decidir y a construir un país más justo desde abajo, desde los territorios.

Lo que vimos el 1º de mayo fue un grito democrático. Fue el pueblo diciendo: no aceptamos más bloqueos, queremos decidir. La participación ciudadana no es un riesgo, como lo plantea la oposición; es la base de toda democracia verdadera. Y esa democracia, que hoy defendemos en las calles y que queremos ejercer en las urnas, no puede seguir siendo un privilegio de las élites. La historia nos llama a dar un paso adelante. Si el Congreso no legisla para el pueblo, será el pueblo quien legisle desde las urnas.

Quena Ribadeneira

¿Ventas informales amenazan con ser la piedra en el zapato para la remodelación del Campín?

En días pasados tuvo lugar un debate en el Concejo de Bogotá convocado por el concejal del Pacto Histórico, José Cuesta, para tratar asuntos relacionados con la Alianza Público-Privada (APP) para la construcción y remodelación del estadio Nemesio Camacho El Campin.

El concejal alertó sobre el contrato de la APP IDRD-SENCIA CTO-2772-2024, que otorga a un consorcio privado el control del estadio durante 29 años, con una inversión de 2,4 billones de pesos. Criticó que el Distrito solo recibirá el 1% de las ganancias generadas por el proyecto, una cifra que considera irrisoria dadas las dimensiones de la inversión.

 

Además, destacó los impactos negativos que desde su punto de vista, podría traer la remodelación sobre los espacios públicos y la infraestructura urbana circundante. La APP, según el cabildante, «destruiría el Estadio Campincito y otros espacios deportivos históricos utilizados por la comunidad, para dar paso a negocios privados como restaurantes, zonas comerciales y un centro de e-sports. Esta transformación afectaría directamente a más de 5.000 predios en el área circundante, exacerbando los problemas de movilidad y calidad de vida de los vecinos».

Además, subrayó la exclusión de los vendedores tradicionales que se ubican en el estadio para ofrecer diferentes productos a los ciudadanos. Criticó la decisión de excluir a más de 200 familias, como las trabajadoras de la tercera edad y mujeres cabeza de hogar, y denunció que esto no solo vulnera sus derechos laborales, sino que también representa un despojo cultural y social. La privatización del espacio, según el edil, «permite que el lucro privado se anteponga a los derechos fundamentales de los ciudadanos».

Al respecto, la concejal del Centro Democrático, Sandra Forero, considera que se debe tener en cuenta que el espacio público es de todos y que los espacios privados tienen una función social y ecológica que no implica que todos puedan hacer uso sin algunas garantías en temas de retorno.

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«Lo que se está planteando es un proyecto que va a transformar una zona de la ciudad, que garantiza ingresos; que coloca a la Bogotá en el mismo standard de los grandes capitales del mundo», afirmó.

Forero considera que es importante que el IPES tenga algunas consideraciones para incluir a los vendedores informales, pero teniendo en cuenta que a esta población hay que llevarla a la formalidad de lo contrario Bogotá no tendrá un espacio público garantizado para todos.

«Aquí hay un derecho al trabajo, pero también tiene que equilibrarse para que el espacio público sea para todos», puntualizó.

Por su parte la concejal, Quena Ribadeneira, estima que en ningún momento se quiere obstaculizar el proyecto, más no por esto se debe dejar por fuera a los vendedores informarles.

La cabildante del Pacto Histórico le pide a instituciones como el IDRD y el IPES, hacer parte de las mesas de diálogo con la APP para que incluya a esta población en el proyecto.

«La idea no es solo dejarlos vender sino vincularlos al modelo de renovación porque es claro que ellos no pueden acceder a los espacios internos del nuevo estadio El Campín», afirmó.

En octubre de 2024 la Alcaldía de Bogotá, a través del Instituto Distrital de Recreación y Deporte (IDRD) y el Concesionario Sencia, firmaron el acta de inicio de la Asociación Pública-Privada de iniciativa privada sin desembolso de recursos públicos, que permitirá que el Concesionario Sencia, empresa encargada del proyecto, invierta 2.4 billones de pesos para transformar el ecosistema de deportes, cultura y entretenimiento más importante del país, y cuyo eje será la construcción de un nuevo estadio.

¿Agua para quién? Las concesiones que secan al Distrito

En Bogotá, el acceso al agua se ha convertido en un privilegio, no en un derecho. A un año del racionamiento, es momento de preguntarnos con seriedad: ¿para quién está pensada la política de agua de esta administración? ¿Para los hogares, o para los privados que de manera silenciosa no tuvieron medidas de racionamiento y además tuvieron tarifas ridículas y, de paso, financian campañas políticas?

El alcalde Galán salió a celebrar supuestos buenos hábitos de consumo y el heroísmo ciudadano, mientras las familias del sur de Bogotá pasaban hasta dos días sin agua. En barrios como Villa Diana en Usme o Candelaria La Nueva en Ciudad Bolívar, el racionamiento fue constante, extenso y muchas veces mal coordinado. Hubo baja presión, mala calidad del agua y facturas más caras. El mensaje fue claro: el sacrificio lo asumieron los mismos de siempre. Pero lo que no se ha dicho lo suficiente —y aquí está la verdadera afrenta— es que mientras las familias ahorraban 46.5 millones de metros cúbicos de agua, las empresas privadas contaban con 5.7 millones de metros cúbicos concesionados a un precio de risa: apenas 258 millones de pesos al año. Si pagaran siquiera la tarifa del estrato 1, el Distrito debería recaudar más de 6 mil millones. En cambio, los concesionarios pagan apenas el 4,3% de lo justo. ¿Quién subsidia a quién?

 

Las cifras hablan solas: 64 concesiones de aguas subterráneas activas en 12 localidades, con Suba y Usaquén acaparando más del 50%. De estas, casi la mitad son para uso industrial. Es decir, mientras en el sur se madruga a recoger agua con baldes, en el norte las industrias llenan tanques sin restricción alguna. Y para rematar, el seguimiento que hace la Secretaría de Ambiente depende en gran parte de la buena fe del privado: reportes trimestrales y visitas mensuales que parecen más protocolo que control real.

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¿Sabía usted que el agua para llenar una piscina olímpica le cuesta al estrato 1 más de 2.6 millones de pesos, mientras a los concesionarios les cuesta 70 mil pesos? No es una exageración. Es un modelo injusto, ineficiente y profundamente inequitativo, que favorece a los de siempre. Y sí, varios de esos privados beneficiarios de concesiones generosas han financiado campañas políticas de esta administración y de sus aliados en el Concejo. ¿Casualidad?

Pero lo más escandaloso de este entramado de privilegios es el círculo vicioso de poder que sostienen. Empresas como Pat Primo, Postobón y Bavaria no solo acceden a concesiones millonarias, también son grandes financiadoras de campañas políticas en años electorales. En 2023, estas tres empresas desembolsaron más de $4.400 millones de pesos para financiar partidos como el Nuevo Liberalismo, la Alianza Verde, Cambio Radical y el Centro Democrático, así como la coalición «Bogotá Segura para la Gente», que llevó al poder a Carlos Fernando Galán. Aunque en Colombia la financiación privada no es ilegal, el problema de fondo es que estas donaciones no son gratuitas: son inversiones para mantener a flote un modelo que les garantiza agua barata, poder político y cero restricciones en tiempos de crisis. Mientras tanto, las familias de los barrios populares cargan con la factura, el racionamiento y la baja presión. ¿A quién sirve realmente el agua de Bogotá?

Es urgente repensar el modelo de gestión del agua en Bogotá. No podemos seguir naturalizando la idea de que las crisis deben ser resueltas con sacrificios ciudadanos, mientras los grandes usuarios industriales operan al margen, blindados por concesiones a precio de huevo. La ciudad necesita una política hídrica que ponga la vida, la equidad y la sostenibilidad por encima de los favores políticos y los intereses privados. Porque el agua es un bien común. Y mientras algunos la convierten en negocio, muchas familias bogotanas apenas alcanzan a abrir la llave.

Quena Ribadeneira

Francisco, el Papa que nos enseñó a mirar al otro

La muerte del Papa Francisco no es solo la despedida de un líder religioso. Es la partida de un referente moral y político global que transformó, desde la raíz, los discursos de poder en el mundo contemporáneo. Francisco fue mucho más que el primer Papa latinoamericano: fue, y será por siempre, el Papa de los pobres, de los excluidos, de quienes no tienen voz. Y, sobre todo, fue el Papa que nos recordó, una y otra vez, que la Iglesia no debe ser una fortaleza de privilegios, sino una casa abierta, con olor a pueblo. Su pontificado fue un bálsamo en un mundo donde el poder parecía aplastante y distante, donde mirar al otro era la excepción y no la generalidad, fue un ejemplo de esos que hacen que lo humano y lo colectivo cobren sentido real.

Quienes estuvimos en Colombia durante su visita en 2017 no olvidamos la potencia de sus palabras: “No se dejen robar la esperanza”, nos dijo. Con ese tono cálido y firme que caracterizó todos sus discursos, habló a un país en proceso de sanar las heridas de la guerra. Respaldó el proceso de paz y llamó a todos los actores —iglesia, Estado, sociedad— a reconciliarse, a construir sobre el perdón y la justicia. Francisco comprendió, como pocos líderes mundiales, la dimensión espiritual del conflicto colombiano, y nos invitó a desarmar los corazones, antes que nada.

 

Pero no fue solo con palabras. Con hechos, Francisco transformó a la Iglesia desde adentro. Su papado estuvo marcado por una reforma progresista y valiente. Francisco abrió las puertas de la Iglesia a las mujeres como nunca antes. En enero de 2025, el nombramiento de la hermana Simona Brambilla como prefecta del Dicasterio para los Institutos de Vida Consagrada fue histórico. Fue la primera vez que una mujer encabezó un organismo de semejante nivel en la Curia Romana. Pero no fue un gesto aislado. Nombró a mujeres en espacios estratégicos, con poder real de decisión. Reconoció su lugar y su aporte como esenciales para el corazón de la Iglesia.

También rompió silencios. Enfrentó con determinación la dolorosa crisis de los abusos sexuales. No se escudó en tecnicismos, no protegió a los responsables. En 2019, estableció la obligatoriedad de denunciar los casos. Se reunió, en múltiples ocasiones, con víctimas. Les pidió perdón en nombre de la Iglesia. Y en 2022, destituyó a obispos y cardenales por encubrimiento. En una institución donde el silencio había sido norma, Francisco eligió la justicia, la reparación, y la verdad. Su postura incomodó a sectores conservadores, pero para las víctimas y para la humanidad, marcó un nuevo estándar ético.

Su valentía como líder religioso también se expresó en la inclusión de parejas del mismo sexo en el debate público sobre su aceptación y reconocimiento. En diciembre de 2023, permitió que se bendijeran esas uniones. No fue un gesto doctrinal: fue un acto de compasión. Francisco entendía que el amor humano no puede ser medido con reglas frías. “Dios bendice a todos sus hijos”, dijo. Lo que hizo fue recordarnos que la Iglesia no puede ser una aduana, sino un refugio.

En su pensamiento también hubo espacio para la defensa del planeta. Con Laudato si’ en 2015 y Laudate Deum en 2023, convirtió la crisis climática en una causa moral. Denunció el capitalismo depredador, el extractivismo sin límites, el negacionismo climático. Nos habló del cuidado de la casa común, de la necesidad de vivir en armonía con la naturaleza, de nuestra obligación intergeneracional. Francisco fue, también, el Papa verde.

Su voz se alzó contra las guerras. Condenó la violencia en Ucrania, en Palestina, en Siria, en África. Nunca titubeó al denunciar el comercio de armas, ni al exigir a los gobiernos que priorizaran la diplomacia sobre la muerte. Fue un líder pacifista, en el más profundo sentido del término. En un mundo atravesado por el odio y la polarización, Francisco insistió en la ternura como forma de resistencia.

El Papa nos enseñó a mirar al otro, a los que viven en las periferias, a los descartados del sistema. Reivindicó la compasión, el amor, el cuidado del prójimo como valores irrenunciables. Su papado fue una revolución del alma y de la estructura. Y aunque su partida nos deja con un profundo vacío, también nos deja con una hoja de ruta. La de una Iglesia más humana, más cercana, más real. Con su partida, el mundo pierde una brújula ética, un referente espiritual que supo hablar el lenguaje de los pueblos, que se bajó del trono papal para caminar con los descartados.  

Francisco, el Papa de los puentes y no de los muros, logró algo inusual y profundo: que muchos de los que no somos fieles creyentes volteáramos nuestra mirada hacia sus enseñanzas, y encontráramos en su palabra una verdad conmovedora. Con él comprendimos que el amor siempre tiene la tarea de vencer al odio y la división. Hasta siempre al Papa progresista que nos enseñó que pensar diferente no es un delito sino una necesidad en un mundo de injusticias.

Quena Ribadeneira

Que el mundo no vuelva a mirar hacia otro lado

Esta semana, Colombia volvió a estremecerse con un crimen que no puede pasar como una cifra más. En Bello, Antioquia, fue asesinada con extrema violencia la joven trans Sara Millerey. Su cuerpo fue hallado con signos de tortura, amordazado, envuelto en bolsas. La saña con la que se ensañaron contra su humanidad solo puede leerse como lo que fue: un crimen de odio. Una violencia que no es aleatoria ni individual, sino sistemática, estructural y profundamente política.

Sara no fue la primera. En lo que va del 2025, al menos 17 personas trans han sido asesinadas en Colombia, según reportes de organizaciones sociales y defensoras de derechos humanos. En América Latina, somos una de las regiones más mortíferas para las personas trans. Brasil, México y Colombia encabezan la lista global de transfeminicidios. Se estima que una persona trans es asesinada cada dos días en la región. Y en Colombia, una persona trans es asesinada en promedio cada 16 días. Son cifras que duelen, que gritan, que exigen justicia.

 

Pero esto no empieza con la muerte. Empieza mucho antes. Empieza con la negación. Con cada vez que alguien se burla, deslegitima o cuestiona la existencia de las personas trans. Con cada comentario sobre “ideología de género”, con cada ataque a las infancias trans, con cada política que limita su visibilidad en los espacios públicos. Vivimos en un mundo donde decir “eres quien dices ser” aún se considera una provocación. Y en ese contexto, los discursos de odio florecen. La retórica anti-“woke”, la burla sistemática a lo diverso, la satanización de los derechos adquiridos, son gasolina para estos crímenes. Detrás de la supuesta defensa de “la libertad de expresión” se esconde una intención clara: negar la existencia del otro. Y de esa negación, al exterminio simbólico, hay solo un paso.

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El asesinato de Sara Millerey no es un hecho aislado. Es un reflejo brutal de lo que como sociedad hemos permitido. De cómo callamos, de cómo relativizamos, de cómo preferimos mirar hacia otro lado. De cómo a veces incluso desde las instituciones se alimenta el prejuicio. Pero hay otra historia también: la de quienes resisten, la de quienes exigen vivir. Como escribió la escritora trans Camila Sosa Villada en su novela Las Malas: ““Nosotras habíamos nacido ya expulsadas del armario, esclavas de nuestra apariencia.”. Vivir siendo trans es ya un acto de valentía, pero no debería serlo. Debería ser simplemente vivir.

Frente a esa realidad, la respuesta del Estado no puede seguir siendo la omisión. Es urgente que el Congreso de la República apruebe la Ley Integral Trans, una herramienta política, jurídica y social para garantizar que las personas trans puedan vivir con dignidad, con acceso pleno a derechos, con protección frente a las violencias y con reconocimiento de su identidad. Esta ley no es un privilegio, es justicia. Es reparación. Es una deuda histórica.

El derecho internacional ya ha señalado este camino. La Opinión Consultiva 24/17 de la Corte Interamericana de Derechos Humanos reconoce el derecho a la identidad de género como un derecho protegido por la Convención Americana. La Convención sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (CEDAW) y los Principios de Yogyakarta también exigen a los Estados garantizar la vida, seguridad e igualdad para las personas trans.

La crueldad con la que fue asesinada Sara Millerey no nos puede dejar indiferentes. Nos interpela. Nos retrata. ¿Qué clase de sociedad somos si dejamos que esto se repita una y otra vez? ¿Qué tan libres somos si aceptamos que a otras personas se les niegue el derecho a vivir?

A Sara la mataron por ser quien era. Por ser una mujer trans en un país que aún no se decide a proteger sus vidas. Honremos su memoria luchando por justicia, por verdad y por una vida libre de violencias para todas las personas trans.

Quena Ribadeneira

La existencia de la comunidad trans: dignidad y justicia

Hoy, en el Día de la Visibilidad Trans, alzamos la voz para recordar que las personas trans existen, resisten y merecen vivir con dignidad. La escritora trans argentina Camila Sosa Villada, en su poderoso libro Las malas, dice: «Las travestis no tenemos infancia, tenemos cicatrices». Esa frase resuena profundamente en Bogotá, donde la lucha diaria por el derecho a existir sigue marcada por la exclusión y la violencia.

En ese contexto, no podemos olvidar la importancia de la autonomía económica como fuente de vida. El trabajo no es solo una fuente de ingresos, es también un pilar fundamental de la libertad personal y la dignidad humana. Tener acceso a un empleo digno permite a las personas construir proyectos de vida, participar activamente en la sociedad y reivindicar su identidad en espacios donde históricamente han sido excluidas. Para la población trans, esta realidad adquiere una dimensión aún más profunda, pues el acceso al trabajo significa mucho más que una remuneración: es la posibilidad de romper con la precariedad y el abandono, de transformar el estigma en oportunidades concretas y de reafirmar el derecho a existir con plenitud y justicia. Sin trabajo digno, no hay inclusión real.

 

A pesar de los discursos oficiales que enarbolan la bandera de la diversidad, la discriminación laboral continúa siendo una constante en la vida de quienes se identifican como trans. Según el informe de econometría de 2010, la discriminación en el acceso laboral afecta especialmente a las personas transgénero, alcanzando un alarmante 92,4%, muy por encima de otros grupos de la comunidad LGBTIQ+. Esta situación de vulneración del derecho al trabajo contrasta con los principios constitucionales de igualdad y dignidad humana. Apenas el 5,3% de esta población ha firmado un contrato laboral formal, siendo el Estado el principal empleador. Esto revela la falta de oportunidades reales en el sector privado, perpetuando la exclusión social y económica.

Esta situación ha llevado a que gran parte de la población transgénero se vea obligada a desempeñarse en el sector informal o en trabajos de baja remuneración, como la estética, la peluquería y el trabajo sexual. La Línea Base de la Política Pública LGBTI de Bogotá 2022-2032 muestra que el 69,1% de las mujeres trans y el 50% de los hombres trans tienen el servicio sexual como su principal actividad profesional. A ello se suma el escaso nivel educativo, ya que solo el 7,89% de las mujeres trans acceden a la universidad, frente al 14,29% de los hombres trans. La discriminación interseccional que enfrentan agudiza las barreras para acceder a empleos dignos y estables.

Aunque el Ministerio de Justicia ha reiterado que la exclusión laboral por orientación sexual o identidad de género es inaceptable, la realidad muestra que esta protección jurídica está lejos de garantizar un acceso igualitario. Las expresiones humillantes, las amenazas de despido injustificado y la exposición pública de la intimidad son tres veces más frecuentes en personas trans que en personas heterosexuales, lo que refuerza el temor y la inseguridad en los ambientes laborales.

Bogotá debe asumir el liderazgo en la transformación de esta realidad. No basta con enarbolar la bandera de la inclusión: es urgente que el Distrito garantice el acceso a trabajos dignos a través de políticas públicas efectivas y planes específicos que aseguren empleabilidad y formación para la población trans. Es fundamental priorizar una estrategia integral que permita el acceso a ingresos seguros, en condiciones de equidad y dignidad humana, fomentando la contratación en instituciones públicas y promoviendo incentivos para que el sector privado también haga parte del cambio.

La visibilidad trans no puede limitarse a un solo día de conmemoración. Debe reflejarse en políticas activas, en oportunidades laborales reales y en el compromiso continuo de garantizar la dignidad de todas las personas, sin excepción. Bogotá tiene en sus manos la responsabilidad histórica de construir una ciudad verdaderamente incluyente. Hoy más que nunca, exigimos justicia, equidad y trabajo digno para la población trans.

Por eso, desde el Concejo de Bogotá vamos a presentar una iniciativa sobre la inclusión socio-laboral trans, con la convicción de que el Distrito debe liderar el cambio hacia una ciudad más justa y diversa. Este acuerdo buscará garantizar la inclusión laboral de personas trans en igualdad de condiciones, fijando un porcentaje no inferior al 1% en la contratación de prestación de servicios en entidades distritales, facilitando su participación en concursos públicos de mérito, su inclusión en plantas provisionales y su nombramiento en cargos de libre nombramiento y remoción. Además, incentivará la contratación en el sector privado y creará el ‘Sello de Inclusión Trans’ para reconocer a quienes promuevan esta inclusión de manera efectiva. También contempla estrategias de formación, acompañamiento psicosocial y fortalecimiento de ambientes laborales inclusivos en el sector público y privado.

Quena Ribadeneira

La fuerza polista sigue viva

El Polo Democrático Alternativo (PDA) nació en diciembre de 2005 como una convergencia de distintos sectores de izquierda en Colombia, marcando un hito en la historia política del país. En un contexto dominado por el bipartidismo tradicional y la hegemonía de las élites, el Polo representó una apuesta por la unidad de los sectores progresistas, las luchas sociales y una alternativa real de poder para quienes se resistían al modelo neoliberal y excluyente. Desde sus inicios, el Polo se convirtió en un espacio clave para la defensa de los derechos humanos, la lucha contra la corrupción y la reivindicación de los sectores históricamente marginados.

Fue el primer partido de izquierda en la historia de Colombia en alcanzar una votación significativa en elecciones presidenciales, con Carlos Gaviria en 2006, y posteriormente en las elecciones de 2010 con Gustavo Petro, que marcó un punto de inflexión en la política nacional. Sin embargo, el camino del Polo no ha estado exento de dificultades. Las disputas internas, las divisiones y los cambios en la configuración del espectro político llevaron a la salida de importantes liderazgos. Aun así, el partido ha logrado mantenerse como una fuerza fundamental en la política colombiana, siendo un bastión de resistencia y articulación de los sectores democráticos y de izquierda.

 

Hoy, con la realización del VII Congreso del Polo Democrático Alternativo, se abre un nuevo capítulo en su historia. Este evento no solo es una oportunidad para elegir a sus nuevas instancias de dirección, sino también para replantear su papel en el actual escenario político. En un momento donde la izquierda ha logrado acceder al poder nacional con el gobierno del Pacto Histórico, el Polo tiene el desafío de reafirmar su identidad, fortalecer su militancia y seguir siendo un actor relevante en la construcción de una Colombia más justa e incluyente.

En tiempos donde la democracia se encuentra en crisis de legitimidad, el hecho de que el Polo sea el único partido que por voto popular elija a sus miembros es una apuesta por una democracia radical, donde la palabra y la voz de la ciudadanía cuentan. Esto lo convierte en un referente de participación democrática en un momento crucial para el país. Además, es fundamental analizar este contexto con miras al partido único del Pacto Histórico y al proyecto de cambio en el que millones de colombianos creímos. La articulación de las diferentes fuerzas progresistas debe ser una prioridad, asegurando que los principios de justicia social, inclusión y participación ciudadana no se diluyan en la burocracia del poder.

En este VII Congreso, la apuesta por la renovación del Polo es una de las claves fundamentales. En una confluencia de tendencias y fuerzas, hemos construido una coalición denominada Pactemos, que cuenta con una lista nacional 41 y más de 20 listas departamentales, poblacionales e internacional. Estas listas están integradas por jóvenes, diversidades, ciclistas, líderes sociales y fuerzas democráticas con el firme propósito de renovar la política, aportar una visión más territorial y representar la riqueza y pluralidad de nuestro país. Esta es una oportunidad histórica para actualizar las dinámicas del partido, democratizar aún más sus estructuras y garantizar que su voz siga siendo relevante en la transformación de Colombia.

Mantener viva la fuerza polista es una tarea que va más allá de la coyuntura electoral. Implica fortalecer la organización de base, reivindicar su legado y proyectarse hacia el futuro con propuestas que respondan a las necesidades de la ciudadanía. El VII Congreso debe ser un espacio de debate profundo, pero sobre todo, de unidad y compromiso con los principios que dieron origen al partido hace casi dos décadas.

Quena Ribadeneira

Un llamado a la sensatez

Esta semana, el presidente Gustavo Petro protagonizó la primera alocución televisada de un Consejo de Ministros, un hecho histórico que evidencia su intención de mantener un diálogo transparente con el país. En su intervención, Petro lanzó una afirmación contundente: “la izquierda es sectaria”, un señalamiento que ha generado reacciones dentro de nuestra coalición y militantes. Como concejala del Pacto Histórico, coalición que lo llevó a la Presidencia, considero fundamental hacer un llamado a la unidad y al cuidado del proyecto de cambio que le planteamos a Colombia.

Es cierto que en el seno de cualquier movimiento político existen tensiones y conflictos. Sin embargo, debemos diferenciar entre el debate constructivo y el sectarismo destructivo. Sectarismo no es mantener posiciones firmes ni tener un horizonte ideológico claro; sectarismo es cerrarse al diálogo, excluir a quienes piensan diferente y construir trincheras en lugar de puentes. Es precisamente esa actitud la que debilita las posibilidades de transformar a fondo el país.

 

El proyecto del Pacto Histórico nació de la convergencia de movimientos sociales, sindicatos, juventudes, organizaciones sociales y comunidades indígenas, afrodescendientes y LGBTIQ+. Estas fuerzas han resistido históricamente la violencia, el exterminio y la marginación. Su diversidad es su principal fortaleza, pero también exige un ejercicio constante de articulación y respeto mutuo. No podemos permitir que las diferencias internas se conviertan en obstáculos para avanzar en la agenda de cambio que Colombia necesita.

El presidente Petro también afirmó que de los once millones de votos que lo llevaron a la Presidencia, solo uno fue aportado por la izquierda. Este dato debe ser analizado con seriedad y sin triunfalismos. La izquierda, como proyecto político, ha tenido un papel histórico crucial en la lucha por los derechos sociales, pero también debe reconocer que su capacidad de convocatoria es limitada si no logra conectar con sectores más amplios de la sociedad. El voto popular de Petro refleja una demanda ciudadana por justicia social, paz y dignidad, que trasciende las etiquetas ideológicas tradicionales.

Sin embargo, también debemos ser honestos: personas como Armando Benedetti y Laura Sarabia le han hecho daño al proyecto del Pacto Histórico. Más allá de sus capacidades o problemas personales, no representan los valores éticos que defendemos. Colombia votó por un cambio precisamente para rechazar el maltrato, la violencia y las prácticas políticas tradicionales que han causado tanto daño. No podemos permitir que figuras cuestionables desvirtúen el sentido de esta transformación.

En este momento crucial, es necesario hacer un llamado al debate de ideas, al reencuentro y a la posibilidad de volver a enamorar desde la política. Debemos recuperar el lado poético de la política: ese espacio donde somos capaces de construir sueños colectivos y trabajar por un bienestar compartido. La democracia no se sostiene solo con victorias electorales, sino con la capacidad de generar esperanza, de escuchar y de construir juntos.

El futuro del Pacto Histórico y del gobierno de Gustavo Petro depende de nuestra capacidad para superar divisiones y trabajar con generosidad y responsabilidad. Debemos ser fieles a las luchas históricas que nos han traído hasta aquí, pero también abiertos a las nuevas voces y demandas que han surgido en el camino. Solo así podremos garantizar que el cambio por el que millones de colombianos votaron se haga realidad.

PD: El Consejo de Ministros televisado marca un paso significativo hacia la transparencia en la toma de decisiones y el acceso ciudadano a la información pública. Sin embargo, para que este ejercicio sea efectivo, es fundamental implementar una metodología clara que permita discusiones ejecutivas, estructuradas y comprensibles para la audiencia. No se trata solo de mostrar el debate, sino de comunicar resultados concretos y avances en el cumplimiento del Plan Nacional de Desarrollo Colombia, potencia mundial de la vida. Transparencia no es caos televisado, sino una oportunidad para fortalecer la confianza ciudadana a través de la rendiciónn de cuentas clara y efectiva.

Quena Ribadeneira

Pregonan libertad, pero cultivan dictadura

El auge de Donald Trump y su reciente posición como figura clave en la alianza internacional de partidos de ultraderecha y fascistas plantea una preocupante tendencia en el escenario político global. Esta alianza se caracteriza por la promoción de principios profundamente antidemocráticos: la xenofobia, la negación de derechos fundamentales, el retroceso en las conquistas de las mujeres, la negación de los derechos de la comunidad LGBTIQ+, la anti inmigración y la perpetuación del racismo estructural. Con discursos populistas y estrategias de desinformación, estos partidos han capturado el descontento social para imponer agendas que fracturan los derechos humanos y la cohesión social.

A pesar de pregonar la defensa de la libertad, la praxis de estos movimientos revela una realidad opuesta. En el poder, restringen las agendas progresistas, imponen visiones monolíticas de la sociedad y censuran cualquier pensamiento divergente. Un claro ejemplo es su insistencia en la biologización de las identidades de género, promoviendo la existencia de solo dos sexos y anulando las demandas por derechos de las comunidades LGBTIQ+. Además, han erosionado derechos laborales y perseguido el pensamiento crítico en instituciones educativas. La aparente paradoja de defender libertades mientras se consolidan como dictaduras se desvela como una estrategia fría y calculada: redefinen la libertad como el derecho exclusivo de imponer sus visiones retrógradas.

 

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Las medidas antiinmigración implementadas por Donald Trump son un claro ejemplo de cómo estas alianzas de ultraderecha restringen libertades fundamentales mientras pregonan lo contrario. Durante su primer mandato, las deportaciones masivas alcanzaron cifras alarmantes, y la separación de familias en la frontera con México generó una crisis humanitaria ampliamente condenada, las nuevas medidas no distan mucho de las anteriores y prometen una radicalidad en su discurso y acciones. A esto se suma la imposición de aranceles a países vecinos como método de presión económica, rompiendo con los principios de cooperación internacional. Estas políticas no solo evidencian una concepción limitada y excluyente de la libertad, sino que también están reconfigurando el orden mundial, debilitando las alianzas multilaterales y fomentando un sistema basado en el proteccionismo y la fragmentación.

En Colombia, el avance de esta agenda tiene rostros concretos: figuras como Vicky Dávila y María Fernanda Cabal encarnan esta corriente de ultraderecha. Ambas no solo comparten discursos similares a los de Trump, sino que cuentan con asesores vinculados a referentes como Javier Milei en Argentina y Nayib Bukele en El Salvador. La influencia de estos personajes representa una amenaza directa para la democracia colombiana, que podría retroceder hacia un modelo autoritario disfrazado de «orden» y «prosperidad». Propuestas que buscan eliminar agendas de equidad de género, recortar libertades civiles y perpetuar la exclusión económica de amplios sectores ya empiezan a permear el debate público.

Los efectos concretos de esta agenda pueden evidenciarse con cifras contundentes. En países donde la ultraderecha ha tomado el poder, los indicadores de violencia hacia las mujeres han aumentado debido al debilitamiento de políticas de protección. En Brasil, bajo la presidencia de Jair Bolsonaro, los feminicidios aumentaron en un 7% entre 2019 y 2021 (según el Foro Brasileño de Seguridad Pública). En Hungría, Viktor Orbán consolidó un sistema que limita las libertades de prensa y persigue a la comunidad LGBTIQ+. Colombia no está exenta de esta amenaza si no se toman acciones contundentes para preservar el pluralismo político y la defensa de los derechos fundamentales.

En este contexto, la lucha no puede ser meramente reactiva. Debemos reinventar las formas de hacer política desde una óptica poética y distinta, convocando a la gente no solo con el discurso de la denuncia, sino también con la promesa de construir un país donde la vida digna sea el horizonte común. Frente a la narrativa del miedo, necesitamos el lenguaje de la esperanza; frente al autoritarismo, la organización comunitaria y participativa. La amenaza es real, pero también lo es la posibilidad de un nuevo pacto social cimentado en la inclusión y el respeto por la diversidad. Esa es la lucha que debemos abrazar con firmeza y convicción.

Quena Ribadeneira

La economía popular no se limpia, se incluye

Hace pocos días, en el Concejo de Bogotá, lideré un debate de control político para analizar el trato que la administración distrital de Carlos Fernando Galán da a la economía popular y los vendedores informales. El balance fue preocupante. El Distrito, representado por la Secretaría de Gobierno y el Instituto para la Economía Social (IPES), presentó una oferta débil y carente de visión integral, que redujo las soluciones al desalojo y la reubicación improvisada. Sus argumentos dejaron en evidencia una concepción limitada de la economía popular, tratándola como un obstáculo en lugar de reconocer su importancia como sustento de miles de familias y como parte esencial de la dinámica económica de Bogotá. En lugar de estrategias estructurales para fortalecer a este sector, lo que encontramos fue una narrativa de “limpieza” que excluye a quienes no encajan en el modelo económico formal. Este debate, lejos de cerrar el tema, mostró la necesidad urgente de reorientar el enfoque de ciudad hacia uno que sea verdaderamente inclusivo

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Bajo esta perspectiva, las ciudades parecen diseñadas exclusivamente para quienes encajan en un esquema de producción formal, ignorando a miles de ciudadanos que diariamente sobreviven en la informalidad. En Bogotá, esta realidad no es menor: el 36.5% de la economía de la ciudad es informal y cerca de 90.000 personas trabajan como vendedores callejeros, según el Instituto para la Economía Social (IPES). Estos números no son simplemente cifras, son historias de lucha y resiliencia, de mujeres, hombres y familias que han encontrado en la calle un espacio para resistir frente a un sistema económico que no les ofrece oportunidades.

La visión de Galán, centrada en “limpiar” el espacio público, no es nueva en la historia de las ciudades latinoamericanas. Esta narrativa, revestida de términos como “seguridad” y “movilidad”, busca construir urbes funcionales para un sector reducido de la población: los formales, los privilegiados, los visibles. Pero ¿qué pasa con aquellos que han sido históricamente marginados del acceso al trabajo formal y de derechos sociales básicos?.

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En operativos como el desalojo masivo de vendedores en la estación Ricaurte de TransMilenio, que buscaba liberar los corredores para garantizar la movilidad de más de 70.000 pasajeros diarios, queda claro que la solución es fragmentaria. Estas intervenciones, aunque justificadas en términos de seguridad y funcionalidad, no abordan el problema estructural de la informalidad. Por el contrario, lo profundizan al desplazar a las personas sin ofrecer alternativas reales.

Contrario a lo que muchos creen, los vendedores informales no son una anomalía en la economía de Bogotá. Son actores clave en la dinámica urbana, como lo ha demostrado ampliamente el presidente Gustavo Petro, quien durante su alcaldía (2012-2015) promovió políticas inclusivas que reconocían a los vendedores como parte de la economía popular. En lugar de criminalizarlos, Petro los visibilizó, integrándolos en estrategias que buscaban su formalización progresiva. El Plan de Desarrollo “Bogotá Humana” implementado por Petro reconoció que la economía popular no es un problema que deba erradicarse, sino una oportunidad para construir una ciudad más equitativa. Estas políticas, aunque perfectibles, sentaron un precedente: la informalidad no puede combatirse únicamente desde el desalojo.

Los académicos Hernando de Soto y Saskia Sassen coinciden en que la informalidad es una respuesta a sistemas urbanos excluyentes. De Soto, por ejemplo, plantea que la economía informal encierra un capital potencial que solo puede liberarse con mecanismos que formalicen sin reprimir. Pero cuando se ignora esta visión, como ocurre bajo la administración actual, lo que se fomenta es la exclusión de un sector que ya vive al límite.

La pregunta que deberíamos hacernos no es si el espacio público debe ser ordenado, sino para quién está siendo diseñado ese orden. Bogotá, una ciudad que acoge a personas de todos los rincones del país, debe ser también un lugar donde quepan todos sus habitantes. Desplazar a los vendedores informales no solo vulnera derechos, sino que crea un espacio público vacío de humanidad, carente de esa diversidad que le da vida.

La Corte Constitucional ha reiterado en múltiples sentencias que las acciones estatales hacia los vendedores informales deben garantizar sus derechos fundamentales al trabajo, la dignidad y el mínimo vital. Decisiones como las sentencias T-772 de 2003, T-043 de 2007 y T-772 de 2016 subrayan que los desalojos no pueden ser arbitrarios ni desproporcionados, y que las autoridades deben ofrecer alternativas reales y sostenibles como reubicaciones concertadas o programas de empleo dignos. En relación con el Decreto 098 de 2004, que regula el uso del espacio público en Bogotá, la Corte ha enfatizado que su implementación debe equilibrar la recuperación del espacio público con el respeto por los derechos de los vendedores informales. Esto implica que las intervenciones deben ser dialogadas, incluir soluciones inclusivas y no limitarse a un enfoque represivo. La Corte insta a interpretar este decreto desde un enfoque de derechos humanos, reconociendo el aporte de la economía popular al tejido social y económico de la ciudad.

El reto para Bogotá no es solo lograr que el espacio público sea funcional, sino que sea un lugar donde la justicia social y la equidad prevalezcan. Un modelo que priorice la expulsión y el desalojo nunca será sostenible ni humano. Si queremos una Bogotá donde todas y todos caminemos seguros, debemos empezar por diseñar una ciudad para todos y no solo para unos pocos. La ciudad es de quienes la habitan, no de quienes la administran.

Quena Ribadeneira

El nuevo partido en el que me quiero inscribir

El Pacto Histórico, la coalición que llevó por primera vez a un gobierno progresista al solio de Bolívar, ha dado un paso histórico al anunciar su transformación en un movimiento político unitario. Esta decisión no solo marca un antes y un después en la política nacional, sino que también consolida la mayor fuerza social y política del país, uniendo a diversos sectores en torno a una agenda de cambio y justicia social. En un contexto de fragmentación partidista, esta unificación representa una apuesta por la estabilidad, la coherencia y la capacidad de transformar el panorama político colombiano.

La historia enseña que los grandes cambios sociales nacen de procesos unitarios que trascienden las diferencias particulares. Como señaló Antonio Gramsci, «el partido es el instrumento principal con el que las clases subalternas pueden alcanzar la hegemonía, articulando sus demandas diversas en una dirección común que confronte al poder existente».

 

Esta reflexión resuena hoy en la consolidación del Pacto Histórico como partido, un esfuerzo por transformar el mosaico de luchas sociales y populares en una fuerza organizada capaz de redefinir la política en Colombia. El reto no es menor: articular demandas diversas sin perder de vista el objetivo común, mientras se mantiene la conexión con las bases y se responde a las urgencias de la sociedad.

La historia nos enseña que los grandes cambios sociales y políticos nacen de la unión de fuerzas diversas. En América Latina, movimientos como el Frente Amplio en Uruguay o el Movimiento de Regeneración Nacional (MORENA) en México lograron articular coaliciones de sindicatos, organizaciones campesinas, feministas y otros sectores populares, superando divisiones tradicionales para consolidarse como alternativas reales al statu quo.

La unificación que permitió la elección del primer gobierno progresista en Colombia fue un proceso complejo y sin precedentes. Sindicatos, comunidades étnicas, colectivos feministas, ambientalistas y muchos otros sectores dejaron a un lado sus diferencias para construir una plataforma común. Sin embargo, este proceso no ha estado exento de tensiones y retos. La tarea ahora es mantener esa diversidad como un activo y no como un obstáculo, asegurando que cada corriente interna siga aportando a la construcción colectiva. Como bien señaló el periodista Héctor Riveros, el Pacto Histórico es hoy la organización política más grande de Colombia, con la base social más amplia: sindicatos, grupos étnicos, organizaciones feministas y ambientalistas. Ningún otro partido se le acerca. Este es un logro monumental, pero también una responsabilidad enorme. La democracia interna, las consultas populares y la inclusión efectiva de amplios sectores sociales y políticos serán clave para mantener esta solidez.

De cara a las elecciones de 2026, el reto no solo es definir un candidato único que represente al Pacto, sino también a un frente progresista más amplio. Este candidato debe surgir de un proceso transparente y participativo que refleje las demandas y aspiraciones de las comunidades. Además, el nuevo partido debe permanecer conectado con la realidad de las calles, escuchando y atendiendo los problemas cotidianos de la gente. La representación legítima no se construye en oficinas cerradas, sino en el contacto directo con las bases.

Finalmente, el Pacto Histórico tiene la tarea de consolidarse como una fuerza transformadora y duradera. Esto implica garantizar que los principios de justicia social, equidad de género, defensa del medio ambiente y respeto por la diversidad no solo permanezcan en el discurso, sino que guíen cada acción del partido. El camino que sigue es desafiante, pero también lleno de posibilidades. Como dijo el presidente Gustavo Petro: este es el nuevo partido en el que quiero inscribirme. Y también el partido que debe ser capaz de transformar a Colombia para siempre.

Quena Ribadeneira

Buenas noticias para Bogotá

Lograr avances significativos en temas de ciudad requiere voluntad, diálogo y, sobre todo, la capacidad de construir puentes entre diferencias políticas. En esta ocasión, varios colegas del Concejo, a pesar de tener posiciones ideológicas distintas, demostraron que el bienestar de Bogotá está por encima de cualquier barrera partidista. Gracias a este espíritu de colaboración, se lograron aprobar dos acuerdos que representan un hito para la ciudad: el proyecto de entornos educativos libres de discriminación en homenaje a Sergio Urrego y la implementación de bici parqueaderos gratuitos en eventos masivos. En medio de las complejidades que enfrentamos como ciudad, es un placer destacar estos acuerdos recientemente aprobados que marcan pasos significativos hacia una Bogotá más inclusiva y sostenible.

El primer acuerdo, inspirado en el legado de Sergio Urrego, establece entornos educativos seguros y libres de discriminación para niñas, niños y jóvenes LGBTIQ+. Este proyecto no es solo una declaración de intenciones; es un compromiso tangible para garantizar que las escuelas de nuestra ciudad sean espacios de respeto, aprendizaje y desarrollo integral, sin importar la orientación sexual o identidad de género de sus estudiantes. Las cifras lo respaldan: más de la mitad de los estudiantes LGBTIQ+ en Colombia se sienten inseguros en sus colegios, y una proporción significativa abandona sus estudios debido al acoso y la discriminación. Con este acuerdo, Bogotá se posiciona como un ejemplo nacional en la defensa de los derechos humanos desde la educación.

 

A nivel internacional, ciudades como Toronto y Estocolmo han implementado políticas similares que no solo han reducido las tasas de acoso escolar, sino que también han mejorado el desempeño académico y el bienestar emocional de estudiantes LGBTIQ+. Bogotá, con este paso, entra en esa lógica de ciudades que entienden que la inclusión es una inversión en el futuro de su juventud.

El segundo acuerdo aprobado también merece celebrarse. Se trata de la creación de bici parqueaderos gratuitos en eventos de alta complejidad. Este proyecto responde a una necesidad sentida por miles de ciclistas que, hasta ahora, enfrentaban dificultades para asistir a eventos masivos sin sacrificar la seguridad de sus bicicletas. En ciudades como Ámsterdam y Copenhague, la promoción del uso de la bicicleta ha sido clave para reducir emisiones, descongestionar el tráfico y mejorar la calidad de vida. Bogotá, una ciudad que ya es reconocida por su amplia red de ciclorrutas, da un paso más al fomentar el uso de este medio de transporte sostenible, asegurando que las personas puedan disfrutar de eventos públicos sin preocupaciones logísticas.

Estos acuerdos no solo demuestran que es posible avanzar hacia una ciudad más equitativa y sostenible, sino que también nos invitan a reflexionar sobre el poder de la participación ciudadana y la acción colectiva. Detrás de cada uno de estos proyectos está el esfuerzo de comunidades, colectivos y líderes que han trabajado incansablemente para que estas ideas se materialicen.

Es crucial que sigamos apostando por iniciativas que integren a Bogotá en el club de las ciudades progresistas del mundo. Cada paso cuenta, y estos dos nuevos acuerdos son un testimonio de que, a pesar de los retos, podemos construir una ciudad que sea ejemplo de inclusión, movilidad sostenible y respeto por la diversidad.

Estos dos acuerdos son parte de un balance positivo de mi primer año de concejalía, en el que hemos demostrado que, además del control político necesario y clave para la ciudad, es fundamental impulsar iniciativas que mejoren la calidad de vida de todas y todos. Pedalear por una Bogotá ciudad de derechos no es solo una tarea, sino un compromiso constante para garantizar una ciudad que realmente funcione para su gente.

Quena Ribadeneira

Las mujeres no caminamos seguras

Este 25 de noviembre, Día Internacional para la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, no podemos limitarnos a un acto simbólico de reflexión. La violencia de género en Bogotá sigue siendo un flagelo imparable, y aunque celebramos avances en términos de normativas y políticas públicas, la cruda realidad nos muestra que las mujeres seguimos enfrentando una violencia estructural, sistemática y creciente. Los recientes feminicidios, las amenazas latentes y la falta de respuestas eficaces desde las autoridades exigen un análisis profundo y una reflexión que, lamentablemente, sigue pendiente.

En Bogotá, el panorama es desolador. A pesar de contar con un presupuesto de $124.000 millones para la Secretaría Distrital de la Mujer, las cifras siguen siendo alarmantes. Cada cuatro días, una mujer es asesinada en la ciudad. Según el Observatorio de Feminicidios en Colombia, Bogotá ocupa el segundo lugar en feminicidios en el país, con 72 casos registrados en lo que va del año. Este dato refleja una contradicción dolorosa: tenemos recursos, pero no estamos salvando vidas.

 

Si bien desde la administración distrital se han anunciado medidas, como la reactivación del Grupo de Género Interinstitucional y la campaña «Bogotá Ciudad Púrpura», los datos revelan una desconexión entre el discurso y la acción. Los servicios psicosociales y jurídicos han disminuido un 48% en 2024 respecto al año anterior, y los Consejos Locales de Seguridad para las Mujeres han sufrido una reducción presupuestal del 46%. La respuesta institucional no está a la altura de la magnitud de la violencia que enfrentan las mujeres, y, lejos de garantizarles protección, las deja expuestas a una violencia machista que sigue arrebatando vidas.

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La semana pasada, el alcalde Carlos Fernando Galán expresó su preocupación por el feminicidio de Danis Miranda Yanes en Suba y pidió agilizar la captura del agresor. Sin embargo, cuando contrastamos esas palabras con la realidad de lo que ocurre en las calles de Bogotá, la inacción es evidente. En casos como el de Naomy Arboleda, una joven de 25 años asesinada brutalmente en el barrio Las Cruces, la justicia tarda en llegar. Naomy sufrió el acoso y la violencia de un hombre que, en represalia por sus reclamos, la golpeó hasta matarla.

Peor aún es el caso de Julieth Merchán, una mujer que vive bajo amenaza constante desde que un expolicía, Cristian Andrey Osorio, intentó asesinarla en su propio hogar. A pesar de la medida de protección que debería mantener alejado a su agresor, la Policía no ha actuado, y el violento sigue libre, amenazando con «adelantarse» a la justicia. Julieth está atrapada en un círculo de miedo, sin poder regresar a su casa ni trabajar tranquila. Esta situación refleja el vacío en la protección real de las mujeres en nuestra ciudad.

Estos casos no son aislados. Son el reflejo de una ciudad que, aunque declara su preocupación por la violencia de género, no implementa políticas efectivas para garantizar la seguridad de las mujeres. La fragmentación entre las entidades encargadas de la protección, la falta de coordinación y la reducción de los recursos destinados a la atención y prevención de la violencia son obstáculos que deben ser superados de inmediato. No es suficiente con declaraciones y campañas mediáticas; se requiere un compromiso real, con recursos adecuados y una política pública que priorice la vida de las mujeres.

A nivel global, la lucha por los derechos de las mujeres enfrenta amenazas serias bajo el pretexto de ideologías políticas que, como la teoría woke, buscan deslegitimar nuestros avances y presentar a la igualdad de género como una «perversión» de la familia y la sociedad tradicional. Este discurso, que gana terreno en diversas partes del mundo, es peligrosamente regresivo. Bajo la fachada de proteger la «familia tradicional», se esconde un ataque directo a los derechos conquistados por las mujeres, que de manera histórica hemos luchado por garantizar.

No podemos permitir que estas voces de odio, que promueven el retroceso en los derechos humanos, se impongan. Por ello, hoy más que nunca debemos exigir que se le ponga fin a la impunidad, que se brinde atención real a las víctimas de violencia de género y que se destinen recursos suficientes para garantizar una protección integral para todas las mujeres de Bogotá. Hoy, en el 25N, hacemos un llamado a la reflexión, a la acción y a la exigencia de justicia. Porque mientras no se garantice la seguridad de las mujeres, Bogotá no será una ciudad segura para nadie.

Quena Ribadeneira

Galán: El improvisador

Contrario a la narrativa de una administración técnica y basada en la evidencia que pregona en el show mediático el alcalde de Bogotá, Carlos Fernando Galán, lo que estamos viviendo los bogotanos es una gestión marcada por la improvisación, la falta de coordinación y una peligrosa superficialidad en la toma de decisiones. La capital enfrenta hoy una serie de crisis que, lejos de resolverse, se agravan por la incapacidad de articular respuestas claras y efectivas.

La crisis del agua en Bogotá es uno de los temas que ha dejado ver la improvisación de Galán y su equipo, mostrando una administración que parece más interesada en gestionar percepciones que en asumir responsabilidades. Las constantes interrupciones en el servicio y la falta de planificación para garantizar el suministro en las zonas más vulnerables revelan una gestión que opera al margen de las verdaderas necesidades de la ciudadanía. Más preocupante aún es la falta de coordinación con el Gobierno Nacional, una relación que debería ser estratégica para abordar temas estructurales como el abastecimiento de agua y la modernización de la infraestructura hídrica. Galán ha preferido politizar con afanes electorales la relación con el Gobierno Nacional, usándolo como excusa, culpándolo de los problemas de su administración en lugar de construir soluciones conjuntas.

 

Durante la campaña, Galán prometió enfrentar la inseguridad sin excusas ni retrovisores. Sin embargo, el panorama actual es desolador: los índices de inseguridad aumentan, y las medidas anunciadas no parecen ser más que reacciones desesperadas a la presión mediática. En vez de implementar estrategias integrales, se han priorizado operativos aislados que, aunque generan titulares, no abordan las raíces del problema. Peor aún, esta administración ha tratado de complacer a todos los sectores en temas de seguridad, buscando no incomodar a nadie. Esto ha resultado en políticas fragmentadas, sin la contundencia necesaria para enfrentar las amenazas que afectan diariamente a los ciudadanos.

Especialmente preocupante es la crisis de seguridad que enfrentan las mujeres en Bogotá. El aumento alarmante de los feminicidios que ya suman más de 47 víctimas y la falta de acciones contundentes por parte de la administración demuestran un vacío en la protección de los derechos de las mujeres. Los esfuerzos para implementar políticas de género han sido mínimos, y los refugios o programas de apoyo para víctimas de violencia son insuficientes. Galán parece ignorar que la seguridad para las mujeres no es un tema secundario, sino una prioridad urgente que requiere una respuesta contundente.

El plan de desarrollo de Galán también evidencia una falta de visión de largo plazo para Bogotá. Su apuesta por mantener el modelo de TransMilenio como eje del sistema de transporte masivo perpetúa los problemas de congestión, contaminación y desigualdad en la movilidad. Mientras las grandes capitales avanzan hacia sistemas de transporte limpios, multimodales y sostenibles, Bogotá no encuentra el rumbo sobre la integración de la bicicleta al SITP como aportante a la solución y por el contrario sigue anclada a un modelo obsoleto. Además, la propuesta de urbanizar áreas clave como la reserva Thomas van der Hammen demuestra una visión cortoplacista que prioriza la expansión descontrolada sobre la preservación ambiental. Esta política no solo pone en riesgo un ecosistema vital para la ciudad, sino que también perpetúa un modelo de desarrollo urbano desordenado, en el que el negocio inmobiliario tiene más peso que el bienestar de los ciudadanos y la sostenibilidad del territorio.

Galán también ha demostrado un afán preocupante por quedar bien con todos. Este estilo complaciente puede ser útil en campaña, pero es desastroso cuando se trata de gobernar. En su búsqueda por agradar, evita tomar decisiones firmes, lo que ha generado un desgobierno evidente en áreas clave como el transporte público, la movilidad sostenible y la gestión ambiental. Bogotá necesita un liderazgo que actúe con firmeza y claridad, que priorice las necesidades de la gente sobre los intereses políticos y que se comprometa verdaderamente con el desarrollo de la ciudad. Las improvisaciones y las excusas no son suficientes para enfrentar los desafíos de una ciudad que clama por soluciones reales.

La gran pregunta que debemos hacernos como bogotanos es: ¿hasta cuándo la improvisación y las excusas serán el sello de esta administración? La ciudad no puede seguir soportando una gestión que prioriza el discurso sobre la acción. El tiempo de las promesas quedó atrás; ahora es el momento de exigir resultados.

Quena Ribadeneira