Ir al contenido principal

Horarios de atención

De lunes a viernes:
8:00 AM – 5:00 PM

Whatsapp: (+57) 317 599 0862
Teléfono: (+57) 313 7845820
Email: [email protected]

Confidencial Noticias 2025

Etiqueta: Luis Emil Sanabria

Un riesgo latente para nuestra débil democracia

Por décadas, Colombia ha experimentado prácticas políticas que reflejan los principios del fascismo, desde el falangismo de Laureano Gómez hasta las expresiones más recientes de autoritarismo, militarismo y exclusión social. La amenaza de la ultraderecha en el país, en consonancia con el ascenso en el mundo de corrientes políticas que reviven las peores épocas del nacizmo y el fascismo, ha agudizado una serie de tendencias que tienen como meta poner en jaque el Estado Social de Derecho, la diversidad cultural y la democracia.

Uno de los pilares más sobresalientes del neofascismo que se refuerzan con discursos amplificados desde algunos medios de comunicación, es la consolidación de una casta superior, una pequeña minoría criolla que se arroga el derecho a definir la estructura del poder y relega a las grandes mayorías empobrecidas, a los pueblos étnicos y las diversidades, a una existencia marginal. Esta minoría, que paradójicamente logra atraer a millones de seguidores, insiste desde su práctica y sus discursos en despojar de oportunidades y representación política efectiva a los marginados, para perpetuar la exclusión y la desigualdad, mientras demagógicamente acusan a los demás actores políticos de caotizar el país.

Esta visión de superioridad conlleva un segundo fenómeno alarmante, la negación de la diversidad cultural y social. Esta minoría mestiza ha promovido una visión monocultural de la sociedad, intentando homogeneizar las identidades bajo el prisma de un pensamiento único occidental. Esto no solo atenta contra la riqueza pluriétnica del país, sino que fomenta el rompimiento de las resistencias de los pueblos cuidadores del territorio, la desaparición de conocimientos ancestrales, cosmovisiones y formas de organización distintas.

El caudillismo populista, otro rasgo clave del neofascismo, que no vacila en romper los mínimos acuerdos del contrato social, que no tiene ningún reparo ético en aliarse con estructuras armadas paraestatales, con el narcotráfico y la ilegalidad,  se impone como una estrategia política que desmantela los principios democráticos. Odian el diálogo, la concertación, la transformación pacífica de conflictos, la justicia transicional y recurren al militarismo y a la represión como receta mágica. La concentración del poder en un liderazgo autoritario socava la soberanía popular y convierte las instituciones en meros instrumentos de su voluntad.

Desde principios de siglo, la administración estatal ha sido objeto de su estrategia de recentralización autoritaria, erosionando los principios de descentralización consagrados en la Constitución. Los gobiernos locales han sido debilitados y despojados de autonomía, mientras que el poder central acumula funciones que deben estar en manos de la ciudadanía y sus representantes territoriales. De allí su férrea oposición al acto legislativo 03 de 2024, a las reformas políticas que intentan fortalecer el poder soberano del pueblo y a la construcción de paz territorial. Que cunda el caos en lo Territorial, para justificar al Autoritarismo centralista y sus prácticas neofascistas, es su consigna.

Finalmente, el fomento del resentimiento y la división social ha sido utilizado como herramienta política. Medios masivos de comunicación han jugado un papel fundamental en la normalización de la discriminación y en la promoción de un individualismo exacerbado, donde la solidaridad desaparece y el «sálvese quien pueda» se convierte en regla de vida.

En este contexto, el desafío principal es defender la democracia y la diversidad ante las fuerzas que buscan homogenizar, excluir y perpetuar un modelo de sociedad injusto. El autoritarismo solo conduce al empobrecimiento de las mayorías y al estancamiento de las sociedades. Es imperativo que la ciudadanía reconozca estos signos de peligro y actúe en consecuencia, exigiendo paz, democracia a profundidad, inclusión y participación efectiva.

Luis Emil Sanabria D.

Diálogos con el Clan del Golfo, más retos que certezas

La formalización de los diálogos con el grupo armado ilegal Clan del Golfo, que se hace llamar Ejército Gaitanista de Colombia, representa un pilar importante en la búsqueda de la paz y la estabilidad en Colombia. Este paso, aunque polémico, seguramente se fundamenta en la necesidad de abordar las causas estructurales del conflicto y de reducir la violencia que por décadas ha afectado a comunidades enteras.

Desde su consolidación como una de las organizaciones criminales más poderosas de Colombia, el Clan del Golfo ha sido responsable de múltiples violaciones a los derechos humanos, como asesinatos selectivos, reclutamiento de menores, desplazamiento forzado, confinamiento, extorsión, minería ilegal, trata de personas, narcotráfico. Su impacto en la seguridad nacional ha sido devastador, pues ha logrado infiltrar y construir alianzas con estructuras estatales y de gobierno, llegando a ampliar sus operaciones a nivel internacional. Por ello, cualquier intento de desarticulación de su estructura debe ir más allá de estrategias exclusivamente militares y considerar el diálogo como un mecanismo legítimo.

Nota recomendada: El rostro del fascismo contemporáneo en Colombia y sus peligros

El establecimiento de estas nuevas negociaciones responde a la urgencia de reducir la violencia en territorios donde el estado es débil o inexistente. En zonas de departamentos como Antioquia, Chocó y Córdoba, este grupo ha impuesto su ley mediante la intimidación y el terror, generando desplazamientos masivos y afectando gravemente la vida de comunidades indígenas, afrodescendientes y campesinas. La formalización del diálogo abre la posibilidad de establecer acuerdos que permitan desescalar el conflicto, proteger a las comunidades y su reinserción a la vida civil.

El diálogo y la negociación con esta organización no solamente debe busca desactivar la confrontación armada, sino también sentar las bases para una transformación de los territorios afectados por su presencia y dominio. Esto incluye la implementación de políticas de desarrollo rural, acceso a oportunidades laborales, programas de sustitución de economías ilícitas, fortalecimiento de la democracia participativa y de la institucionalidad. El Estado Social de Derecho debe emerger y fortalecerse en los territorios afectados, para salirle al paso al surgimiento de nuevas expresiones armadas.

A pesar de los beneficios potenciales, el proceso de diálogo con el Clan del Golfo seguramente enfrentará múltiples retos. Uno de los principales, puede ser el tema de si existe o no unidad de mano en la organización y la existencia o no de facciones internas con intereses divergentes. Asimismo, existen sectores de la sociedad que consideran que negociar con grupos de carácter narcotraficante podría sentar un precedente peligroso y debilitar la lucha contra el crimen organizado.

Sin embargo, la experiencia ha demostrado que la vía exclusivamente militar no ha logrado desmantelar la estructura del Clan del Golfo ni erradicar la violencia en los territorios bajo su influencia. Un enfoque integral, que combine la acción judicial con mecanismos de diálogo directo, la instalación de procesos  de participación que incluya a las comunidades afectadas y un programa ambicioso de implementación de los acuerdos, puede ser más efectivo en la construcción de una paz duradera.

La paz en Colombia no se logrará únicamente con operativos militares, la salida negociada es un elemento imprescindible que debe ir de la mano con soluciones políticas, sociales y económicas que ataquen las raíces del conflicto y permitan construir un país más justo y equitativo.

Luis Emil Sanabria D.

El rostro del fascismo contemporáneo en Colombia y sus peligros

En la Colombia del siglo XXI, los daños causados por el conflicto armado se hacen sentir en ciudades y regiones, se vislumbra un preocupante fenómeno, que la humanidad creía haber enterrado, se trata el resurgimiento de discursos y prácticas autoritarias que, bajo ciertas caretas, encarnan rasgos del fascismo. Este fenómeno, que se convierte en una tentación para todos los sectores políticos, lejos de ser un mero eco del pasado, se adapta a las nuevas realidades y desafíos políticos, amenazando la convivencia democrática y la pluralidad social que el país está construyendo.

El fascismo contemporáneo en Colombia se expresa a través de discursos espurios que exaltan la supremacía de ciertos grupos, representados en abolengos o riqueza económica, y minimizan la importancia de la diversidad cultural, ideológica y étnica. En un contexto de polarización política, algunos líderes y movimientos han regresado a la retórica chovinista y a la exaltación del orden y la disciplina, buscando movilizar a sectores de la sociedad insatisfechos y temerosos ante los cambios sociales. Esta estrategia, que combina el populismo con un lenguaje autoritario y patriotero, resulta especialmente peligrosa cuando se alimenta del resentimiento y de la sensación de exclusión e incumplimiento político.

Uno de los elementos clave del fascismo moderno es la creación de un “nosotros” -la gente de bien- versus “ellos” – los desadaptados- que divide a la sociedad. En Colombia, este fenómeno se ha intensificado mediante la utilización de redes sociales y medios de comunicación dominantes, donde mensajes simplificados y cargados de emotividad se viralizan con rapidez. La desinformación y las pseudoteorías ligadas a supuestos cambios en las reglas democráticas, actúan como catalizadores de un discurso que demoniza a grupos políticos, organizaciones sociales y especialmente a las víctimas del paramilitarismo y del Estado, al tiempo que ensalza la figura de un líder salvador, ya entrado en años, que promete nuevamente restaurar el orden a cualquier costo.

La emergencia de un discurso y un proceder fascista en Colombi, respaldado por corrientes mundiales que se expresan en América, representa una amenaza directa a nuestra aun débil democracia. La exaltación de la autoridad central y la minimización del pluralismo político pueden desembocar en un debilitamiento de las instituciones. Cuando el discurso autoritario se naturaliza, se corre el riesgo de ver restringidas las libertades fundamentales, como la libertad de prensa, la libertad de expresión y el derecho a la protesta pacífica, como es el caso de las acciones que se realizan en contra de los mensajes expresados en los murales que respaldan a las madres que buscan a sus hijos y familiares en la zona de la escombrera en Medellín.

El uso de retóricas cargadas de falsas verdades, de supuestas peticiones del pueblo violentas y excluyentes incrementa la posibilidad de confrontaciones sociales. En un país marcado por la corrupción, las profundas desigualdades y heridas históricas, la emergencia de ideologías extremas podría reavivar tensiones y generar un clima de hostilidad que favorecerá la aparición de nuevos conflictos a nivel local e incluso nacional.

La educación en valores democráticos, en reconciliación y paz, la promoción de espacios de diálogo, la construcción de puentes en la sociedad y la inclusión social son herramientas esenciales para contrarrestar los discursos de odio y autoritarismo, que parece que este gobierno ha olvidado. Es necesario fortalecer las instituciones democráticas y garantizar que la ciudadanía cuente con mecanismos efectivos para expresar sus desacuerdos y participar activamente en la vida política del país y en la toma de decisiones.

La resistencia al fascismo contemporáneo pasa por el compromiso de cada uno de los actores sociales y políticos para asegurar que la diversidad y el pluralismo sean vistos como fortalezas, y no como amenazas. Solo a través del diálogo, la educación y la participación activa se podrá evitar que el autoritarismo anide nuevamente en el corazón de la sociedad colombiana.

Luis Emil Sanabria D.

La Escombrera y el Catatumbo: Dos rostros de la tragedia en Colombia

En el amplio y desgarrador panorama del conflicto armado colombiano, la Comuna 13 de Medellín y el Catatumbo se erigen hoy como escenarios paradigmáticos de la violencia que ha marcado a generaciones. Ambos territorios, aunque distantes geográficamente y con dinámicas particulares, comparten el peso del olvido estatal, la impunidad y el sufrimiento de las víctimas y la población en general.

Nota relacionada: Polémica en Medellín por murales en alusión a los hallazgos en la Escombrera que la Alcaldía borró

La Escombrera, ubicada en la Comuna 13, se ha convertido en un símbolo de la crueldad del conflicto urbano en Colombia. Este lugar, uno de los botaderos de escombros más grandes de América Latina, oculta bajo toneladas de tierra y concreto los restos al parecer de cientos de desaparecidos durante las operaciones militares como «Orión» en 2002. Estas intervenciones, realizadas con el supuesto propósito de combatir a las milicias urbanas, derivaron en múltiples violaciones a los derechos humanos: ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas y desplazamientos masivos.

La Comuna 13 es un retrato de cómo las dinámicas de la guerra permean los barrios más vulnerables. Las desapariciones forzadas no solo buscan eliminar físicamente a personas señaladas, sino también enviar un mensaje de control y terror. A pesar de las luchas incansables de las víctimas y las organizaciones sociales, las excavaciones en La Escombrera han sido limitadas y tardías, reflejando un Estado incapaz —o renuente— de atender las demandas de justicia.

Nota recomendada: Colombia: Un año de esperanza y el compromiso con la paz

A cientos de kilómetros, en la región del Catatumbo, otra tragedia se desarrollaba con características diferentes pero igual de dolorosas. Durante los últimos días, esta región ha sido escenario de enfrentamientos entre el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y las disidencias de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). La disputa por el control territorial, en una zona estratégica para los cultivos de coca y las rutas del narcotráfico, ha dejado una estela de muerte, desplazamientos masivos, delitos de lesa humanidad, infracciones al DIH y violaciones sistemáticas a los derechos humanos.

En el Catatumbo, los civiles han sido las principales víctimas. Las masacres, los reclutamientos forzados, el secuestro masivo, el confinamiento, los homicidios selectivos y los ataques indiscriminados han convertido a las comunidades en rehenes de la violencia armada, sumada a la ausencia de un Estado que garantice servicios básicos y protección, perpetúa el ciclo de violencias.

Puede interesarle: “El ELN no pactará un cese al fuego bilateral si antes no lo consulta con sus bases”: Luis Emil Sanabria

Tanto en La Escombrera como en el Catatumbo, la impunidad sigue siendo el hilo conductor. En Medellín, las familias de los desaparecidos han enfrentado trabas legales, falta de voluntad política y negligencia institucional.

En el Catatumbo, a pesar de los acuerdos de paz con las FARC, los diálogos con el ELN y las disidencias, los efectos de la guerra siguen vigentes. Las disputas entre grupos armados persisten, mientras que las medidas de reparación y justicia para las comunidades apenas comienzan a implementarse.

A pesar de las diferencias en sus contextos y en el tiempo, ambas historias revelan el rostro de una Colombia que aún no logra cerrar las heridas del conflicto. Mientras que La Escombrera representa la violencia urbana asociada a las dinámicas de control estatal y paramilitar, el Catatumbo refleja la lucha por el territorio y los recursos en zonas rurales. Sin embargo, en ambos casos, las víctimas han sido las comunidades, sometidas al miedo, la ausencia de justicia y la indiferencia de un sistema que debería protegerlas.

El país enfrenta un reto monumental. Transformar estos lugares de dolor en símbolos de memoria y reconciliación. Esto implica no solo avanzar en la búsqueda de los desaparecidos y el esclarecimiento de la verdad, sino también garantizar condiciones para que ninguna comunidad, urbana o rural, vuelva a ser víctima de la violencia. La Escombrera y el Catatumbo nos recuerdan que la paz no es solo la ausencia de conflicto armado, sino la presencia de justicia, dignidad y reparación. Solo cuando logremos saldar esta deuda histórica, podremos empezar a construir una Colombia verdaderamente en paz.

Luis Emil Sanabria D.

Colombia: Un año de esperanza y el compromiso con la paz

El 2024 llega a su fin, y con él un año lleno de desafíos, aprendizajes y oportunidades para avanzar hacia un país más justo y en paz. La construcción de la paz en Colombia no ha sido una tarea fácil, pero cada paso dado nos acerca más al sueño colectivo de una nación reconciliada, equitativa y participativa.

Sin embargo, este cierre de año nos invita a reflexionar sobre algunos componentes de la construcción de paz. El 25 de mayo de 2025, por ejemplo, es una fecha que pudo marcar un antes y un después en nuestro camino hacia la paz duradera. Ese día estaba previsto que se firmara el cierre de la implementación del acuerdo #28 con el ELN, centrado en la participación de la sociedad. Este hito fundamental habría abierto las puertas hacia un proceso irreversible en los diálogos y en la transformación social del país.

El acuerdo #28 no es solo un compromiso técnico; representa una apuesta por un modelo de país donde la participación activa de las comunidades sea el eje de las decisiones políticas. Su implementación plena habría consolidado la confianza de las comunidades en las instituciones y reforzado la legitimidad de los diálogos, especialmente en momentos cruciales de reformas políticas y del sistema general de participación.

Es crucial que las partes en la mesa de negociación Gobierno Nacional – ELN realicen un esfuerzo real y profundo, pensando en las necesidades y anhelos del pueblo colombiano, y en el futuro político del país. De lo contrario, el diálogo corre el riesgo de deslegitimarse como un mecanismo expedito y efectivo para alcanzar un acuerdo que transforme las condiciones estructurales que perpetúan la violencia.

En el 2024, el contexto de los diálogos se complica profundamente y se cuestiona por diversos sectores sociales, debido a las dificultades con unos frentes del llamado Estado Mayor Central de las FARC, su decisión de continuar una estrategia de lucha ligada a acciones terroristas, al narcotráfico y a la minería ilegal, entre otras, llevaron al rompimiento definitivo de los diálogos con dichos frente. A pesar de los obstáculos, se han mantenido activos los diálogos con las disidencias de las FARC que cuentan con reconocimiento político, lo que constituye un logro importante para la búsqueda de soluciones negociadas y sostenibles.

A nivel urbano, las mesas de diálogo en Medellín, Buenaventura y Quibdó han demostrado avances significativos. Estos espacios han permitido abordar las problemáticas locales desde una perspectiva participativa, generando soluciones que responden a las necesidades de las comunidades urbanas más afectadas por la violencia. Estos logros son un ejemplo de que la paz no solo se construye en las mesas nacionales, sino también en los territorios; sin embargo, las comunidades siguen alzando su voz solicitando mayores espacios de participación y mecanismos que prevean desde ya el acogimiento a los y las futuros hombres y mujeres de paz.

En este escenario, también se hace urgente continuar avanzando en el establecimiento de diálogos con las estructuras paramilitares, cuyas actividades continúan siendo la mayor amenaza para la estabilidad y seguridad de muchas regiones. Estos actores, aunque diferentes en su naturaleza y motivaciones, deben ser incluidos en una estrategia integral de paz que aborde todas las dimensiones del conflicto colombiano.

Un elemento preocupante ha sido la débil participación de la sociedad civil en rodear el proceso de paz y en incidir para que se mantengan los diálogos. La exigencia del respeto al Derecho Internacional Humanitario, especialmente en temas relacionados con el reclutamiento de menores, el confinamiento, el secuestro, las amenazas y los asesinatos a líderes y lideresas sociales, ha sido insuficiente. Además, las organizaciones y sectores que trabajan por la paz no han contado con el respaldo y apoyo necesarios para mantener un movimiento por la paz activo, cohesionado y autónomo frente a las partes.

No se ha logrado desatar una gran campaña nacional coordinada a todo nivel, en todos los escenarios y con todos los actores, que instale con más fuerza una cultura de paz en el imaginario colectivo. Esto constituye un reto urgente que debe abordarse para que la paz no solo sea un acuerdo firmado, sino una realidad vivida y construida de manera colectiva.

El próximo año será decisivo. Las reformas deben materializarse con un enfoque que garantice la inclusión, la transparencia y la equidad, mientras que la reforma del sistema general de participación debe priorizar el fortalecimiento de los territorios y el reconocimiento de sus particularidades. Cada paso en estas direcciones no solo será un avance técnico, sino también una afirmación de que la paz es posible y necesaria.

A medida que cerramos este año, invitamos a todos los colombianos a mantener viva la esperanza y a trabajar juntos por un futuro mejor. La paz es un proceso que requiere paciencia, voluntad y acción colectiva. Que el 2025 sea un año de grandes avances, de diálogo sincero y de pasos firmes hacia una Colombia que pueda vivir sin miedo, sin exclusión y sin violencia.

¡Que el nuevo año traiga consigo la paz que todos soñamos!

Luis Emil Sanabria

¿Ha degenerado el conflicto armado interno en sólo criminalidad organizada?

El conflicto político armado entre la institucionalidad colombiana y los sectores que optaron por la insurgencia o la resistencia armada, como vía para cambiar al Estado, pareciera estar llegando a su fin. Más de 60 años de confrontación, han agotado generaciones enteras de luchadores sociales o políticos que optaron por la equivocación de la guerra, mientras la institucionalidad degradó el conflicto con acciones genocidas practicadas por cuerpos francos paramilitares y otras formas violentas de daño a los insurgentes y a la población civil afectada.

Luego del acuerdo con las ex-FARC, los grupos que no se acogieron a ese acuerdo, los entrampados por el incumplimiento y las guerrillas del ELN, no han podido convencer al pueblo colombiano de que aún persiguen ideales de cambio social, de transformación política y menos que estarían interesados en abandonar las violencias y sus consecuencias sobre los territorios afectados, para pactar una solución negociada que fortalezca los cimientos de una paz duradera y culmine con la dejación de armas.

Por largos periodos se muestran más interesados en comportarse como señores de la guerra, enseñoreados en los territorios y sobre las gentes. No parecieran encontrar salidas en los fundamentos políticos de un acuerdo de paz y se aferran a los fierros convirtiendo un instrumento de guerra, en un objetivo en sí mismo. Creen demostrar algún nivel de poder frente al Estado y se disputan procederes de delincuencia común con las llamadas bandas criminales que son ahora el gran motivador de los repartos territoriales y de las rutas del narcotráfico, entre otras.

El Derecho Internacional Humanitario (DIH) reconoce que, en el contexto de un conflicto armado no internacional, los actores pueden tener motivaciones políticas legítimas, lo que habilita los diálogos y negociaciones como vía para la resolución del conflicto; sin embargo, este reconocimiento no es absoluto. Para que un Grupo Armado Organizado sea considerado como una fuerza política con legitimidad para negociar, su comportamiento debe ajustarse a normas básicas del DIH, como la protección de civiles, el respeto por los bienes indispensables para la supervivencia de la población y la no utilización de métodos de combate prohibidos.

El derecho a la rebelión, consagrado en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, establece que los pueblos tienen derecho a levantarse contra la opresión cuando no existen vías democráticas para el cambio. Aunque nuestra democracia sigue teniendo serias imperfecciones, como que la participación ciudadana con poder decisión no ha adquirido el reconocimiento necesario; no se garantiza el goce pleno de los Derechos Humanos; se reportan altas tasas de pobreza monetaria y multidimensional; esto no significa que todos los canales democráticos estén cerrados.

El conflicto armado en Colombia, que durante décadas tuvo un claro componente político desde la rebelión insurgente, sigue transitando hacia una dinámica donde predominan los intereses económicos y criminales. Adicionalmente, las estrategias desarrolladas o manifestadas por los grupos guerrilleros no contemplan con claridad una ruta política y social más o menos coherente con su desempeño territorial, para transformar estas realidades. Si esto es cierto y los grupos siguen empecinados en continuar por la ruta de la lumpenización, se generarían grandes desafíos para la sociedad colombiana, los gobiernos y el Estado.

Los diálogos con actores armados deben mantenerse e incentivarse, pues siempre serán la mejor vía, y tal vez la única, para cerrar el ciclo de violencia armada. Será necesario e igual de importante, debilitar el negocio ilegal de la cocaína y los precursores, mejorar los programas de sustitución de cultivos de coca, insistir en la legalización del comercio del alcaloide, y combatir la minería ilegal mientras se fomenta la formalización de la minería ancestral y tradicional con un esquema que recupere la comercialización exclusiva del oro para el Estado.

Se requiere un nuevo modelo institucional en el territorio, que integre la persecución de las estructuras delincuenciales, cero tolerancia a la corrupción, el fortalecimiento de la organización social, la movilización y la participación ciudadana, y el desarrollo de procesos basados en la equidad, la justicia social y la democracia. Solo así podrá emerger y consolidarse el Estado en los territorios históricamente marginados. El nuevo acto legislativo para el Sistema General de Participación y la Ley de Competencias son una oportunidad significativa para avanzar en este propósito, siempre y cuando se promueva la planeación participativa y el control social.

Luis Emil Sanabria D

Derechos humanos ¿un Gobierno a la altura del reto?

La historia reciente de Colombia está marcada por la valentía de sus lideresas y líderes sociales y defensores de derechos humanos, quienes, a pesar de las amenazas y la violencia sistemática, continúan alzando sus voces en defensa de las comunidades más vulnerables y del medio ambiente; Sin embargo, la respuesta del Estado colombiano y del Gobierno Nacional a esta crisis ha sido, en el mejor de los casos, insuficiente y, en el peor, negligente.

El 29 de noviembre pasado, las Plataformas de Derechos Humanos, junto a organizaciones sociales y procesos autónomos de la Mesa Nacional de Garantías, expresaron su profundo rechazo a la falta de voluntad política que ha llevado al aplazamiento de la sesión convocada de dicha Mesa. Este hecho que se ha repetido en dos ocasiones no es aislado; refleja un patrón de desidia y de evasión de responsabilidades por parte de altos funcionarios como el Consejero Comisionado de Paz, el Ministro del Interior y la Procuradora General de la Nación.

El contexto es alarmante. Según cifras de Indepaz, en lo que va del año, se han registrado 69 masacres en Colombia, dejando un saldo de más de 243 víctimas, muchas de ellas líderes sociales y defensoras de derechos humanos. Además, organizaciones internacionales como Human Rights Watch y la CIDH han señalado un aumento en las agresiones a defensores, con más de 170 asesinatos reportados en 2024. Esta realidad es el reflejo de un estado de cosas inconstitucional declarado por la Corte Constitucional en la sentencia SU-546 de 2023, debido a la grave y generalizada violación de los derechos humanos de las personas defensoras, y de líderes y lideresas sociales.

Pese a la gravedad de esta situación, desde julio de este año, cuando se llevó a cabo la única sesión de la Mesa Nacional de Garantías realizada durante el mandato del Presidente Petro, el Gobierno Nacional no ha mostrado interés en dar continuidad a este espacio de concertación, violando la periodicidad trimestral ordenada por la Corte. Este incumplimiento no solo desacata una decisión judicial, sino que desconoce las recomendaciones de organismos internacionales como el Relator de la ONU para los Derechos Humanos.

La Procuraduría General de la Nación y la Defensoría del Pueblo, organismos clave en la garantía de derechos, han mostrado graves deficiencias. Mientras la Procuraduría limita su actuación a casos documentales, la Defensoría, en regiones como Huila y Risaralda, aún no cumple con su rol como Secretaría Técnica del proceso de garantías. Estas falencias son inadmisibles cuando las vidas de cientos de personas defensoras de derechos humanos, ambientalistas y constructoras de paz, están en riesgo.

El Gobierno Nacional, que ha impulsado la política de “paz total” como bandera de su gestión, ha demostrado una incoherencia preocupante. La ausencia del Consejero Comisionado de Paz y del Ministro del Interior en la sesión de la Mesa Nacional de Garantías refleja un desinterés en evaluar los impactos de esta política en la protección de líderes y lideresas sociales y de sus organizaciones. La paz no puede construirse sobre la indiferencia hacia quienes trabajan en los territorios más afectados por el conflicto y hacia quienes desde las redes, plataformas, organizaciones sociales, rodean y respaldan esta labor.

El Gobierno del Presidente Gustavo Petro llegó al poder con la promesa de transformar la relación entre el Estado y los movimientos sociales; sin embargo, su gestión ha perpetuado prácticas de exclusión, instrumentalización y desarticulación que obstaculizan la construcción de políticas efectivas de protección. El movimiento social exige garantías a la vida y a la permanencia en el territorio. La comunidad internacional, representada por el Sistema de Naciones Unidas, ha mostrado su apoyo al Proceso Nacional de Garantías, pero es responsabilidad del Gobierno Nacional garantizar la vida y seguridad de sus ciudadanos.

Los puntos propuestos por las organizaciones para transformar el modelo de protección —como la implementación de medidas de prevención, el fortalecimiento de programas de protección colectiva y la rendición de cuentas de los agentes estatales— son esenciales para evitar una crisis humanitaria aún mayor. El mensaje de las organizaciones sociales es claro y el tiempo se agota. La convocatoria inmediata de la Mesa Nacional de Garantías y la presencia de los altos funcionarios del Estado no son negociables; son una obligación legal y moral.  

Si el Gobierno Nacional sigue ignorando este clamor, no solo estará fallando en su deber, sino que se convertirá en cómplice de las tragedias que podrían evitarse. Colombia no puede permitirse un Estado ausente en momentos de crisis. Es hora de que el Gobierno Nacional asuma su responsabilidad y dé pasos concretos hacia la construcción participativa de políticas, que nos permitan avanzar hacia un país donde defender derechos y construir paz no sea una sentencia de muerte.

Luis Emil Sanabria D.

Pobreza y Exclusión Social en Colombia: Desafíos y Respuestas del Gobierno Petro

La pobreza y la exclusión social son problemas profundos que afectan gravemente a Colombia, un país que, según el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, se encuentra entre las sociedades más desiguales del mundo. Una proporción significativa de la población enfrenta condiciones de pobreza extrema, pobreza monetaria o vulnerabilidad, lo que exige soluciones integrales y sostenibles.

En Colombia, la pobreza no se limita a la falta de recursos económicos. Este fenómeno, de naturaleza multidimensional, abarca factores como el acceso limitado a servicios básicos, la desigualdad estructural y la exclusión histórica. Las comunidades rurales y los cinturones de miseria en las ciudades enfrentan desafíos especialmente graves, como la carencia de infraestructura esencial y la exclusión de servicios fundamentales. En regiones como Guainía, Chocó y La Guajira, por ejemplo, los niveles de acceso al agua potable en áreas rurales son alarmantemente bajos.

La discriminación estructural hacia comunidades indígenas y afrodescendientes, así como el desplazamiento forzado, agravan estas problemáticas. Estas situaciones evidencian la complejidad de la pobreza y subrayan la necesidad de acciones inmediatas, coordinadas y de largo alcance. La reconstrucción del contrato social, un acuerdo nacional y el desarrollo de políticas sostenibles que trasciendan los ciclos políticos son pasos inaplazables.

El gobierno de Gustavo Petro ha puesto en marcha diversas iniciativas con el objetivo de combatir la pobreza y la exclusión social, priorizando a las poblaciones más vulnerables. Se destaca en esta ruta, la creación del Ministerio de la Igualdad y la Equidad, liderado por la vicepresidenta Francia Márquez, que busca atender a mujeres, niños, adolescentes, comunidades indígenas, afrodescendientes y campesinos. Aunque enfrenta limitaciones administrativas, esta institución tiene el potencial de convertirse en un articulador clave para la inclusión social.

Otro esfuerzo relevante ha sido la implementación de la Reforma Rural Integral, en línea con los acuerdos de paz de 2016. Esta política pretende redistribuir tierras a comunidades rurales y fortalecer sus capacidades productivas, técnicas y comerciales. El gobierno ha reportado la formalización de miles de hectáreas, aunque persisten desafíos debido a la resistencia política y económica en diversas regiones.

Las transferencias monetarias han sido un pilar fundamental para apoyar a las familias más empobrecidas, garantizando ingresos básicos y promoviendo la educación y la formalización laboral. Programas como «Jóvenes en Paz» están diseñados para ofrecer a la juventud en riesgo oportunidades de desarrollo que los alejan de entornos de violencia o informalidad.

La administración Petro también ha impulsado políticas de transición energética, con el objetivo de reducir la dependencia de combustibles fósiles y fomentar el uso de energías renovables. Este enfoque busca no solo mitigar los efectos del cambio climático, sino también abordar las desigualdades que exacerban fenómenos como las sequías y los desastres naturales.

Entre 2022 y 2024, el gobierno informó avances significativos en la lucha contra la pobreza. Más de 338.000 personas superaron la pobreza multidimensional y 1,6 millones salieron de la pobreza monetaria. Sin embargo, la sostenibilidad de estos logros depende de superar obstáculos como la corrupción, la oposición política y las limitaciones estatales en regiones vulnerables.

La construcción de una sociedad más equitativa en Colombia exige fortalecer la cohesión social, mejorar la eficacia en la implementación de políticas y garantizar la inclusión en todos los niveles. Aunque el camino es largo y desafiante, las estrategias sostenibles pueden abrir paso hacia un futuro en paz, más justo y digno.

Luis Emil Sanabria D.

Contracultura y violencia simbólica en Colombia

En los últimos meses, hemos visto y escuchado varios hechos en Colombia que parecieran no tener relación alguna, sin embargo, pero que en el fondo refleja una preocupante tendencia cultural que obstaculiza la reconciliación, los valores democráticos y la convivencia pacífica en nuestro país. Me refiero a las declaraciones del congresista Miguel Polo en contra de las atribuladas madres de Soacha, la controversia generada por la canción +57 y la venta indiscriminada de juguetes bélicos. Juntos, estos hechos revelan patrón que perpetúa una contracultura violenta, que no solo divide a la sociedad sino que también obstaculiza el proceso de construcción de una paz estable.

Las Madres de Soacha son un simbólico de la lucha por la verdad, justicia y la reparación en Colombia. Posterior a los denominados falsos positivos, sus voces salieron al escenario público y con ellas años de demanda del esclarecimiento de los asesinatos de sus hijos a manos de las fuerzas militares. Estas valiente mujeres han sido blanco de ataques verbales por parte de voceros de diferentes sectores y últimamente por parte del congresista Miguel Polo Polo, quien destruyó una simbología artística instalada en la plaza Núñez.

Estas declaraciones son más que un simple ataque verbal; representan una agresión directa que busca silenciar y deslegitimar a quienes, desde la resistencia pacífica, exigen justicia. Este tipo de discursos no solo revictimiza a las Madres de Soacha, sino que también envía un mensaje peligroso a la sociedad. Quienes defienden los derechos humanos pueden ser atacados públicamente sin consecuencias, en un país donde la violencia ha sido una constante histórica. Es innegable que este tipo de acciones normalizan las violencias y la polarización.

Por otro lado, la polémica reciente desatada en torno a la canción +57 ejemplifican cómo los contenidos culturales pueden promover valores contrarios a la convivencia pacífica y al respeto por los derechos humanos. Aunque el reguetón ha sido tradicionalmente criticado por su lenguaje y mensajes, esta canción va un paso más allá al utilizar letras que glorifican la violencia, el narcotráfico y la misoginia. El hecho de que este tipo de música sea popular entre los jóvenes refleja una crisis de valores en nuestra sociedad, donde la vida del «matón», del “todo vale” y el «narcotraficante» es vista como una aspiración legítima.

Si bien el arte y la música son manifestaciones válidas de creatividad, no se debe pasar por alto su influencia en la formación de valores, particularmente entre los y las jóvenes. La amplia difusión de contenidos que trivializan la violencia e insensibilizan ante la anomia y la ilegalidad afianzan más estos comportamientos, obstruyendo los esfuerzos  por construir una cultura de paz y respeto en el país.

La venta de juguetes bélicos en Colombia es un tema que ha pasado desapercibido durante años, a pesar de existir la Ley 18 desde 1990, que prohíbe la fabricación, importación, distribución, venta y uso de juguetes bélicos en todo el Territorio Nacional. Armas de juguetes, granadas y pistolas plásticas se venden libremente en las tiendas y se promocionan como regalos «divertidos» para los niños. Sin embargo, a pesar de que muchos los tuvimos en nuestra infancia, estos juguetes no son inocentes, inculcan en los más pequeños la idea de que la violencia es un juego, una forma aceptable de resolver conflictos y alcanzar objetivos.

Si queremos avanzar hacia una sociedad más pacífica, es imperativo cuestionar el tipo de valores que se están transmitiendo desde la infancia. Permitir que los niños se diviertan simulando actos de violencia no solo desensibiliza frente a la realidad de un país que ha sufrido las consecuencias de la violencia armada, sino que también perpetúa culturas patriarcales y la mentalidad de «el fin justifica los medios».

La violencia no se manifiesta únicamente en el uso de armas o la agresión física; también se expresa a través de discursos, símbolos y prácticas culturales que promueven el desprecio por la vida, la justicia y los derechos de los demás. Cuando las voces de quienes defienden la paz son acalladas, cuando la música glorifica la ilegalidad y cuando los niños son educados para jugar a la guerra, estamos alimentando un ciclo de violencia que se torna difícil de romper.

Colombia tiene la oportunidad histórica de construir una sociedad más justa y en paz, pero para lograrlo, debemos desterrar la violencia de nuestras prácticas cotidianas, discursos y símbolos culturales. Este cambio no se logrará únicamente a través de políticas públicas, sino que requiere un esfuerzo conjunto de la sociedad civil, los medios de comunicación, el sistema educativo y la familia.

No podemos permitir que la contracultura que celebre la violencia siga ganando terreno. Es hora de dar un paso firme hacia la reconciliación, y esto solo será posible si empezamos a transformar nuestra cultura desde la raíz. La paz no se decreta; se teje día a día con acciones concretas, con palabras que sanan y con una educación que fomente el respeto por la vida.

Luis Emil Sanabria

Sistema General de Participación ¿sin democracia directa?

En medio de un panorama social y económico complejo, la aprobación en el Senado del acto legislativo que modifica el Sistema General de Participaciones (SGP), incrementando el porcentaje de transferencias de la Nación a los entes territoriales del 21 % al 39,5 %, y que deberá seguir su curso en la Cámara de Representantes, representar una oportunidad histórica para la sociedad colombiana. Esta iniciativa no solo busca fortalecer la capacidad financiera de los entes territoriales, sino que, en un contexto más amplio, puede constituirse en la base para la construcción de una verdadera autonomía territorial, esencial para el desarrollo integral del país.

Durante más de veinte años, los entes territoriales han estado limitados por un sistema de distribución centralizado y restrictivo que no siempre responde a sus particularidades sociales, económicas y geográficas. Esta nueva ley, por lo tanto, marca un cambio hacia una visión de gestión pública más equitativa y sensible a las necesidades locales, en la que el bienestar de cada comunidad, y no solo el desarrollo de las grandes ciudades, sea el motor de las políticas públicas.

Para lograr que el impacto de esta iniciativa sea efectivo, resulta urgente avanzar en la formulación de una Ley de Competencias de los entes territoriales y una Reforma Política que haga del constituyente primario el actor fundamental en la planeación y la vigilancia de los recursos públicos. El aumento de transferencias, contemplado en el nuevo SGP, permitirá que las comunidades representadas en los entes territoriales cuenten con mayores recursos para responder a sus necesidades específicas y a su visión de desarrollo, sin depender exclusivamente de las oficinas centrales de las entidades nacionales.

Sin embargo, es preciso tener en cuenta que el aumento de las transferencias de forma progresiva, como lo plantea el acto legislativo, y la definición legal de las competencias de los entes territoriales —ya sean municipios, departamentos, entidades territoriales indígenas o consejos comunitarios afrodescendientes, que también deberán fortalecerse en su autonomía y gobierno propio—, no garantizan por sí solos que los recursos impacten positivamente la vida de las personas tradicionalmente empobrecidas y vulneradas.

Para lograr una verdadera transformación territorial y el fortalecimiento de la democracia en Colombia, es necesario que el nuevo Sistema General de Participaciones y la Ley de Competencias vayan de la mano de una Reforma Política que permita dar protagonismo al constituyente primario, es decir, al pueblo. La ciudadanía debe tener un rol protagónico en las decisiones que les competen, y esto puede ser posible si se habilitan mecanismos democráticos que permitan intervenir directamente en la planeación, gestión, vigilancia y evaluación estratégica de las políticas a corto, mediano y largo plazo.

Desarrollar mecanismos asamblearios periódicos de carácter democrático, en los cuales deberán interactuar las diversas expresiones de la sociedad, se convierte en una necesidad central para dinamizar el diálogo y facilitar una identificación prospectiva del desarrollo y la permanencia en el territorio. Con recursos disponibles y un control efectivo de la corrupción, la población en los entes territoriales podrá atreverse a ordenar su territorio alrededor del agua, proteger el medio ambiente y construir una educación pertinente a sus propias necesidades y oportunidades.

Aumentar las transferencias progresivamente, definir las competencias de los entes territoriales, fortalecer la democracia directa y el poder de decisión de la ciudadanía son elementos constitutivos de una misma ruta para superar la corrupción y la exclusión social, comunitaria, territorial, política y económica, consolidando así los derechos y deberes del constituyente primario. La salud, la generación de ingresos, el agua potable, la energía limpia, las tecnologías de la información y las comunicaciones, la vivienda y la recreación dejarán de ser un sueño, y de los territorios emergerá un Estado legítimo capaz de proteger los derechos humanos.

La sociedad colombiana, el Gobierno Nacional, las entidades estatales, la academia, las organizaciones sociales, los partidos políticos y el Congreso de la República, entre otros actores, cuentan con valiosas experiencias como las asambleas territoriales constituyentes, los programas de desarrollo y paz, las mesas de diálogo para superar la violencia armada, los diálogos territoriales, los mecanismos de participación acordados con las guerrillas y los Planes de Desarrollo con Enfoque Territorial. Estas experiencias ofrecen una oportunidad para consolidar una propuesta que garantiza que la soberanía resida exclusivamente en el pueblo (art. 3° de la Constitución Política Nacional), promoviendo así la paz territorial y la reconciliación nacional.

Luis Emil Sanabria D.

Luchas sociales, asesinatos de ambientalistas y la COP16

La celebración de la COP16 en Colombia este año pone al país en el centro de la agenda climática global, destacando sus ricos recursos naturales y la importancia de su biodiversidad para el equilibrio climático mundial. Sin embargo, detrás del foro internacional, donde se discuten estrategias para mitigar el cambio climático, persiste una serie de problemáticas nacionales que reflejan una intersección crítica entre las luchas ambientales y los conflictos sociales y políticos.

El paro de mineros y mineras tradicionales y artesanales en Colombia es un grito por justicia, no solo laboral, sino también ambiental y empresarial. Los mineros tradicionales y artesanales, que en su mayoría practican la minería de subsistencia, se enfrentan a la debilidad en las regulaciones que les permitan ejercer su trabajo de forma legal y segura, al estigma de ser considerados destructores del medio ambiente, a la extorsión y al despojo de sus empresas por parte de grupos armados ilegales.

A diferencia de las grandes compañías mineras, que suelen actuar con impunidad, los pequeños mineros son criminalizados por sus prácticas, sin contar con un apoyo adecuado para la transición hacia técnicas más sostenibles. El gobierno nacional debe profundizar la ruta iniciada de formalización y hacer posible que la minería artesanal y ancestral juegue un papel crucial en la adopción de prácticas mineras menos nocivas para el medio ambiente.

Los páramos son ecosistemas esenciales para la regulación del agua y la preservación de la biodiversidad; no obstante, los campesinos que habitan estas zonas se enfrentan a una disyuntiva: seguir en la actividad agropecuaria a pequeña escala para sobrevivir o ser desplazados debido a la necesidad de la conservación ambiental. Aunque los páramos están protegidos por ley, la realidad es que las comunidades rurales en estas áreas carecen de alternativas económicas sostenibles.

Las restricciones, aunque necesarias, impuestas unilateralmente, sin un enfoque participativo, solo generan tensiones y conflictos que terminan afectando tanto a las personas como al medio ambiente. La creación de programas de sustitución de actividades económicas y el apoyo directo a estas comunidades es esencial para garantizar una protección efectiva de los páramos.

Colombia sigue siendo uno de los países más peligrosos para las y los defensores del medio ambiente. Indígenas, afrodescendientes, campesinos y activistas que luchan por la protección de sus territorios y recursos naturales son asesinados de manera sistemática. La COP16, que promueve el diálogo global sobre el cambio climático, debe también ser una plataforma para visibilizar este problema y exigir medidas de protección para quienes arriesgan sus vidas defendiendo el medio ambiente.

Estos asesinatos son el reflejo de una lucha de poder entre intereses económicos, como la gran minería, la minería ilegal, esta última ligada al lavado de activos y la financiación de grupos armados, la deforestación y las comunidades indefensas que buscan preservar sus territorios. Sin justicia para los defensores del medio ambiente, cualquier esfuerzo por mitigar el cambio climático será insuficiente. La protección de los recursos naturales está intrínsecamente ligada a la protección de quienes los cuidan y al cambio del modelo depredador que destruye zonas estratégicas, como el nudo de Paramillo, cuyas maderas sustraídas ilegalmente terminaron usándose en el programa de reconstrucción de Providencia.

Recientemente, ha salido a la luz la compra ilegal del software de espionaje Pegasus al Estado de Israel, al parecer por parte de sectores del Estado en Colombia, lo que plantea serias preguntas sobre el respeto a los derechos humanos y la democracia en el país. Este programa, que se ha utilizado para espiar a activistas, periodistas y líderes sociales, también tiene implicaciones directas en la lucha ambiental. El posible espionaje a defensores y defensoras del medio ambiente a través de Pegasus no solo sería una grave violación de sus derechos fundamentales, sino también una estrategia de intimidación para desmotivar a quienes luchan contra proyectos extractivos destructivos.

La COP16 en Colombia debe ser mucho más que un evento internacional centrado en la reducción de emisiones y la conservación de la biodiversidad. Para que las políticas climáticas globales sean efectivas, es crucial que se aborden las luchas sociales y políticas que se desarrollan en paralelo. Colombia tiene la oportunidad, como anfitriona de la COP16, de liderar un cambio hacia un modelo de sostenibilidad que no solo conserva el medio ambiente, sino que también garantiza justicia social y política. Este cambio debe comenzar por proteger a las comunidades y a los líderes que, día tras día, arriesgan sus vidas por un futuro más justo y verde. Sin ellos, la lucha contra el cambio climático será incompleta.

Luis Emil Sanabria D.

Cultivos de Coca, violencia armada y la COP16

En 1998, siendo responsable de los diálogos sociales y los programas de convivencia y paz de Norte de Santander, tuve la grata responsabilidad de ayudar a instalar y construir, de manera participativa, los acuerdos con los campesinos del Catatumbo dedicados al cultivo de coca, acampados en el municipio de El Zulia.

El apoyo al desarrollo de infraestructura vial y de servicios básicos, el respaldo a la siembra y comercialización de cultivos tradicionales, y las garantías a la vida y la permanencia en el territorio, entre otros aspectos, fueron colocados sobre la mesa de diálogo por los marchantes, e hicieron parte del acuerdo logrado. Luego vino la arremetida paramilitar en complicidad con el Estado, y este sueño de construir un territorio de paz se fue al traste, como muchos otros sueños y vidas humanas de la región.

La erradicación de cultivos de coca con fines ilícitos ha sido uno de los mayores desafíos en Colombia, donde las economías locales, los conflictos armados y el narcotráfico están profundamente entrelazados. La historia demuestra que un enfoque exclusivamente represivo no es suficiente. Para alcanzar soluciones sostenibles, es esencial una política integral que contemple la participación comunitaria, la compra estatal de las cosechas de coca, la sustitución gradual por cultivos legales y la recuperación forestal, todo ello alineado con los compromisos ambientales y climáticos establecidos internacionalmente, así como con los esfuerzos para superar la violencia armada.

Uno de los principios fundamentales en la elaboración de un programa de erradicación sostenible es la participación activa de las comunidades locales, quienes a menudo dependen del cultivo de coca para su subsistencia. Un componente clave en estos programas es la propuesta de compra estatal de las cosechas de coca, lo que puede ayudar a evitar que los agricultores vendan su producción al narcotráfico. Esta propuesta, que guarda similitud con el modelo aplicado en Bolivia, donde se permitió el cultivo regulado de coca para usos tradicionales, ofrece a los campesinos una fuente de ingresos mientras se implementan procesos de sustitución gradual.

En Bolivia, la política del «Cato de Coca» permitía a los agricultores cultivar una cantidad limitada para usos culturales y medicinales, evitando el conflicto directo con el Estado y creando un ambiente de mayor colaboración. Este modelo puede servir de inspiración para programas en Colombia, donde la compra estatal garantizaría un mercado legal para la coca con fines de producción de concentrados, suplementos vitamínicos e infusiones, mientras se desarrollan cultivos alternativos y se disminuye gradualmente el área dedicada a la coca.

La recuperación forestal es un componente central en estos programas, especialmente en el marco de la COP16, que subraya la necesidad de mitigar los efectos del cambio climático mediante la conservación y restauración de los ecosistemas. Aquí, las Corporaciones Autónomas Regionales y de Desarrollo Sostenible (CAR) deben jugar un papel protagónico. La deforestación asociada con los cultivos de coca ha sido un problema grave en la región, donde las selvas tropicales han sido destruidas para abrir espacio a estos cultivos ilícitos.

En Costa Rica, el gobierno implementó con relativo éxito programas de pago por servicios ambientales (PSA) que compensan a las comunidades rurales por la protección de los bosques y la reforestación de áreas degradadas. Un enfoque similar en los programas de erradicación de coca permitiría a los agricultores recibir compensaciones por la restauración forestal, generando ingresos sostenibles y contribuyendo a los objetivos climáticos internacionales.

Los cultivos de uso ilícito, la producción de cocaína y su comercialización han sido una fuente de financiamiento para grupos armados ilegales, prolongando la violencia en las zonas rurales. Los acuerdos de paz de 2016 entre el gobierno y las FARC incluyeron un compromiso para la sustitución de cultivos de coca en el marco de un desarrollo rural integral. Lamentablemente, la falta de una implementación efectiva y pertinente ha llevado al resurgimiento de la violencia en algunas regiones.

Los programas de erradicación, sustitución y beneficio deben coordinarse con estrategias de convivencia, reconciliación y seguridad que protejan a las comunidades rurales, evitando que queden atrapadas nuevamente en las violencias. Estos programas se convierten en ejes fundamentales para la emergencia de la Territorialidad para la Paz.

Luis Emil Sanabria D.

Es urgente un cambio frente a la violencia armada

En Colombia, el número de masacres y asesinatos de líderes y lideresas sociales es un reflejo devastador de la incapacidad del Estado y del Gobierno para frenar esta tragedia humanitaria. A pesar de los esfuerzos de algunos sectores, el desangre de las comunidades persiste. Las personas que se han atrevido a levantar su voz para defender derechos humanos, el medio ambiente, territorios colectivos y proyectos de vida digna, son sistemáticamente silenciadas, en un ciclo incesante de violencia que envuelve a comunidades, niños, niñas y jóvenes.

Es en este contexto, que seguimos reclamando al gobierno nacional y a los gobiernos locales, la necesidad urgente de replantear las estrategias de protección y seguridad, partiendo desde la base de la sociedad y contando con las comunidades organizadas. La experiencia de los Planes de Autocuidado y Autoprotección son herramientas esenciales que han nacido de la propia resistencia comunitaria ante la ausencia de una respuesta estatal eficaz. La construcción colectiva de estos planos, que incluye a los propios líderes, lideresas, organizaciones sociales y actores clave en el territorio, con sus redes, guardias y colectivos noviolentos, es una de las barreras que puede erigirse frente a la violencia armada.

La seguridad colectiva no puede ser vista solo como una cuestión de armamentismo o más presencia militar, sino como un proceso integral que prioriza la vida, el bienestar y la permanencia en el territorio. En medio de los diálogos con grupos armados o no, estos planes deben contar con recursos suficientes, garantizados por el Estado, no solo para su implementación, sino para generar condiciones que aseguren la continuidad de estos procesos de protección comunitaria, debidamente asesorados y controlados. Es urgente que alguna entidad estatal dispongan apoyos y rutas humanitarias eficaces para salvar la vida de quienes están bajo amenazas constantes, especialmente en territorios donde el Estado es muy débil o no existe.

¿Dónde están los planes estratégicos de construcción de paz y seguridad que priorice la acción coordinada interinstitucional en los territorios más afectados por la violencia? No se puede continuar permitiendo que las acciones sean aisladas y desarticuladas. Las instituciones del Estado, las organizaciones internacionales y la sociedad civil deben trabajar juntas para crear un marco de seguridad, convivencia, reconciliación y paz que trascienda el enfoque punitivo y guerrerista, y que apueste por la paz territorial, el diálogo y la justicia social. De esta forma, el cacaraqueado Acuerno Nacional se hace realidad en los regiones, escenario donde la reconciliación toma vida propia.

Fortalecer las organizaciones sociales debe ser una prioridad en este proceso. Ellas han demostrado ser el núcleo de la resistencia noviolenta en los territorios más golpeados por las acciones delincuenciales. No solo se han organizado para defender la vida y el territorio, sino que también son fundamentales en la promoción de la memoria histórica, la construcción de proyectos de vida y la reivindicación de derechos. Las organizaciones no solo sirven para movilizar sus asociados cada vez que se requiere salir a defender una u otra propuesta de gobierno, son fundamentalmente el acumulado organizativo, la conciencia viva que hará posible las transformaciones hacia el goce pleno de los derechos humanos.

La violencia contra los líderes y líderes sociales no solo es un crimen contra quienes la padecen directamente, sino también contra el futuro colectivo de Colombia. Solo con un enfoque de protección que parte desde las comunidades y que sea respaldado por una acción estatal comprometida y coherente, podremos soñar con detener prontamente este ciclo de muerte. El Estado debe asumir su responsabilidad, no solo como garantía de los derechos humanos, sino como un actor proactivo en la construcción de un país que pueda sanar sus heridas y avanzar hacia una paz verdadera y sostenible.

Luis Emil Sanabria D

El Acuerdo Mínimo ¿cumplirá la expectativas?

El documento para construir el Acuerdo Mínimo contra la Violencia y la Democracia presentado por el gobierno nacional en cabeza del Ministro Juan Fernando Cristo, es una de las propuestas más importantes y esperada, en la búsqueda de una Colombia más pacífica y equitativa. Esta iniciativa tiene el objetivo de convocar a diversos sectores políticos, sociales y económicos del país para dialogar y acordar sobre soluciones que promuevan la convivencia pacífica, fortalezcan la democracia y aborden las necesidades más urgentes de la población.

Para tranquilidad de los fabricantes de falsas noticias, generadores expertos de terror mediático, la propuesta deja explícito el tema de la reeleccion presidencia, cuan afrima que no se promoverá “la reelección ni la alteración de los periodos de los mandatarios de la rama ejecutiva deelección popular”. Sin embargo, no se aborda con decisión y profundidad el tema de la participación del constituyente primario y su poder de decisión, al igual que no hace el énfasis indicado en relación con las políticas económicas que han prevalecido en el país y su impacto en la vida cotidiana. 

Uno de los puntos fundamentales del acuerdo es el compromiso con la erradicación de la violencia en la política, asunto que debe abarcar el fortalecimiento del monopolio de las armas por parte del Estado y el fin del armamentismo. Llama la atención el énfasis necesario y urgente de construir “un compromiso de las partes con rechazar la violencia en la política, la interferencia de cualquier grupo armado en los procesos electorales y excluir de partidos y movimientos políticos a candidatos con vínculos con grupos ilegales” asunto que todos los democratas debemos respaldar y sin el cuál será muy dificil avanzar en la construcción de la paz integral.

De otro lado en este mismo componente, se llama a proteger la vida de los líderes sociales y políticos, así como de quienes firmaron los acuerdos de paz. Aquí el gobierno y todos los sectores convocados, deben retomar la propuesta de las organizaciones y comunidades de construir participativamente planes de autocuidado y autoprotección complementarios a planes colectivos de protección estatal, como herramienta fundamental para garantizar la vida y la permanencia en el territorio.

La centralización del poder, el acceso limitado a los espacios de deliberación y el monopolio de la toma de decisiones por parte de las élites políticas y económicas han marginado a muchas comunidades, particularmente en las zonas rurales y más afectadas por el conflicto armado. Para que el acuerdo transforme la realidad del país, es indispensable que incluya nuevos y efectivos mecanismos de participación ciudadana accesibles, inclusivos y vinculantes, de modo que las voces de las personas más vulnerables, puedan ser escuchadas y tenidas en cuenta. Un acuerdo que avance hacia la descentralización política y administrativa, de la mano de la participación y la focalización de necesidades será fundamental.

Otro aspecto crítico que se debe abordar es el modelo económico neoliberal que ha dominado las políticas públicas en Colombia durante décadas. El documento menciona la necesidad de impulsar una economía más equitativa y sostenible, lo cual es un avance importante. Sin embargo, las propuestas económicas que se incluyen aún se enmarcan en un modelo que prioriza la competitividad, el crecimiento macroeconómico y la atracción de inversión extranjera, sin abordar de manera suficiente las desigualdades estructurales que este mismo modelo ha perpetuado y la necesidad de aumentar medidas de fortalecimiento y protección a la industria nacional garantizando que los beneficios del crecimiento económico lleguen a todas las regiones y poblaciones.

Hay que acordar cómo superar el rezago en el desarrollo de sectores como la agricultura campesina, la industria local y las economías comunitarias, ya que esto ha generado una profunda desigualdad en la distribución de la riqueza y un acceso desigual a los recursos y oportunidades. Es crucial que se integren a la iniciativa el tema de los derechos laborales, especialmente en sectores donde la informalidad y la precarización son la norma.

Un componente esencial debe ser la transformación de los municipios más afectados por el conflicto. Los Planes de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET) son una herramienta valiosa para mejorar las condiciones de vida en estas zonas. La transformación participativa de estos territorios no debe limitarse a la mejora en infraestructuras, sino que debe incluir un proceso de reconfiguración social y económica que permita a las comunidades ser protagonistas de su propio desarrollo, con modelos de producción más sostenibles y adecuados a las realidades locales. Uniendo voces construimos país.

Luis Emil Sanabria Durán

Más que un Centro de Salud, es la presencia de Sabaseba

La primera vez que visité la comunidad Barí fue a mediados de 1989, mientras realizaba mi rural en el municipio de Convención. Una brigada de salud multidisciplinaria llegó a Bridikayra, en pleno corazón de la selva del Catatumbo, para brindar asistencia a un pequeño grupo de indígenas que sufrían de graves condiciones de desnutrición y diversas enfermedades tropicales. Desde ese día, forjé una amistad con los Barí, convencido de que la lucha por defender y preservar nuestras raíces ancestrales es un paso fundamental hacia la construcción de un país más justo y equitativo.

Después de años de lucha y persistencia por parte de las comunidades y autoridades ancestrales, el gobierno del cambio en cabeza del ministro de Salud, Guillermo Alfonso Jaramillo, ha anunciado la construcción de un Centro de Salud Primaria en el resguardo Barí. Esta noticia representa un paso crucial no solo para el sistema de salud de la región, sino también para el reconocimiento de los derechos de los pueblos indígenas que han sido históricamente marginados en Colombia.

El anuncio del ministro llega después de décadas de esfuerzos y de múltiples llamados por parte de la comunidad Barí y de organizaciones sociales que han abogado por mejores condiciones de salud en sus territorios. Los Barí, una comunidad indígena asentada en Norte de Santander en la frontera entre Colombia y Venezuela, han enfrentado enormes desafíos en el acceso a servicios básicos de salud, debido al modelo de salud impuesto desde la Ley 100, a la corrupción, la lejanía de sus territorios como a las barreras culturales, económicas y sociales.

Este nuevo Hospital, que también involucra el rescate de centros de salud abandonados durante años de desidia y exclusión, será un hito para la comunidad, brindando acceso a atención médica primaria en su propio territorio. No tener que recorrer largas distancias, hasta Tibú, Cúcuta, Ocaña o Valledupar para recibir atención médica, significa que la comunidad podrá atender problemas de salud urgentes de manera más rápida y con mayor eficiencia, mejorando su calidad de vida.

El anuncio también tiene una gran importancia simbólica. Históricamente, los pueblos indígenas de Colombia han sido relegados a un segundo plano en términos de políticas públicas. Esta construcción reconoce, por fin, las necesidades particulares de los Barí, en una mezcla de la medicina ancestral y tradicional, con la medicina occidental y demuestra una voluntad del Estado de integrarlos en los servicios esenciales, respetando su autonomía y formas de vida.

La inversión en infraestructura de salud en territorios indígenas no solo es una medida que salva vidas, sino que también es un reconocimiento de los derechos humanos, a la resistencia de los pueblos originarios ante el genocidio propiciado por quienes quieren adueñarse de su territorio y un avance en materia de justicia social que estas comunidades han estado exigiendo durante años. Además, en un país como Colombia, donde la paz y la equidad son temas en constante debate, esta acción puede contribuir a fortalecer la confianza en las instituciones por parte de las comunidades históricamente marginadas.

La construcción de este puesto de salud, enclavado en la selva tendrá un enfoque diferencial que respete las cosmovisiones y prácticas de la comunidad Barí. Esto significa que el personal médico y las políticas de salud no solo deben estar alineados con los estándares nacionales, sino también adaptados a las particularidades culturales y sociales de los Barí. La medicina tradicional, que es fundamental para los pueblos indígenas, debe ser integrada como una parte esencial del modelo de atención. Este enfoque garantizará que la intervención estatal no sea percibida como una imposición, sino como un apoyo que refuerza las capacidades propias de la comunidad, protegiendo su cultura y tradiciones.

La construcción de este puesto de salud en el resguardo Barí representa una victoria para la comunidad, que de la mano de sus autoridades, de las organizaciones acompañantes y bajo la autoridad espiritual del Dios Sabaseba, abre una oportunidad para que Colombia avance hacia un sistema de salud más inclusivo y justo. Este proyecto es un recordatorio de que la lucha por la equidad y los derechos de los pueblos indígenas sigue siendo una tarea pendiente en el país.

Luis Emil Sanabria D.