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Confidencial Noticias 2025

Etiqueta: Ricardo Ferro

Caso Uribe: cuando la verdad procesal coincide con la verdad real, brilla la justicia

Durante años, la justicia colombiana ha tenido el desafío de distinguir entre el ruido político y los hechos. En medio de campañas mediáticas, filtraciones selectivas y juicios paralelos, se volvió casi imposible separar lo jurídico de lo ideológico. Sin embargo, cuando la verdad procesal —esa que se construye con pruebas, contradicción y debido proceso— logra coincidir con la verdad real —esa que corresponde a los hechos tal como ocurrieron—, es cuando verdaderamente brilla la justicia.

El caso del expresidente Álvaro Uribe Vélez ha sido uno de los episodios más complejos y politizados de nuestra historia reciente. Desde el inicio, el proceso estuvo rodeado de intereses, versiones cruzadas y un evidente afán de algunos sectores por convertirlo en un trofeo político. Pero el tiempo, los hechos y las decisiones judiciales han ido poniendo las cosas en su lugar.

 

No se trata de afirmar que la justicia deba inclinarse por simpatías o afectos personales. Todo lo contrario: la verdadera justicia es la que se impone, incluso frente a la presión del momento. Y eso es precisamente lo que ha ocurrido en este proceso, donde las pruebas —y no los prejuicios— han terminado abriendo paso a la verdad.

Cuando el expresidente Uribe fue vinculado a una investigación por presunto soborno a testigos, muchos se apresuraron a condenarlo sin juicio. Fue un linchamiento público que, más que justicia, buscaba revancha política. Hoy, tras años de análisis judicial, las decisiones recientes confirman lo que muchos intuían desde el principio: que detrás de las acusaciones había más cálculo político que sustancia jurídica.

Este episodio debería dejarnos varias lecciones. Primero, que el sistema judicial debe blindarse de la manipulación mediática y de las presiones ideológicas. Segundo, que la justicia lenta, aunque desespera, cuando llega con fundamento fortalece la democracia. Y tercero, que ningún ciudadano, por influyente o polémico que sea, debe ser tratado como culpable antes de ser vencido en juicio.

La coincidencia entre la verdad procesal y la verdad real no ocurre todos los días. Pero cuando sucede, como en este caso, no solo se reivindica el nombre de una persona, sino también la credibilidad de las instituciones. Y eso, en tiempos de polarización y desconfianza, es un triunfo que el país necesita celebrar.

Porque cuando la verdad y la justicia caminan de la mano, Colombia también da un paso hacia la reconciliación.

Ricardo Ferro

Petro, Santos y Samper: los trillizos de la política colombiana

Que Colombia no se equivoque: Gustavo Petro, Juan Manuel Santos y Ernesto Samper están cortados con la misma tijera. Tres gobiernos distintos en el tiempo, pero idénticos en su esencia: escándalos de financiación, pactos con ilegales y un legado de debilitamiento institucional.

Todo comenzó con Samper. A su llegada, hasta el logo del Partido Liberal se adornó con una inocente florecita, símbolo de la “social bacanería” que desde entonces se incrustó en la política colombiana. Pero detrás de la imagen amable estuvo la realidad oscura: una campaña financiada con los millones del cartel de Cali, un presidente ilegítimo, magnicidios como el de Álvaro Gómez, Colombia descertificada en la lucha contra las drogas y un mandatario al que hasta Estados Unidos le retiró la visa.

 

Luego llegó Santos, recordado por la plata de Odebrecht en su campaña y por su alianza con las FARC disfrazada de “acuerdo de paz”. Un acuerdo rechazado en las urnas, pero aprobado a espaldas del pueblo mediante un trámite exprés en el Congreso. Santos, además a convertir a Chávez y Maduro en sus mejores amigos, pasó a la historia por darle curules gratis a los jefes guerrilleros, blanquear fortunas manchadas de sangre y, como colofón, recibir un premio de Paz que hoy luce inmerecido. Quien dude de ello, que compare a las FARC de entonces con las disidencias y carteles que hoy siguen azotando al país: cambió el nombre, pero no la tragedia.

Y el tercer trillizo es Petro. Su campaña, según lo han dicho su propio hijo, su ministro del Interior y antiguos aliados, se financió con recursos de dudosa procedencia. Además, pactó con criminales en el famoso “pacto de La Picota”, disparó los cultivos de coca, fortaleció a los grupos armados ilegales y cedió control territorial. Como si fuera poco, se convirtió en el abogado de oficio de Nicolás Maduro, negando hasta la existencia del cartel de los soles, pese a que Estados Unidos ofrece una recompensa de 50 millones de dólares por el dictador venezolano. Hoy, al igual que Samper, Petro ha logrado que descertifiquen a Colombia en la lucha antidrogas y que le revoquen la visa norteamericana.

Tres presidentes, una misma herencia: la de un país debilitado, sometido a intereses oscuros y con una democracia cada vez más frágil. Hoy ya se vislumbra la siguiente generación de los trillizos políticos, lista para heredar el mismo libreto.

Por eso, en las elecciones de 2026 los colombianos debemos votar con memoria, porque estas fórmulas disfrazadas de “cambio” o de “paz”, han terminado costándole al país su seguridad, su institucionalidad y su futuro. De nuestra decisión en las urnas depende que Colombia no vuelva a caer en las manos equivocadas.

Ricardo Ferro

De comandante a comandante: la paradoja de Petro

Petro carga con una ironía cruel de la historia. En su juventud su alias en el grupo guerrillero M-19 fue “Comandante Andrés”. Hoy, convertido en presidente, es el comandante en jefe de las Fuerzas Armadas. Pero conviene dejarlo claro desde el inicio: ser “comandante” guerrillero no era un mérito, era un prontuario. Y en ese terreno Petro fue exitoso: logró lo que un insurgente se propone, delinquir y ganar poder dentro de la ilegalidad. En cambio, ser el comandante legítimo de las Fuerzas Armadas en una democracia es un cargo noble: su objetivo es proteger la vida, la libertad y la integridad de todos los colombianos, incluidos los hombres y mujeres de uniforme. Y ahí es donde Petro se derrumba: al pasar de la ilegalidad a la institucionalidad, lo único que muestra son fracasos.

En lo que tiene que ver con su pasado insurgente, sus “éxitos” fueron amnistiados cuando se reincorporó a la vida civil. Pero su fracaso actual como comandante en jefe es el presente doloroso que hoy padece Colombia. La diferencia es que antes el país sufría los golpes de Petro como insurgente, y ahora sufre las consecuencias de Petro como presidente.

 

Las cifras son elocuentes. Según Reuters (julio de 2025), las organizaciones criminales han crecido un 45% durante su gobierno, alcanzando 21.958 combatientes entre el Clan del Golfo y el ELN, sin contar las disidencias de las FARC. Nunca habían tenido tanto pie de fuerza ni tanta presencia territorial. En otras palabras: mientras Petro habla de paz total, los ilegales disfrutan de poder total.

Y la violencia ya no son números fríos: en las últimas semanas, miembros de la Fuerza Pública han sido secuestrados y asesinados por grupos armados. El 8 de septiembre, 45 soldados fueron capturados en El Tambo (Cauca) por comunidades bajo presión de la disidencia “Carlos Patiño”. En Guaviare, 34 militares fueron retenidos en condiciones similares por el Estado Mayor Central. El ELN, por su parte, secuestró en abril a los soldados Julián Sáenz y Yilmer Coral en Cúcuta, con pruebas de vida difundidas solo después de 44 días. Y en abril, bajo lo que el propio gobierno denominó un “plan pistola”, 27 policías y militares fueron asesinados en apenas dos semanas. Estos hechos no son excepciones: revelan un patrón de debilitamiento del mando institucional y de vulnerabilidad de quienes deberían estar protegidos.

Los secuestros regresaron con fuerza. La Fundación Ideas para la Paz (FIP) y la Policía Nacional reportan que entre enero y abril de 2025 hubo 131 secuestros, un 40% más que en 2024, y que entre enero y julio se registraron 256 casos, un aumento del 57%. Es un retroceso de dos décadas en una de las conquistas más valiosas contra el crimen. Bajo Petro, los colombianos volvieron a vivir con el miedo que creían superado.

El panorama es claro: los grupos ilegales no solo asesinan más policías y soldados, también controlan más territorio, más rutas de narcotráfico y más economías ilícitas. En regiones como el Cañón del Micay, Putumayo y Cauca, es el crimen el que manda y el Estado el que brilla por su ausencia, como lo han documentado InSight Crime y medios internacionales. Petro prometió recuperar la paz, pero lo que recuperaron fueron las mafias.

La paradoja termina siendo devastadora: en la guerrilla, Petro fue un comandante “exitoso”, pero en la comisión de delitos; hoy, como comandante en jefe, a la hora de garantizar la vida y la seguridad de los colombianos, ha sido un fracaso. Dejó crecer a los criminales, desmoralizó a las tropas y entregó territorios estratégicos a las mafias.

En conclusión: Petro no solo fue un comandante guerrillero que contribuyó a la violencia en el pasado, sino que hoy es un presidente incapaz de garantizar la paz y la seguridad en Colombia. Antes sus éxitos eran crímenes; ahora sus fracasos son institucionales. En ambos casos, los colombianos seguimos pagando el precio.

Ricardo Ferro

La Dayromanía: el ídolo del pueblo

En dos semanas Dayro Moreno cumple 40 años. Y lo increíble es que no hablamos de un exjugador recordando sus goles por YouTube, sino de un delantero todavía vigente, todavía activo, todavía con hambre de gol.

Dayro no es el ídolo perfecto fabricado por el marketing. No, Dayro es distinto: él es el ídolo del pueblo. El que recoge el cariño de los niños que lo ven como un superhéroe con guayos, y el que inspira a esos futbolistas aficionados que cada fin de semana se baten en canchas de tierra, soñando con meter un gol como los de él.

 

Porque Dayro representa lo que muchos veteranos quisieran vivir: ser un jugador de carne y hueso que, sin ser un superdotado, con garra, con talento y con constancia, alcanzó lo que parecía imposible. Dayro logró ser goleador histórico del fútbol colombiano… y al mismo tiempo seguir siendo el mismo bacán que juega en la cancha del barrio.

Un partido en El Carmen de Apicalá lo pinta de cuerpo entero: vacaciones, fútbol aficionado, y ahí estaba Dayro, sudando la camiseta, jugando como uno más. La gente no lo podía creer: el hombre que habían visto en estadios internacionales estaba ahora gambeteando en la cancha del pueblo. Selfies, abrazos, sonrisas… y ni una mala cara.

Esa mezcla de humildad y grandeza es lo que genera la Dayromanía. Dayro es un ídolo de carne y hueso para los niños que sueñan con ser futbolistas y para los adultos que cada semana se juntan a “echarse el picadito” con amigos. En él ven que sí es posible: que un jugador de pueblo haga historia.

Y lo mejor: justo ahora, ad portas de los 40 años, llega convocado a los dos partidos más importantes de Colombia en este año, los que definirán si vamos o no al próximo Mundial. No es un homenaje, no es una despedida: es la confianza de que todavía puede ser protagonista en la Selección.

Por eso emociona que hoy, con 368 goles a cuestas, pueda llegar a ser, quien lidere el ataque tricolor. Y lo más bonito: que a los 40 años siga representando la ilusión de todo un país.

Así que, querido Dayro, gracias por recordarnos que el fútbol no necesita ídolos de mármol. Basta con ídolos de carne y hueso… como usted

Ricardo Ferro

Con la inminente caída de Maduro, tiembla más de un político latinoamericano

Uno de los señalamientos más graves que pesan sobre Nicolás Maduro y Diosdado Cabello es el de haber convertido al Estado venezolano en la sede de una organizaciónn internacional de narcotráfico: el Cartel de los Soles.

Esa acusación les valió no solo las recompensas más altas que Estados Unidos ha ofrecido por un jefe de Estado en ejercicio, sino también uno de los mayores despliegues militares norteamericanos en Suramérica en toda su historia.

 

Pero lo realmente explosivo no será la captura o el juicio, sino lo que venga después. Como ocurre en el mundo del narcotráfico, tarde o temprano alguien busca negociar beneficios a cambio de información. Y cuando eso suceda con Maduro, Diosdado o con alguno de sus lugartenientes, se encenderá el ventilador más poderoso que haya visto América Latina.

Ese ventilador no se limitará a confirmar rutas, socios o lavado de activos. Lo que muchos temen es que salgan a la luz los nombres de políticos de otros países que habrían recibido dinero del Cartel de los Soles para financiar campañas y sostener proyectos políticos. Por eso, en más de una capital latinoamericana, algunos dirigentes ya deben estar rezando para que sus nombres no aparezcan en la lista.

Sin embargo, tiene más reversa un avión en pleno vuelo que un ventilador de capos que negocian su condena. Y si algo demuestra la historia es que cuando alguien de adentro habla, nunca lo hace solo de lo suyo: entrega a otros, porque su mayor carta de negociación es la información.

La caída de Maduro no será entonces solo el derrumbe de un régimen. Podría convertirse en el detonante de una tormenta que golpee a varios países, sacuda campañas políticas del pasado y exponga vínculos incómodos entre el narcotráfico y la democracia.

Conviene estar atentos. El ventilador aún no se enciende, pero cuando lo haga será implacable: ningún país estará a salvo, ni ningún político podrá declararse intocable. Y en ese momento, la verdadera caída no será la de Maduro, sino la de quienes creyeron que podían esconder eternamente de dónde venía el dinero que los llevó al poder.

Ricardo Ferro

O vamos juntos, o seremos colgados por separado

En 1776, Benjamin Franklin, con su ironía habitual, advirtió a los líderes de la independencia norteamericana: “Debemos permanecer todos juntos, o con seguridad seremos colgados por separado.” Su frase tenía humor, pero también la gravedad de una sentencia: la unidad no era opcional, era cuestión de vida o muerte.

Colombia atraviesa una crisis que ya se siente en la vida diaria. El miedo en las calles, la inseguridad en las carreteras y la violencia política que ya cobró la vida de 97 dirigentes, incluido Miguel Uribe Turbay, reflejan un país al borde del abismo. En solo cinco meses, 80 policías y soldados han caído cumpliendo su deber, mientras miles de familias son desplazadas por la guerra en regiones como el Catatumbo.

 

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Cómo si lo anterior fuera poco, en un hecho sin precedentes, el principal líder de la oposición, el expresidente Álvaro Uribe, está en la cárcel. No es un dato más: es la realidad que hoy golpea la seguridad y la tranquilidad de todos los colombianos.

Frente a ese panorama, la oposición no puede darse el lujo de la división. Nadie pide que amanezcan unidos de la noche a la mañana ni que renuncien a sus convicciones. Pero sí que hagan un alto en el camino, que dejen a un lado las tensiones secundarias y que, con la mayor brevedad, encuentren una fórmula que permita competir con un solo candidato. Porque la unidad no es un capricho: es la única herramienta real para defender la democracia, las libertades y el futuro de Colombia.

La disyuntiva es clara. Si cada quien insiste en avanzar por separado, la consecuencia será la derrota, y con ella la consolidación de un proyecto político que pone en riesgo la estabilidad del país. Si, por el contrario, los líderes de la oposición logran unirse, habrá una posibilidad real de equilibrio, de alternancia y de esperanza.

Franklin tenía razón entonces, y la tiene ahora: o nos unimos o nos hundimos. La decisión está en manos de quienes aspiran a gobernar, pero las consecuencias las sufriremos todos los colombianos.

Ricardo Ferro

¿Por qué lo mataron?

A Miguel Uribe lo mataron. Eso es un hecho. Lo que no sabemos —y debemos exigir saber— son los motivos.

¿Lo mataron porque no podían derrotarlo en las urnas?

 

¿Lo mataron porque incomodaba a actores que, en nombre de la paz, negocian privilegios y borran delitos del pasado?

¿Lo mataron porque su liderazgo crecía y podía cambiar el rumbo del país?

¿Por qué lo mataron?

   •   Porque no estaba dispuesto a callar ante el pacto de la Picota.

   •   Porque denunciaba sin miedo las reformas que, según él, ponían en riesgo la salud y las pensiones de los colombianos

   •   Porque proponía una Colombia segura, donde el ciudadano honesto pudiera vivir sin miedo.

   •   Porque defendía la libre empresa y la inversión extranjera como motores del progreso.

   •   Porque creía en fortalecer la Fuerza Pública, no en debilitarla.

   •   Porque exigía respeto a la ley, sin excepciones para bandidos “arrepentidos”.

   •   Porque se oponía a que el narcotráfico dictara la política de paz del país.

   •   Porque rechazaba que la corrupción se escondiera bajo discursos de cambio.

   •   Porque defendía la propiedad privada.

   •   Porque no aceptaba que la economía se manejara a punta de ideología y no de cifras reales.

   •   Porque no tenía miedo de defender las tesis de Álvaro Uribe.

   •   Porque era coherente, consecuente y no cambiaba de principios según el viento político.

   •   Porque tenía la preparación académica y la experiencia administrativa para gobernar.

   •   Porque no tenía manchas de corrupción, y eso incomoda a quienes viven de ella.

   •   Porque su liderazgo crecía y las encuestas empezaban a mostrarlo como el opositor más fuerte de cara al 2026.

   •   Porque podía ganar… y había quienes no querían arriesgarse a competir en igualdad de condiciones.

Bajar el tono es una cosa; renunciar al derecho de saber la verdad es otra muy distinta.

Nota recomendada: Murió el senador Miguel Uribe Turbay

Colombia tiene derecho a conocer quién y por qué ordenó este magnicidio. Si no lo exigimos, los bandidos seguirán dictando la agenda política del país, decidiendo con plomo quién puede aspirar y quién no.

Porque de eso se trata: de garantizar que en 2026 haya un candidato de oposición con opción real de ganar… y que no tenga que pagar con su vida por el atrevimiento de querer servir a su país.

Ricardo Ferro

Uribe, la serie: un thriller sin pruebas y con libreto flojo

Si Netflix hiciera una serie sobre el proceso judicial contra Álvaro Uribe, sería de esas producciones que uno empieza con emoción y termina viendo con rabia, diciendo: “¿En serio? ¿Eso fue todo?”.

El libreto arrancaría bien: un expresidente poderoso, enemigos políticos, un supuesto entramado de testigos y la promesa de una verdad que lo cambiará todo. Pero a medida que pasan los capítulos, el espectador se da cuenta de que el guionista no tiene pruebas, solo suposiciones. Y que los testigos principales cambian de versión más que de camiseta.

 

El “gran giro” sería que al protagonista lo investigan por manipular testigos… cuando en realidad quien empezó moviendo fichas fue su contradictor político. Pero eso no importa en esta serie, porque desde el primer capítulo ya estaba decidido quién era el villano. No por lo que hizo, sino por quién es.

Álvaro Uribe ha sido condenado mil veces… en redes sociales. En memes. En columnas de opinión. En reuniones de café. Pero nunca, hasta hoy, con pruebas sólidas en un tribunal. Lo suyo ha sido un juicio moral, no penal. Porque la justicia, al menos la buena, no se hace con likes, sino con evidencias.

Es curioso: en Colombia hay criminales confesos que gozan de impunidad, y personas como Alvaro Uribe, un expresidente sin antecedentes que lleva años con la espada de Damocles encima. No porque haya delinquido, sino porque un sector de la opinión no le perdona el haber tenido carácter.

¿Que Uribe cometió errores? Como todos. Pero una cosa es equivocarse en decisiones de gobierno, y otra muy distinta es delinquir. Confundir esas dos cosas es tan absurdo como decir que quien lanza una pelota es culpable de romper una ventana… que nunca se rompió.

La justicia colombiana está hoy frente a una gran prueba: demostrar que es capaz de decidir sin miedo, sin presiones y sin revanchismos. El país no necesita un chivo expiatorio. Necesita que se respete la presunción de inocencia, incluso cuando se trata de alguien que genera tantas pasiones como Uribe.

Y si alguien aún tiene dudas, yo le recomiendo algo más sencillo que leer el expediente completo: imagine que el acusado no se llama Álvaro Uribe. Imagine que es otro ciudadano, cualquiera, enfrentado a los mismos hechos, las mismas versiones cambiantes, y las mismas ganas de juzgarlo sin pruebas. ¿Le parecería justo?

Porque la justicia, como las buenas series, debe tener algo sagrado: coherencia.

Ricardo Ferro

¿Tamal sin arroz… o con arroz importado?

Colombia es arrocera. En producción y en consumo. Y eso no es una metáfora: aquí el arroz no es un acompañamiento, es el protagonista silencioso del almuerzo. Desde el estrato 1 hasta el 20, en el 80% de las cocinas colombianas la primera olla que se pone en la estufa es la del arroz. Así que cuando decimos que el arroz está en crisis, no estamos hablando solo de campesinos con sombrero tolimense, vueltiao o llanero, sino del plato diario de todo un país.

El problema es estructural y serio. Pero lo están tratando como si fuera un dolor de cabeza pasajero. Con pañitos de agua tibia, cuando lo que se necesita es cirugía mayor. Si no se toman medidas reales y urgentes, vamos a terminar importando arroz a lo loco. Y depender del arroz extranjero, en un mundo que parece un reality de conflictos geopolíticos, es jugar con candela. ¿De verdad vamos a dejar en manos ajenas el alimento base de los colombianos? Eso no es solo una mala idea. Es una irresponsabilidad.

 

¿Que estoy exagerando? Que le pregunten al algodón. ¿Se acuerdan del algodón? Uno de los cultivos más importantes del país, y hoy apenas si sobrevive en la memoria de quienes vieron las toldas blancas en los campos. Si no se actúa ya, el arroz puede correr la misma suerte. Y con él, cientos de miles de empleos, negocios, familias y, claro, platos típicos. Porque dígame usted cómo va a hacer un tamal sin arroz. O una bandeja Paisa sin arroz. O un arroz de coco sin coco… y sin arroz. ¡Hasta el arroz con leche quedaría cojo!

Este no es un llamado a rescatar solo a los cultivadores. Es un llamado a salvar toda la cadena. Desde el que produce el insumo, hasta el tendero que vende la bolsa de arroz en la esquina. Todos tienen que sentarse a la misma mesa. Y no para servirse arroz con huevo, sino para pensar cómo garantizamos que el arroz colombiano no desaparezca.

Ojo con los costos de producción, con el arriendo de la tierra, con la tasa de uso de agua, con los centros de acopio, con los márgenes de los comercializadores y, por supuesto, con los precios que paga el consumidor. La solución no puede ser que se salve uno y se hundan los demás. Esto no es un reality. Aquí no puede haber eliminados.

Si no protegemos el arroz, no solo estamos dejando a la deriva un cultivo. Estamos poniendo en juego la seguridad alimentaria del país. Y eso, en un país donde el arroz es casi religión, es tan grave como un corrientazo sin arroz

Ricardo Ferro

Más derechos, menos trabajo: la trampa de la reforma laboral

Dicen que el camino al infierno está pavimentado de buenas intenciones. En Colombia, lo acabamos de comprobar: se pavimentó con recargo dominical progresivo, fortalecimiento de la inspección laboral y estabilidad reforzada. Suena justo, suena social, suena humano. Pero también suena a desempleo.

La nueva reforma laboral se vende como una victoria épica para los trabajadores. Casi como si se hubiera derrotado al capitalismo con una ley. Pero más que una revolución laboral, lo que tenemos es un anacronismo con disfraz progresista. Un pliego sindical con rango de ley. Una receta laboral para un país que ya no existe.

 

Porque sí, lo que en papel suena a justicia, en la práctica puede ser otra historia. Los costos laborales aumentan, la rigidez se consolida, y los empresarios —que no viven de los aplausos— empiezan a mirar con cariño a quien no se queja, no se cansa, y no cobra horas extras: el robot.

Las máquinas no marchan, no reclaman y no hacen pausas activas. No piden licencias ni indemnizaciones. En un país que encarece al trabajador humano, el trabajador de silicio se vuelve irresistible. Y entonces lo que era una celebración se convierte en funeral: se legisla para proteger empleos… que dejarán de existir.

Mientras el mundo avanza hacia la inteligencia artificial y la automatización, Colombia saca pecho con normas que habrían sido progresistas hace 50 años. Estamos luchando la guerra laboral de nuestros abuelos, mientras nuestros nietos ya se preparan para trabajar con inteligencia artificial… o competir contra ella.

Nota recomendada: ¿Por qué Fenalco quiere demandar la reforma laboral?

Y lo más grave: nos perdimos la verdadera oportunidad. Porque la deuda real no es laboral, es educativa. Podríamos estar hablando de cómo formar a nuestros jóvenes para un mundo en el que lo rutinario lo hace una máquina y lo creativo será el diferencial humano. Pero no. Estamos ocupados redactando normas que aumentan el recargo dominical como si eso fuera a detener el futuro.

¿Dónde están los grandes visionarios del cambio? ¿Dónde están los reformadores que decían tener un plan para el país del siglo XXI? Lo que hicieron fue aprobar, entre amenazas y atajos legislativos, una reforma que no genera empleo, sino titulares. Ganamos en discurso, pero perdimos en realidad.

Porque, seamos sinceros: los derechos laborales solo sirven si hay trabajo. Y si seguimos en esta ruta, lo que tendremos será una Colombia donde cada vez más personas tendrán derechos… pero no empleo donde ejercerlos. Donde el papel dice una cosa y la calle grita otra. Donde nos llenamos de garantías mientras se vacía la oferta laboral.

Y ahí sí, cuando todos estén afuera, mirando cómo las máquinas hacen el trabajo, no habrá sindicato que valga.

Ricardo Ferro

¡Marica, yaaa!

Presidente Petro, basta ya de tantos globos.

Ahora, una vez más, vuelve a lanzar otro de sus fuegos artificiales mediáticos: la convocatoria de una Asamblea Constituyente. Otro anuncio ruidoso, distractor, sin hoja de ruta ni sustento jurídico claro, que solo demuestra lo que ya es evidente para todo el país: usted no quiere gobernar, quiere reescribir las reglas del juego para tener unas que se sirvan a su proyecto político.

 

Y mientras el país se cae a pedazos —con más inseguridad, más pobreza, más polarización, más muertos violentos por año, más desempleo y un sistema de salud en cuidados intensivos— usted sigue jugando a encender a Colombia cada semana. Parece más interesado en perpetuar el caos que en ofrecer soluciones. Tres años en la Presidencia y aún no asume que el poder Ejecutivo es para ejecutar, no para quejarse ni improvisar.

En lugar de entregar resultados, se la pasa en Twitter peleando con tuiteros, periodistas, expresidentes, medios y hasta caricaturistas. Como si le sobrara tiempo. Como si gobernar el país fuera una función secundaria frente a su ego o su show digital.

Y ahora, como si nada de esto fuera suficiente, pretende abrir la puerta a una constituyente en un país que lo que necesita con urgencia es estabilidad, acuerdos básicos, y que quienes gobiernan se pongan a trabajar. Esa propuesta no es una solución: es gasolina sobre la hoguera. ¿No le basta con haber debilitado instituciones, perseguido contradictores y sembrado desconfianza en la justicia?

No sé si sus asesores le están escondiendo la realidad, o si usted está tan encerrado en su burbuja de aplausos que ya no escucha. Pero debe saberlo: su gobierno ha sido un desastre. Puede que las encuestas todavía lo sostengan entre ciertos sectores, pero el país real, ese que madruga, que produce, que paga impuestos, ese ya está agotado.

Usted pasará a la historia como el presidente que se dedicó a pelear, a dividir y a nombrar a sus amigos y seguidores en cargos para los cuales no estaban preparados, un presidente que quiso cambiar la Constitución porque no fue capaz de cumplir la que ya existía.

Termino con la frase que dice la popular Karol G en una de sus canciones —y que, ojalá, el lector pueda interpretar con esa mezcla de frustración, ironía y desahogo que sale desde lo más profundo del alma—:

¡Marica, yaaa!

Ricardo Ferro