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Etiqueta: Luis Emil Sanabria

La paz más allá de la fuerza

Es habitual en el análisis del conflicto colombiano recurrir a dicotomías simplistas entre violencia y paz, fuerza y justicia, buenos y malos. Desde diferentes orillas se plantea que la violencia actual es resultado de la falta de decisión de paz de los actores armados ilegales que creen que pueden seguir disfrutando de su discurso y del accionar violento; de grupos criminales que se benefician de las economías ilegales nacionales y trasnacionales; o un fenómeno propio del postconflicto, omitiendo, ya sea por cansancio o por convicciones ideológicas, que en el país persisten causas estructurales que retroalimentan las violencias.

La idea de que la paz total es posible si aplicamos la receta de fuerza militar y justicia, omite una variable fundamental que siempre se ha reclamado y es la participación efectiva y directa de las comunidades locales y de la sociedad en general para decidir sobre su presente y su futuro. La experiencia histórica enseña que los acuerdos impuestos o mediados sin la plena participación comunitaria rara vez logran sostenibilidad. Se requiere, más que oportunidades, la consolidación de una gobernanza local efectiva, empoderada y democrática, soportada sobre la emergencia de una sociedad que rechaza la violencia y la ilegalidad, capaz de romper ciclos históricos de exclusión, desigualdad y abandono institucional.

 

Resulta cuestionable la afirmación de que las estrategias de los grupos residuales o disidencias, así como del ELN se pueden romper y desmantelar de forma definitiva a través exclusivamente de la fuerza militar, ignorando la complejidad estructural de los conflictos armados. La dinámica cambiante de la confrontación en Colombia ha demostrado que derrotas militares o tácticas rara vez conducen a la desaparición absoluta de grupos armados ilegales o del fenómeno criminal. Las estructuras delincuenciales y sus cabecillas se reinventan constantemente ante vacíos de gobernabilidad, corrupción, debilidad social e institucional y oportunidades económicas ilícitas persistentes.

En este punto es pertinente contrastar estas reflexiones con la estrategia de Zonas Estratégicas de Intervención Integral (ZEII) implementada por el gobierno de Duque. Esta política se presentó como una intervención integral del Estado en territorios priorizados por su alta conflictividad, presencia de cultivos de uso ilícitos y economías ilegales. Sin embargo, en la práctica, dicha estrategia reproducía una visión del territorio, en donde la acción militar y la erradicación forzada ocupaban el centro de la estrategia. La participación ciudadana fue limitada, y los procesos de desarrollo territorial quedaron subordinados a la agenda de seguridad nacional.

Lo anterior contradice la necesidad, señalada por múltiples estudios y experiencias internacionales, de priorizar el desarrollo humano y la reconstrucción del tejido social en zonas históricamente marginadas. El control militar, por sí solo, no resuelve los problemas de legitimidad estatal ni genera confianza entre las comunidades, especialmente cuando el Estado ha sido históricamente percibido como ausente o represivo. Si bien es válida la necesidad de enfrentar con contundencia las economías ilegales y fortalecer la justicia, es esencial desarrollar iniciativas y estrategias sostenibles de inclusión económica y social, de reparación efectiva a las víctimas, educativas, culturales y de reconciliación que promuevan una cultura de paz; estrategias urgentes y coordinadas, arraigadas en el goce pleno de los derechos humanos, la convivencia pacífica, la democracia participativa, la justicia restaurativa y la inclusión política y social.

Muchas comunidades siguen demandando un Estado distinto, más garante que vigilante, más promotor de derechos que represor de ilegalidades. Cualquier intento de paz que priorice fundamentalmente el uso de la fuerza termina replicando las causas del conflicto. La paz auténtica no será solo el resultado de acciones punitivas o coercitivas, sino el fruto de una visión holística comprometida con transformar las condiciones estructurales que originan y reproducen las violencias.

Luis Emil Sanabria D

La paz que no se impone

En tiempos de polarización, conflictos armados y profundas crisis sociales, hablar de paz no es una utopía, sino una necesidad urgente. Sin embargo, construirla no es tarea sencilla ni responsabilidad exclusiva de los gobiernos o de las élites políticas. La paz que perdura en el tiempo y transforma realidades solo puede surgir de un proceso colectivo donde la sociedad civil tenga un papel protagónico.

La sociedad civil comprende un abanico amplio y diverso de actores. En ella se manifiestan organizaciones comunitarias, artistas, movimientos sociales, redes juveniles, colectivos de mujeres, sindicatos, iglesias, pueblos étnicos, personas con discapacidad, población LGBTIQ+, medios alternativos y personas comprometidas con su entorno, entre muchos otros. Estos actores no solo padecen los efectos del conflicto, sino que también poseen conocimientos, recursos y capacidades fundamentales para la transformación de los entornos sociales.

 

Cuando se les incluye activamente en los procesos de paz, se rompe con la lógica vertical en la que unos pocos deciden por la mayoría. La paz no debe imponerse desde los comandantes de los grupos armados o la dirección política y económica del país; debe construirse con las comunidades, desde abajo, con base en el diálogo, el respeto y la inclusión.

Uno de los grandes desafíos de los acuerdos de paz es su implementación real y sostenida en el tiempo. Muchas veces, los procesos firmados en papel no se traducen en cambios concretos en los territorios. Aquí es donde la sociedad civil juega un papel insustituible, ya que su presencia constante en el terreno le permite hacer seguimiento, exigir y garantizar el cumplimiento de compromisos que no quedan en el olvido.

Además, es innegable que su participación aporta legitimidad a los procesos de diálogo y a lo acordado. Cuando la sociedad se siente parte de la solución, se genera un sentido de corresponsabilidad y pertenencia que fortalece los cimientos de la paz. En muchas ocasiones, los sectores históricamente marginados han sido silenciados tanto en el conflicto como en las mesas de negociación; Sin embargo, son estos mismos sectores quienes mantienen vivas las resistencias, las redes de apoyo y las prácticas ancestrales de resolución de conflictos.

Incluir a la sociedad civil significa fortalecer su coordinación y abrir espacios para estas voces diversas, que enriquecen el debate y aportan soluciones concretas y contextualizadas. No se trata solo de una cuestión de representación simbólica, sino de justicia y eficacia.

La construcción de paz implica un cambio cultural profundo. La sociedad civil es clave en la promoción de una cultura de paz, basada en la educación, la empatía, la justicia y la memoria. Solo cuando las nuevas generaciones conocen las causas de las violencias, sus consecuencias y las historias de resistencia, es posible evitar su repetición.

Organizaciones civiles han liderado procesos de memoria histórica, iniciativas de reconciliación, pedagogías comunitarias y proyectos artísticos que ayudan a sanar heridas y reconstruir el tejido social. La paz no es solo ausencia de violencia, sino presencia activa de justicia, equidad y dignidad. La historia demuestra que los esfuerzos de paz que no incluyen a las comunidades están destinados a fracasar o a generar soluciones superficiales.

La sociedad civil y sus organizaciones no son un actor secundario: son el corazón del cambio. Solo con su participación activa, crítica y constructiva es posible avanzar hacia una paz real, transformadora, solidaria y duradera. Apostar por su inclusión no es solo una decisión ética, sino una condición necesaria para construir un futuro más justo.

Luis Emil Sanabria D

Aviones de guerra en un país que clama por justicia social

En un país como Colombia, donde millones de personas viven en condiciones de pobreza extrema, sin acceso digno a salud, educación, vivienda y oportunidades de empleo, la decisión de invertir sumas multimillonarias en la compra de aviones de guerra resulta, cuando menos, incomprensible y profundamente contradictoria. Esta decisión no solo desconoce las verdaderas urgencias del país, sino que también representa una visión militarista que parece estar alejada de las necesidades reales de las comunidades.

Mientras en la ruralidad y la periféria del país miles de niños estudian en escuelas sin techo, sin servicios básicos y con docentes mal remunerados, el Estado destina recursos astronómicos a la adquisición de maquinaria bélica. La salud pública está colapsada en muchos territorios, los hospitales carecen de insumos y personal, la población sigue muriendo por enfermedades prevenibles, y muchas familias apenas sobreviven en medio de la exclusión.

 

Una muestra clara de esta desproporción se evidencia al comparar el costo de los nuevos aviones de guerra, estimado en más de 1.900 millones de dólares, con la inversión prevista para atender la crisis social y humanitaria en el Catatumbo bajo la declaratoria de conmoción interior que asciende a 670 millones de dólares. La diferencia es abismal y refleja una visión de prioridades profundamente cuestionable.

La prioridad debería ser clara: invertir en la vida, no en la guerra. Las comunidades, especialmente las históricamente marginadas por el Estado, necesitan presencia institucional real, no aviones supersónicos que nunca sobrevolarán sus cielos con propósitos de ayuda humanitaria o desarrollo integral. Contentos deben estar con esta compra los militaristas de todos los colores, los que prefieren el ruido de las bombas a los sonidos de la naturaleza. Una hora de vuelo de uno de estos aviones costará aproximadamente ocho mil dólares, unos 32 millones de pesos.

El argumento de que la adquisición de aviones de guerra responde a la necesidad de garantizar la seguridad nacional es débil si se considera que las verdaderas amenazas para millones de colombianos están en el hambre, la falta de oportunidades y el abandono estatal. La seguridad humana, aquella que garantiza una vida digna, solo se logra con justicia social, educación de calidad, empleo digno y acceso a derechos fundamentales. La compra de dieciséis aviones de guerra y la negativa del congreso a las reformas inaplazables en materia rural, de salud y laboral, nos alejan del camino de la paz.

En un contexto de precariedad social, la compra de aviones militares, también erosiona la confianza de la ciudadanía en sus instituciones. Resulta indignante para cualquier colombiano ver que se gasta en armamento mientras en su comunidad no hay agua potable o una carretera en buen estado. Esta desconexión entre las decisiones de los gobernantes y las necesidades de la población solo profundiza la crisis de representación y alimenta el desencanto con la democracia.

La paz, el desarrollo y la equidad no se alcanzan a través del poder militar, sino mediante una inversión decidida en la gente. La compra de aviones de guerra es, en este contexto, no solo una mala decisión financiera, sino un agravio moral contra quienes esperan, desde hace décadas, que el Estado llegue con soluciones y no con explosivos. La sociedad colombiana debe modificar sus prioridades y reconocer que sin inversión social real y efectiva, alejada de la corrupción y el clientelismo, el sueño de la paz seguirá entrampado por el narcotráfico y la ilegalidad.

Luis Emil Sanabria D.

Lucha de clases y odio de clases

Colombia es un país marcado por profundas desigualdades económicas y sociales que han dado forma a su historia y a su conflictividad política. En estos días de inicio de campañas electorales y de reformas negadas, es fundamental diferenciar la lucha de clases, un concepto estructural y analítico, del odio de clases, una distorsión subjetiva que entorpece la comprensión de las dinámicas socioeconómicas.

La lucha de clases, así como la lucha contra el cambio climático se entiende como un proceso histórico inevitable en sociedades estratificadas económicamente, mientras que el odio de clases responde a una emoción polarizadora que es alimentada para obstruir la transformación social consciente. En Colombia, la persistencia de una estructura económica basada en la concentración de la riqueza, la explotación laboral y las barreras a la movilidad social son factores que inevitablemente alimentan la lucha de clases.

 

El conflicto entre los sectores dominantes y las clases dominadas no es una cuestión de meras diferencias de opinión o resentimientos personales, sino una relación objetiva de explotación y desigualdad. En este sentido, la lucha de clases  se debe considerar como un motor histórico de cambio y no una incitación a la violencia irracional. Es un concepto que permite entender por qué persisten inequidades profundas y cómo se pueden transformar.

Mientras que la lucha de clases busca transformar legítimamente las estructuras injustas, el odio de clases se basa en una simplificación emocional limitada a la estigmatización y la polarización de los actores sociales para sabotear dichas transformaciones. Este sentimiento es instrumentalizado para movilizar adhesiones políticas sin transformar las condiciones materiales que perpetúan la desigualdad.

Confundir a propósito la lucha de clases con el odio de clases, solo busca deslegitimar la reivindicación y la lucha popular por los derechos despojados o negados. Sectores privilegiados perciben cualquier crítica a la estructura económica como un ataque personal, mientras que sectores populares pueden caer en la trampa de reducir su lucha a una oposición visceral contra individuos de clases altas en lugar de focalizarse en las condiciones sistémicas que perpetúan la injusticia a que son sometidos.

En el contexto colombiano, la lucha de clases no puede analizarse de manera aislada del conflicto armado y la construcción de una paz duradera. Fenómenos como la corrupción y el narcotráfico han profundizado las desigualdades y han sido utilizados para perpetuar estructuras de poder que benefician a una élite económica y política. La corrupción ha permitido el desvío de recursos públicos generando violencia, mientras que el narcotráfico ha alimentado el conflicto armado y ha creado economías paralelas que distorsionan el desarrollo social y económico del país.

La consolidación de la paz requieren un enfoque que ataque las raíces estructurales de la desigualdad. La lucha de clases debe orientarse hacia la construcción de instituciones sólidas, la eliminación de la corrupción y la implementación de políticas públicas que fomenten una distribución equitativa de la riqueza, transformándose en un proceso de reivindicación social sin caer en dinámicas de violencia.

Si bien la lucha de clases es inevitable en una sociedad desigual, su dirección y resultados dependen de la capacidad de los actores para comprender sus causas estructurales y organizarse de manera estratégica. La educación, la organización colectiva y la acción política pacífica e informada son herramientas clave para que la lucha de clases se convierta en un motor de justicia y transformación social real, más allá de la polarización que paraliza el cambio y genera violencia.

Luis Emil Sanabria D

Las falencias hacia la paz

Es innegable que el avance hacia una paz sostenible sigue siendo incierto y demasiado lento. A pesar de los esfuerzos, persisten serios problemas en la búsqueda de la paz integral, lo que genera frustración y desconfianza en los sectores que han apostado por la reconciliación.

Aunque la Ley 2272 de 2022 definió los principios clave para la negociación y la implementación de acuerdos con grupos armados, el Estado no ha avanzado con la celeridad requerida en su desarrollo. Esto ha dejado vacíos jurídicos y operativos que afectan directamente los procesos de negociación y desmovilización, así como la implementación de programas de reinserción y garantías de seguridad para los excombatientes y las comunidades afectadas por la violencia.

 

Un aspecto preocupante es la falta de impulso a la cultura de paz. No basta con establecer mesas de diálogo y firmar preacuerdos si no se trabajan los cambios estructurales en la sociedad que permitan que la paz sea vivida y abrazada. La creación de un ambiente social proclive a la paz, el fortalecimiento de valores democráticos y el reconocimiento de la memoria histórica son fundamentales para transformar una sociedad que ha sufrido la violencia armada por décadas. Sin embargo, estos aspectos han sido relegados en las políticas públicas, y la promoción de la cultura de paz, en el mejor de los casos, sigue siendo dispersa y fragmentada.

En este contexto, es esencial diferenciar entre la paz territorial y la paz nacional. La paz territorial implica estrategias que reconozcan las realidades locales, respetando las dinámicas de cada región y protegiendo los liderazgos comunitarios. Sin embargo, esta visión ha sido poco desarrollada, y las comunidades han manifestado que los procesos de paz no han aterrizado en sus territorios de manera efectiva. Por otro lado, la paz nacional requiere una articulación clara entre las entidades de gobierno y las políticas de seguridad y desarrollo, y así crear condiciones que permitan avanzar hacia una estabilidad duradera. Sin una integración efectiva entre estos dos niveles de construcción de paz, el país seguirá enfrentando ciclos de violencia y reconfiguración de actores armados.

La política de paz del actual gobierno, ha minimizado la experiencia y los aportes de la sociedad civil en la construcción de paz. Organizaciones comunitarias, colectivos de víctimas, movimientos de mujeres y redes de derechos humanos y paz de carácter nacional y regional han jugado un papel crucial en la resistencia pacífica y la reconciliación. Sin embargo, sus propuestas y conocimientos han sido marginados en el diseño e implementación de políticas de paz, lo que limita el impacto de las iniciativas gubernamentales y genera una desconexión con las realidades locales.

Por otro lado, la falta de coordinación entre las organizaciones que trabajan por la paz es otro de los grandes desafíos. A pesar de los esfuerzos de muchos actores, la ausencia de una estrategia conjunta reduce la efectividad de las iniciativas y dificulta la incidencia en políticas públicas. Se requiere un mayor esfuerzo para articular acciones, compartir experiencias y generar sinergias entre las organizaciones de paz para movilizar, incidir, rodear, presionar y mantener los espacios de diálogo para la paz.  Es imprescindible que el Gobierno diseñe una política de paz que involucre de manera activa y estructurada a las organizaciones sociales, garantizando su participación en la toma de decisiones y asegurando que sus esfuerzos sean complementarios y no paralelos a las iniciativas estatales.

Una de las mayores falencias del proceso de paz es la falta de una estrategia integral que no solo guíe el accionar del Estado, sino que también permita una coordinación efectiva con la sociedad civil, la comunidad internacional y las políticas gubernamentales de cambio. Sin una hoja de ruta clara e integral, las acciones quedan dispersas, sin continuidad y sin impacto real en las comunidades. Es urgente una mayor voluntad política, un compromiso real con la sociedad civil y una estrategia clara que articule todos los esfuerzos. Sin estos elementos, la paz seguirá siendo un horizonte inalcanzable para muchos colombianos y colombianas.

Luis Emil Sanabria D.

Las trampas en el avance político de la izquierda colombiana

En Colombia, la izquierda ha protagonizado, en los últimos años, un ascenso notable en el escenario político. La llegada de Gustavo Petro a la presidencia representó un triunfo histórico para las fuerzas progresistas y una oportunidad para demostrar que una alternativa a los gobiernos tradicionales era posible. Sin embargo, tras esta victoria, han emergido con fuerza los problemas que históricamente han limitado su capacidad de avanzar: el fraccionamiento, las posturas dogmáticas, el sectarismo interno y, de forma preocupante, la tolerancia o el silencio de algunos sectores aislados frente a la llamada lucha armada.

La fragmentación interna no es nueva, pero ahora resulta más visible y perjudicial. Las divergencias ideológicas, lejos de ser un motor para el debate constructivo, se han convertido en trincheras desde donde distintas facciones disparan críticas y descalificaciones contra sus propios aliados y militantes. Partidos y movimientos que se ubican bajo el marco de la izquierda aún se mantienen fragmentados en grupos con agendas y prioridades particulares, debilitando la capacidad de acción conjunta frente a la derecha, que —aunque también tiene sus propias fisuras— ha demostrado mayor disciplina y cohesión a la hora de oponerse y mantener el poder.

 

El dogmatismo es otro obstáculo significativo. Muchos sectores y líderes de la izquierda se aferran a discursos rígidos que rechazan cualquier intento de negociación o pragmatismo político, interpretando toda concesión como una traición a sus principios. Esta postura intransigente no solo dificulta la gobernabilidad, sino que además impide la adaptación estratégica a un contexto político complejo y cambiante, confundiendo su actuar progresista con la visión a largo plazo del país que se quiere, quedándose sola en la torre de marfil de sus principios.

A esto se suma el sectarismo, que ha convertido a la izquierda en su propio adversario. Los señalamientos y ataques entre facciones son a menudo más feroces que los dirigidos contra la derecha. La personalización de los liderazgos y la primacía de lealtades individuales sobre la construcción de un proyecto colectivo han erosionado la confianza interna y la capacidad para articular una plataforma común. Los debates, lejos de fortalecer la unidad, profundizan las divisiones y generan un clima tóxico.

Otro de los obstáculos preocupantes para la izquierda en Colombia es la ambigua postura de algunos sectores frente a la violencia armada. Mientras la mayoría de la izquierda y de la sociedad colombiana clama por la paz y rechaza esta vía para la transformación política, algunos sectores de izquierda se mantienen en silencio —cuando no justifican— frente estas estrategias. Esta ambigüedad no solo es moralmente cuestionable, sino que además alimenta la narrativa de la derecha, que insisten en presentar a la izquierda como una amenaza para la democracia y la estabilidad del país.

La falta de una estrategia clara y unificada que guíe la gobernabilidad y las trasformaciones progresistas agrava la situación. La incapacidad para conectar con sectores de clase media y con regiones tradicionalmente ajenas a su discurso es una dificulta que la izquierda no ha podido vencer. Su retórica, a menudo académica y alejada de las preocupaciones cotidianas de los ciudadanos, refuerza la percepción de que la izquierda no comprende las realidades locales ni las inquietudes prácticas de la gente. Además, el uso frecuente de un lenguaje beligerante y polarizante termina alejando a quienes buscan alternativas políticas más conciliadoras.

La izquierda enfrenta una encrucijada. Superar estos problemas requiere autocrítica, flexibilidad ideológica y la voluntad para construir un proyecto colectivo más amplio e inclusivo. Los éxitos progresistas más duraderos se han alcanzado cuando se ha priorizado la unidad en la diversidad y el pragmatismo sobre el dogmatismo. Los enemigos reales de la transformación social no están dentro, sino fuera de sus filas. Si no se superan estos problemas, la izquierda colombiana corre el riesgo de perder la oportunidad de consolidar un proyecto político capaz de sostenerse en el tiempo y de enfrentar los desafíos estructurales del país.

Luis Emil Sanabria D.

El dilema de la socialdemocracia en Colombia

La socialdemocracia en Colombia, que ahora se hace llamar el “Centro”, debe resolver el dilema que la ha caracterizado en las últimas décadas. Debe decidir entre seguir profundizando y adaptándose a los preceptos neoliberales, lo que la acercaría aún más a la derecha neoconservadora; rescatar y mantener una línea liberal clásica, como si el mundo no estuviera cambiando; o reconstruirse a partir de una visión más comprometida con las transformaciones sociales. Este dilema político y ético se agrava por dos problemas estructurales que minan su credibilidad: la corrupción y el clientelismo, en un país profundamente afectado por el narcotráfico y la violencia armada.

Desde finales del siglo XX, sectores importantes de la socialdemocracia colombiana se rindieron definitivamente ante los postulados neoliberales, como la flexibilización laboral, la privatización de servicios públicos y la desregulación del mercado. En este proceso, el narcotráfico y la violencia armada se convirtieron en socios estratégicos, lo que les permitió competir electoralmente con fuerzas conservadoras, a un costo tan alto que desdibujó totalmente su papel en la construcción de un Estado de bienestar. La socialdemocracia que se autodenomina “Centro” debe definir con claridad de qué lado quiere estar: del lado de las políticas que contribuyen al empobrecimiento de las grandes mayorías o del lado de la justicia social.

 

La promoción de instituciones sólidas, el fortalecimiento de la democracia participativa, la descentralización y la igualdad de oportunidades son pilares compatibles con un modelo de crecimiento equitativo. Estos no riñen con los principios liberales clásicos de libertades económicas y derechos individuales. Sin embargo, el “Centro” debe manifestar y comprometerse con políticas redistributivas que garanticen la cohesión social y la protección de los más desfavorecidos si realmente quiere aportar a la construcción de un país en paz.

Más allá de la tensión ideológica no resuelta entre neoliberalismo y liberalismo, la socialdemocracia —al igual que la izquierda democrática— enfrenta una realidad corrosiva: la corrupción y el clientelismo, que en muchos casos están estrechamente ligados al narcotráfico y la violencia armada. Durante décadas, grupos ilegales han infiltrado y cooptado la política, financiando campañas y determinando el rumbo de gobiernos y legislaciones. El patrocinio de candidaturas por parte de empresas con intereses en mantener o apoderarse de lo público, los escándalos de corrupción en la contratación estatal y la infiltración de gobiernos locales han debilitado la credibilidad del Estado y sus instituciones.

De otro lado, el conflicto armado ha sido instrumentalizado por sectores políticos para justificar la militarización en detrimento de soluciones estructurales a la desigualdad y la pobreza. El “Centro” ha tenido dificultades para distanciarse de este juego de poder, lo que ha generado escepticismo sobre su capacidad real de transformación. Programas como la reforma agraria, la reforma a la salud, la implementación del Acuerdo de Paz con las FARC y la reforma laboral han sido saboteados o aplicados de manera parcial debido a la presión de grupos de poder.

Para superar este dilema, el “Centro” debe redefinir su proyecto político, pensando más en las transformaciones que en la captación de votos. En lugar de seguir cediendo ante las recetas neoliberales o diluirse en un liberalismo sin rostro social, debe recuperar su esencia transformadora y conformar, junto con otros sectores declaradamente socialistas, un gran Frente Amplio que impida el regreso de viejas formas de gobierno excluyentes y militaristas.

Es fundamental fortalecer un enfoque integral frente a fenómenos como el narcotráfico, la violencia armada y la minería ilegal, que no se limite al uso de la fuerza, sino que aborde sus causas estructurales. Si la socialdemocracia quiere sobrevivir y recuperar su papel protagónico en la construcción de un país justo y equitativo, deberá asumir con valentía y sin ambigüedades los desafíos del presente social, político y económico. La ciudadanía espera respuestas concretas y un compromiso real con la justicia social y la paz.

Luis Emil Sanabria D.

La crisis de la violencia armada y sus coletazos contra la población civil

En la discusión sobre las estrategias de lucha armada y resistencia política, las teorías foquistas, el uso del terrorismo y la financiación de grupos armados a través de negocios ilícitos han sido fuentes permanentes de debate y cuestionamiento. Si bien algunas corrientes ideológicas han defendido estas prácticas como medios válidos para transformar la realidad política, económica y social, la experiencia histórica ha demostrado sus consecuencias devastadoras para la población civil, su incapacidad y los efectos contraproducentes para la izquierda.

Las teorías foquistas, influenciadas por la Revolución Cubana y en figuras como Ernesto «Che» Guevara, sostienen que un pequeño grupo armado, al establecerse en zonas rurales, puede generar las condiciones para un levantamiento popular generalizado; sin embargo, en la práctica, esta estrategia ha demostrado ser ineficaz y poco realista. Movimientos insurgentes que adoptaron el foquismo sin una base social sólida han terminado aislados, enfrentando una represión estatal intensa y sin lograr movilizar a la sociedad que, en muchos casos, sufren las consecuencias del conflicto sin adherirse a la lucha. En contraste, procesos de movilización social y lucha política democrática han logrado conquistas significativas.

 

Algunos grupos armados han recurrido al terrorismo como una herramienta de presión política, justificándolo como una forma de «guerra de guerrillas urbana» o de «castigo» a los sectores que consideran enemigos de la revolución. Sin embargo, la experiencia demuestra que estas acciones, lejos de fortalecer una causa política, tienden a generar rechazo social, deslegitimación y una mayor criminalización de los movimientos insurgentes.

El asesinato de líderes y lideresas sociales, los atentados indiscriminados, el desplazamiento forzado, los confinamientos y los secuestros han alejado a estos grupos de la posibilidad de representación política legítima mayoritaria. En lugar de debilitar al Estado, estos actos han justificado su respuesta militarista, cerrando los espacios democráticos y generando mayor sufrimiento en las comunidades.

Nota recomendada: Diálogos con el Clan del Golfo, más retos que certezas

Un aspecto fundamental de la crisis de los grupos armados es su participación en negocios ilícitos como el narcotráfico, el secuestro, la extorsión y la minería ilegal. En teoría, estos recursos servirían para financiar la lucha política y sostener las estructuras organizativas, pero en la práctica han provocado en sus bases una degeneración de sus principios ideológicos y una relación de dependencia con dinámicas criminales que traicionan sus objetivos originales. La lucha por el control de las rentas ilícitas ha estimulado el enfrentamientos con otros actores armados, desviando la atención de sus supuestos fines revolucionarios.

Sociedades latinoamericanas ha demostrado que los cambios estructurales no se logran mediante la violencia armada, sino a través de la organización popular, la acción política y la construcción de alternativas democráticas. Experiencias como las movilizaciones sociales en Chile, la alianza social y política en Brasil y el auge de nuevos movimientos progresistas en la región han evidenciado que es posible disputar el poder sin recurrir a la guerra.

Los grupos armados que persistan en estrategias obsoletas, sectarias y en alianzas con negocios ilícitos no solo pueden estar condenados a la derrota, sino que también seguirán alimentando los discursos neofascistas y el ciclo de violencia que impide la construcción de sociedades más justas e incluyentes. El verdadero cambio social, político y económico no se encuentra en las balas ni en el dinero del narcotráfico, sino en la capacidad de los pueblos para organizarse, resistir y transformar la realidad.

Luis Emil Sanabria D.

Un riesgo latente para nuestra débil democracia

Por décadas, Colombia ha experimentado prácticas políticas que reflejan los principios del fascismo, desde el falangismo de Laureano Gómez hasta las expresiones más recientes de autoritarismo, militarismo y exclusión social. La amenaza de la ultraderecha en el país, en consonancia con el ascenso en el mundo de corrientes políticas que reviven las peores épocas del nacizmo y el fascismo, ha agudizado una serie de tendencias que tienen como meta poner en jaque el Estado Social de Derecho, la diversidad cultural y la democracia.

Uno de los pilares más sobresalientes del neofascismo que se refuerzan con discursos amplificados desde algunos medios de comunicación, es la consolidación de una casta superior, una pequeña minoría criolla que se arroga el derecho a definir la estructura del poder y relega a las grandes mayorías empobrecidas, a los pueblos étnicos y las diversidades, a una existencia marginal. Esta minoría, que paradójicamente logra atraer a millones de seguidores, insiste desde su práctica y sus discursos en despojar de oportunidades y representación política efectiva a los marginados, para perpetuar la exclusión y la desigualdad, mientras demagógicamente acusan a los demás actores políticos de caotizar el país.

 

Esta visión de superioridad conlleva un segundo fenómeno alarmante, la negación de la diversidad cultural y social. Esta minoría mestiza ha promovido una visión monocultural de la sociedad, intentando homogeneizar las identidades bajo el prisma de un pensamiento único occidental. Esto no solo atenta contra la riqueza pluriétnica del país, sino que fomenta el rompimiento de las resistencias de los pueblos cuidadores del territorio, la desaparición de conocimientos ancestrales, cosmovisiones y formas de organización distintas.

El caudillismo populista, otro rasgo clave del neofascismo, que no vacila en romper los mínimos acuerdos del contrato social, que no tiene ningún reparo ético en aliarse con estructuras armadas paraestatales, con el narcotráfico y la ilegalidad,  se impone como una estrategia política que desmantela los principios democráticos. Odian el diálogo, la concertación, la transformación pacífica de conflictos, la justicia transicional y recurren al militarismo y a la represión como receta mágica. La concentración del poder en un liderazgo autoritario socava la soberanía popular y convierte las instituciones en meros instrumentos de su voluntad.

Desde principios de siglo, la administración estatal ha sido objeto de su estrategia de recentralización autoritaria, erosionando los principios de descentralización consagrados en la Constitución. Los gobiernos locales han sido debilitados y despojados de autonomía, mientras que el poder central acumula funciones que deben estar en manos de la ciudadanía y sus representantes territoriales. De allí su férrea oposición al acto legislativo 03 de 2024, a las reformas políticas que intentan fortalecer el poder soberano del pueblo y a la construcción de paz territorial. Que cunda el caos en lo Territorial, para justificar al Autoritarismo centralista y sus prácticas neofascistas, es su consigna.

Finalmente, el fomento del resentimiento y la división social ha sido utilizado como herramienta política. Medios masivos de comunicación han jugado un papel fundamental en la normalización de la discriminación y en la promoción de un individualismo exacerbado, donde la solidaridad desaparece y el «sálvese quien pueda» se convierte en regla de vida.

En este contexto, el desafío principal es defender la democracia y la diversidad ante las fuerzas que buscan homogenizar, excluir y perpetuar un modelo de sociedad injusto. El autoritarismo solo conduce al empobrecimiento de las mayorías y al estancamiento de las sociedades. Es imperativo que la ciudadanía reconozca estos signos de peligro y actúe en consecuencia, exigiendo paz, democracia a profundidad, inclusión y participación efectiva.

Luis Emil Sanabria D.

Diálogos con el Clan del Golfo, más retos que certezas

La formalización de los diálogos con el grupo armado ilegal Clan del Golfo, que se hace llamar Ejército Gaitanista de Colombia, representa un pilar importante en la búsqueda de la paz y la estabilidad en Colombia. Este paso, aunque polémico, seguramente se fundamenta en la necesidad de abordar las causas estructurales del conflicto y de reducir la violencia que por décadas ha afectado a comunidades enteras.

Desde su consolidación como una de las organizaciones criminales más poderosas de Colombia, el Clan del Golfo ha sido responsable de múltiples violaciones a los derechos humanos, como asesinatos selectivos, reclutamiento de menores, desplazamiento forzado, confinamiento, extorsión, minería ilegal, trata de personas, narcotráfico. Su impacto en la seguridad nacional ha sido devastador, pues ha logrado infiltrar y construir alianzas con estructuras estatales y de gobierno, llegando a ampliar sus operaciones a nivel internacional. Por ello, cualquier intento de desarticulación de su estructura debe ir más allá de estrategias exclusivamente militares y considerar el diálogo como un mecanismo legítimo.

 

Nota recomendada: El rostro del fascismo contemporáneo en Colombia y sus peligros

El establecimiento de estas nuevas negociaciones responde a la urgencia de reducir la violencia en territorios donde el estado es débil o inexistente. En zonas de departamentos como Antioquia, Chocó y Córdoba, este grupo ha impuesto su ley mediante la intimidación y el terror, generando desplazamientos masivos y afectando gravemente la vida de comunidades indígenas, afrodescendientes y campesinas. La formalización del diálogo abre la posibilidad de establecer acuerdos que permitan desescalar el conflicto, proteger a las comunidades y su reinserción a la vida civil.

El diálogo y la negociación con esta organización no solamente debe busca desactivar la confrontación armada, sino también sentar las bases para una transformación de los territorios afectados por su presencia y dominio. Esto incluye la implementación de políticas de desarrollo rural, acceso a oportunidades laborales, programas de sustitución de economías ilícitas, fortalecimiento de la democracia participativa y de la institucionalidad. El Estado Social de Derecho debe emerger y fortalecerse en los territorios afectados, para salirle al paso al surgimiento de nuevas expresiones armadas.

A pesar de los beneficios potenciales, el proceso de diálogo con el Clan del Golfo seguramente enfrentará múltiples retos. Uno de los principales, puede ser el tema de si existe o no unidad de mano en la organización y la existencia o no de facciones internas con intereses divergentes. Asimismo, existen sectores de la sociedad que consideran que negociar con grupos de carácter narcotraficante podría sentar un precedente peligroso y debilitar la lucha contra el crimen organizado.

Sin embargo, la experiencia ha demostrado que la vía exclusivamente militar no ha logrado desmantelar la estructura del Clan del Golfo ni erradicar la violencia en los territorios bajo su influencia. Un enfoque integral, que combine la acción judicial con mecanismos de diálogo directo, la instalación de procesos  de participación que incluya a las comunidades afectadas y un programa ambicioso de implementación de los acuerdos, puede ser más efectivo en la construcción de una paz duradera.

La paz en Colombia no se logrará únicamente con operativos militares, la salida negociada es un elemento imprescindible que debe ir de la mano con soluciones políticas, sociales y económicas que ataquen las raíces del conflicto y permitan construir un país más justo y equitativo.

Luis Emil Sanabria D.

El rostro del fascismo contemporáneo en Colombia y sus peligros

En la Colombia del siglo XXI, los daños causados por el conflicto armado se hacen sentir en ciudades y regiones, se vislumbra un preocupante fenómeno, que la humanidad creía haber enterrado, se trata el resurgimiento de discursos y prácticas autoritarias que, bajo ciertas caretas, encarnan rasgos del fascismo. Este fenómeno, que se convierte en una tentación para todos los sectores políticos, lejos de ser un mero eco del pasado, se adapta a las nuevas realidades y desafíos políticos, amenazando la convivencia democrática y la pluralidad social que el país está construyendo.

El fascismo contemporáneo en Colombia se expresa a través de discursos espurios que exaltan la supremacía de ciertos grupos, representados en abolengos o riqueza económica, y minimizan la importancia de la diversidad cultural, ideológica y étnica. En un contexto de polarización política, algunos líderes y movimientos han regresado a la retórica chovinista y a la exaltación del orden y la disciplina, buscando movilizar a sectores de la sociedad insatisfechos y temerosos ante los cambios sociales. Esta estrategia, que combina el populismo con un lenguaje autoritario y patriotero, resulta especialmente peligrosa cuando se alimenta del resentimiento y de la sensación de exclusión e incumplimiento político.

 

Uno de los elementos clave del fascismo moderno es la creación de un “nosotros” -la gente de bien- versus “ellos” – los desadaptados- que divide a la sociedad. En Colombia, este fenómeno se ha intensificado mediante la utilización de redes sociales y medios de comunicación dominantes, donde mensajes simplificados y cargados de emotividad se viralizan con rapidez. La desinformación y las pseudoteorías ligadas a supuestos cambios en las reglas democráticas, actúan como catalizadores de un discurso que demoniza a grupos políticos, organizaciones sociales y especialmente a las víctimas del paramilitarismo y del Estado, al tiempo que ensalza la figura de un líder salvador, ya entrado en años, que promete nuevamente restaurar el orden a cualquier costo.

La emergencia de un discurso y un proceder fascista en Colombi, respaldado por corrientes mundiales que se expresan en América, representa una amenaza directa a nuestra aun débil democracia. La exaltación de la autoridad central y la minimización del pluralismo político pueden desembocar en un debilitamiento de las instituciones. Cuando el discurso autoritario se naturaliza, se corre el riesgo de ver restringidas las libertades fundamentales, como la libertad de prensa, la libertad de expresión y el derecho a la protesta pacífica, como es el caso de las acciones que se realizan en contra de los mensajes expresados en los murales que respaldan a las madres que buscan a sus hijos y familiares en la zona de la escombrera en Medellín.

El uso de retóricas cargadas de falsas verdades, de supuestas peticiones del pueblo violentas y excluyentes incrementa la posibilidad de confrontaciones sociales. En un país marcado por la corrupción, las profundas desigualdades y heridas históricas, la emergencia de ideologías extremas podría reavivar tensiones y generar un clima de hostilidad que favorecerá la aparición de nuevos conflictos a nivel local e incluso nacional.

La educación en valores democráticos, en reconciliación y paz, la promoción de espacios de diálogo, la construcción de puentes en la sociedad y la inclusión social son herramientas esenciales para contrarrestar los discursos de odio y autoritarismo, que parece que este gobierno ha olvidado. Es necesario fortalecer las instituciones democráticas y garantizar que la ciudadanía cuente con mecanismos efectivos para expresar sus desacuerdos y participar activamente en la vida política del país y en la toma de decisiones.

La resistencia al fascismo contemporáneo pasa por el compromiso de cada uno de los actores sociales y políticos para asegurar que la diversidad y el pluralismo sean vistos como fortalezas, y no como amenazas. Solo a través del diálogo, la educación y la participación activa se podrá evitar que el autoritarismo anide nuevamente en el corazón de la sociedad colombiana.

Luis Emil Sanabria D.

La Escombrera y el Catatumbo: Dos rostros de la tragedia en Colombia

En el amplio y desgarrador panorama del conflicto armado colombiano, la Comuna 13 de Medellín y el Catatumbo se erigen hoy como escenarios paradigmáticos de la violencia que ha marcado a generaciones. Ambos territorios, aunque distantes geográficamente y con dinámicas particulares, comparten el peso del olvido estatal, la impunidad y el sufrimiento de las víctimas y la población en general.

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La Escombrera, ubicada en la Comuna 13, se ha convertido en un símbolo de la crueldad del conflicto urbano en Colombia. Este lugar, uno de los botaderos de escombros más grandes de América Latina, oculta bajo toneladas de tierra y concreto los restos al parecer de cientos de desaparecidos durante las operaciones militares como «Orión» en 2002. Estas intervenciones, realizadas con el supuesto propósito de combatir a las milicias urbanas, derivaron en múltiples violaciones a los derechos humanos: ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas y desplazamientos masivos.

La Comuna 13 es un retrato de cómo las dinámicas de la guerra permean los barrios más vulnerables. Las desapariciones forzadas no solo buscan eliminar físicamente a personas señaladas, sino también enviar un mensaje de control y terror. A pesar de las luchas incansables de las víctimas y las organizaciones sociales, las excavaciones en La Escombrera han sido limitadas y tardías, reflejando un Estado incapaz —o renuente— de atender las demandas de justicia.

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A cientos de kilómetros, en la región del Catatumbo, otra tragedia se desarrollaba con características diferentes pero igual de dolorosas. Durante los últimos días, esta región ha sido escenario de enfrentamientos entre el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y las disidencias de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). La disputa por el control territorial, en una zona estratégica para los cultivos de coca y las rutas del narcotráfico, ha dejado una estela de muerte, desplazamientos masivos, delitos de lesa humanidad, infracciones al DIH y violaciones sistemáticas a los derechos humanos.

En el Catatumbo, los civiles han sido las principales víctimas. Las masacres, los reclutamientos forzados, el secuestro masivo, el confinamiento, los homicidios selectivos y los ataques indiscriminados han convertido a las comunidades en rehenes de la violencia armada, sumada a la ausencia de un Estado que garantice servicios básicos y protección, perpetúa el ciclo de violencias.

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Tanto en La Escombrera como en el Catatumbo, la impunidad sigue siendo el hilo conductor. En Medellín, las familias de los desaparecidos han enfrentado trabas legales, falta de voluntad política y negligencia institucional.

En el Catatumbo, a pesar de los acuerdos de paz con las FARC, los diálogos con el ELN y las disidencias, los efectos de la guerra siguen vigentes. Las disputas entre grupos armados persisten, mientras que las medidas de reparación y justicia para las comunidades apenas comienzan a implementarse.

A pesar de las diferencias en sus contextos y en el tiempo, ambas historias revelan el rostro de una Colombia que aún no logra cerrar las heridas del conflicto. Mientras que La Escombrera representa la violencia urbana asociada a las dinámicas de control estatal y paramilitar, el Catatumbo refleja la lucha por el territorio y los recursos en zonas rurales. Sin embargo, en ambos casos, las víctimas han sido las comunidades, sometidas al miedo, la ausencia de justicia y la indiferencia de un sistema que debería protegerlas.

El país enfrenta un reto monumental. Transformar estos lugares de dolor en símbolos de memoria y reconciliación. Esto implica no solo avanzar en la búsqueda de los desaparecidos y el esclarecimiento de la verdad, sino también garantizar condiciones para que ninguna comunidad, urbana o rural, vuelva a ser víctima de la violencia. La Escombrera y el Catatumbo nos recuerdan que la paz no es solo la ausencia de conflicto armado, sino la presencia de justicia, dignidad y reparación. Solo cuando logremos saldar esta deuda histórica, podremos empezar a construir una Colombia verdaderamente en paz.

Luis Emil Sanabria D.

Colombia: Un año de esperanza y el compromiso con la paz

El 2024 llega a su fin, y con él un año lleno de desafíos, aprendizajes y oportunidades para avanzar hacia un país más justo y en paz. La construcción de la paz en Colombia no ha sido una tarea fácil, pero cada paso dado nos acerca más al sueño colectivo de una nación reconciliada, equitativa y participativa.

Sin embargo, este cierre de año nos invita a reflexionar sobre algunos componentes de la construcción de paz. El 25 de mayo de 2025, por ejemplo, es una fecha que pudo marcar un antes y un después en nuestro camino hacia la paz duradera. Ese día estaba previsto que se firmara el cierre de la implementación del acuerdo #28 con el ELN, centrado en la participación de la sociedad. Este hito fundamental habría abierto las puertas hacia un proceso irreversible en los diálogos y en la transformación social del país.

 

El acuerdo #28 no es solo un compromiso técnico; representa una apuesta por un modelo de país donde la participación activa de las comunidades sea el eje de las decisiones políticas. Su implementación plena habría consolidado la confianza de las comunidades en las instituciones y reforzado la legitimidad de los diálogos, especialmente en momentos cruciales de reformas políticas y del sistema general de participación.

Es crucial que las partes en la mesa de negociación Gobierno Nacional – ELN realicen un esfuerzo real y profundo, pensando en las necesidades y anhelos del pueblo colombiano, y en el futuro político del país. De lo contrario, el diálogo corre el riesgo de deslegitimarse como un mecanismo expedito y efectivo para alcanzar un acuerdo que transforme las condiciones estructurales que perpetúan la violencia.

En el 2024, el contexto de los diálogos se complica profundamente y se cuestiona por diversos sectores sociales, debido a las dificultades con unos frentes del llamado Estado Mayor Central de las FARC, su decisión de continuar una estrategia de lucha ligada a acciones terroristas, al narcotráfico y a la minería ilegal, entre otras, llevaron al rompimiento definitivo de los diálogos con dichos frente. A pesar de los obstáculos, se han mantenido activos los diálogos con las disidencias de las FARC que cuentan con reconocimiento político, lo que constituye un logro importante para la búsqueda de soluciones negociadas y sostenibles.

A nivel urbano, las mesas de diálogo en Medellín, Buenaventura y Quibdó han demostrado avances significativos. Estos espacios han permitido abordar las problemáticas locales desde una perspectiva participativa, generando soluciones que responden a las necesidades de las comunidades urbanas más afectadas por la violencia. Estos logros son un ejemplo de que la paz no solo se construye en las mesas nacionales, sino también en los territorios; sin embargo, las comunidades siguen alzando su voz solicitando mayores espacios de participación y mecanismos que prevean desde ya el acogimiento a los y las futuros hombres y mujeres de paz.

En este escenario, también se hace urgente continuar avanzando en el establecimiento de diálogos con las estructuras paramilitares, cuyas actividades continúan siendo la mayor amenaza para la estabilidad y seguridad de muchas regiones. Estos actores, aunque diferentes en su naturaleza y motivaciones, deben ser incluidos en una estrategia integral de paz que aborde todas las dimensiones del conflicto colombiano.

Un elemento preocupante ha sido la débil participación de la sociedad civil en rodear el proceso de paz y en incidir para que se mantengan los diálogos. La exigencia del respeto al Derecho Internacional Humanitario, especialmente en temas relacionados con el reclutamiento de menores, el confinamiento, el secuestro, las amenazas y los asesinatos a líderes y lideresas sociales, ha sido insuficiente. Además, las organizaciones y sectores que trabajan por la paz no han contado con el respaldo y apoyo necesarios para mantener un movimiento por la paz activo, cohesionado y autónomo frente a las partes.

No se ha logrado desatar una gran campaña nacional coordinada a todo nivel, en todos los escenarios y con todos los actores, que instale con más fuerza una cultura de paz en el imaginario colectivo. Esto constituye un reto urgente que debe abordarse para que la paz no solo sea un acuerdo firmado, sino una realidad vivida y construida de manera colectiva.

El próximo año será decisivo. Las reformas deben materializarse con un enfoque que garantice la inclusión, la transparencia y la equidad, mientras que la reforma del sistema general de participación debe priorizar el fortalecimiento de los territorios y el reconocimiento de sus particularidades. Cada paso en estas direcciones no solo será un avance técnico, sino también una afirmación de que la paz es posible y necesaria.

A medida que cerramos este año, invitamos a todos los colombianos a mantener viva la esperanza y a trabajar juntos por un futuro mejor. La paz es un proceso que requiere paciencia, voluntad y acción colectiva. Que el 2025 sea un año de grandes avances, de diálogo sincero y de pasos firmes hacia una Colombia que pueda vivir sin miedo, sin exclusión y sin violencia.

¡Que el nuevo año traiga consigo la paz que todos soñamos!

Luis Emil Sanabria

¿Ha degenerado el conflicto armado interno en sólo criminalidad organizada?

El conflicto político armado entre la institucionalidad colombiana y los sectores que optaron por la insurgencia o la resistencia armada, como vía para cambiar al Estado, pareciera estar llegando a su fin. Más de 60 años de confrontación, han agotado generaciones enteras de luchadores sociales o políticos que optaron por la equivocación de la guerra, mientras la institucionalidad degradó el conflicto con acciones genocidas practicadas por cuerpos francos paramilitares y otras formas violentas de daño a los insurgentes y a la población civil afectada.

Luego del acuerdo con las ex-FARC, los grupos que no se acogieron a ese acuerdo, los entrampados por el incumplimiento y las guerrillas del ELN, no han podido convencer al pueblo colombiano de que aún persiguen ideales de cambio social, de transformación política y menos que estarían interesados en abandonar las violencias y sus consecuencias sobre los territorios afectados, para pactar una solución negociada que fortalezca los cimientos de una paz duradera y culmine con la dejación de armas.

 

Por largos periodos se muestran más interesados en comportarse como señores de la guerra, enseñoreados en los territorios y sobre las gentes. No parecieran encontrar salidas en los fundamentos políticos de un acuerdo de paz y se aferran a los fierros convirtiendo un instrumento de guerra, en un objetivo en sí mismo. Creen demostrar algún nivel de poder frente al Estado y se disputan procederes de delincuencia común con las llamadas bandas criminales que son ahora el gran motivador de los repartos territoriales y de las rutas del narcotráfico, entre otras.

El Derecho Internacional Humanitario (DIH) reconoce que, en el contexto de un conflicto armado no internacional, los actores pueden tener motivaciones políticas legítimas, lo que habilita los diálogos y negociaciones como vía para la resolución del conflicto; sin embargo, este reconocimiento no es absoluto. Para que un Grupo Armado Organizado sea considerado como una fuerza política con legitimidad para negociar, su comportamiento debe ajustarse a normas básicas del DIH, como la protección de civiles, el respeto por los bienes indispensables para la supervivencia de la población y la no utilización de métodos de combate prohibidos.

El derecho a la rebelión, consagrado en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, establece que los pueblos tienen derecho a levantarse contra la opresión cuando no existen vías democráticas para el cambio. Aunque nuestra democracia sigue teniendo serias imperfecciones, como que la participación ciudadana con poder decisión no ha adquirido el reconocimiento necesario; no se garantiza el goce pleno de los Derechos Humanos; se reportan altas tasas de pobreza monetaria y multidimensional; esto no significa que todos los canales democráticos estén cerrados.

El conflicto armado en Colombia, que durante décadas tuvo un claro componente político desde la rebelión insurgente, sigue transitando hacia una dinámica donde predominan los intereses económicos y criminales. Adicionalmente, las estrategias desarrolladas o manifestadas por los grupos guerrilleros no contemplan con claridad una ruta política y social más o menos coherente con su desempeño territorial, para transformar estas realidades. Si esto es cierto y los grupos siguen empecinados en continuar por la ruta de la lumpenización, se generarían grandes desafíos para la sociedad colombiana, los gobiernos y el Estado.

Los diálogos con actores armados deben mantenerse e incentivarse, pues siempre serán la mejor vía, y tal vez la única, para cerrar el ciclo de violencia armada. Será necesario e igual de importante, debilitar el negocio ilegal de la cocaína y los precursores, mejorar los programas de sustitución de cultivos de coca, insistir en la legalización del comercio del alcaloide, y combatir la minería ilegal mientras se fomenta la formalización de la minería ancestral y tradicional con un esquema que recupere la comercialización exclusiva del oro para el Estado.

Se requiere un nuevo modelo institucional en el territorio, que integre la persecución de las estructuras delincuenciales, cero tolerancia a la corrupción, el fortalecimiento de la organización social, la movilización y la participación ciudadana, y el desarrollo de procesos basados en la equidad, la justicia social y la democracia. Solo así podrá emerger y consolidarse el Estado en los territorios históricamente marginados. El nuevo acto legislativo para el Sistema General de Participación y la Ley de Competencias son una oportunidad significativa para avanzar en este propósito, siempre y cuando se promueva la planeación participativa y el control social.

Luis Emil Sanabria D

Derechos humanos ¿un Gobierno a la altura del reto?

La historia reciente de Colombia está marcada por la valentía de sus lideresas y líderes sociales y defensores de derechos humanos, quienes, a pesar de las amenazas y la violencia sistemática, continúan alzando sus voces en defensa de las comunidades más vulnerables y del medio ambiente; Sin embargo, la respuesta del Estado colombiano y del Gobierno Nacional a esta crisis ha sido, en el mejor de los casos, insuficiente y, en el peor, negligente.

El 29 de noviembre pasado, las Plataformas de Derechos Humanos, junto a organizaciones sociales y procesos autónomos de la Mesa Nacional de Garantías, expresaron su profundo rechazo a la falta de voluntad política que ha llevado al aplazamiento de la sesión convocada de dicha Mesa. Este hecho que se ha repetido en dos ocasiones no es aislado; refleja un patrón de desidia y de evasión de responsabilidades por parte de altos funcionarios como el Consejero Comisionado de Paz, el Ministro del Interior y la Procuradora General de la Nación.

 

El contexto es alarmante. Según cifras de Indepaz, en lo que va del año, se han registrado 69 masacres en Colombia, dejando un saldo de más de 243 víctimas, muchas de ellas líderes sociales y defensoras de derechos humanos. Además, organizaciones internacionales como Human Rights Watch y la CIDH han señalado un aumento en las agresiones a defensores, con más de 170 asesinatos reportados en 2024. Esta realidad es el reflejo de un estado de cosas inconstitucional declarado por la Corte Constitucional en la sentencia SU-546 de 2023, debido a la grave y generalizada violación de los derechos humanos de las personas defensoras, y de líderes y lideresas sociales.

Pese a la gravedad de esta situación, desde julio de este año, cuando se llevó a cabo la única sesión de la Mesa Nacional de Garantías realizada durante el mandato del Presidente Petro, el Gobierno Nacional no ha mostrado interés en dar continuidad a este espacio de concertación, violando la periodicidad trimestral ordenada por la Corte. Este incumplimiento no solo desacata una decisión judicial, sino que desconoce las recomendaciones de organismos internacionales como el Relator de la ONU para los Derechos Humanos.

La Procuraduría General de la Nación y la Defensoría del Pueblo, organismos clave en la garantía de derechos, han mostrado graves deficiencias. Mientras la Procuraduría limita su actuación a casos documentales, la Defensoría, en regiones como Huila y Risaralda, aún no cumple con su rol como Secretaría Técnica del proceso de garantías. Estas falencias son inadmisibles cuando las vidas de cientos de personas defensoras de derechos humanos, ambientalistas y constructoras de paz, están en riesgo.

El Gobierno Nacional, que ha impulsado la política de “paz total” como bandera de su gestión, ha demostrado una incoherencia preocupante. La ausencia del Consejero Comisionado de Paz y del Ministro del Interior en la sesión de la Mesa Nacional de Garantías refleja un desinterés en evaluar los impactos de esta política en la protección de líderes y lideresas sociales y de sus organizaciones. La paz no puede construirse sobre la indiferencia hacia quienes trabajan en los territorios más afectados por el conflicto y hacia quienes desde las redes, plataformas, organizaciones sociales, rodean y respaldan esta labor.

El Gobierno del Presidente Gustavo Petro llegó al poder con la promesa de transformar la relación entre el Estado y los movimientos sociales; sin embargo, su gestión ha perpetuado prácticas de exclusión, instrumentalización y desarticulación que obstaculizan la construcción de políticas efectivas de protección. El movimiento social exige garantías a la vida y a la permanencia en el territorio. La comunidad internacional, representada por el Sistema de Naciones Unidas, ha mostrado su apoyo al Proceso Nacional de Garantías, pero es responsabilidad del Gobierno Nacional garantizar la vida y seguridad de sus ciudadanos.

Los puntos propuestos por las organizaciones para transformar el modelo de protección —como la implementación de medidas de prevención, el fortalecimiento de programas de protección colectiva y la rendición de cuentas de los agentes estatales— son esenciales para evitar una crisis humanitaria aún mayor. El mensaje de las organizaciones sociales es claro y el tiempo se agota. La convocatoria inmediata de la Mesa Nacional de Garantías y la presencia de los altos funcionarios del Estado no son negociables; son una obligación legal y moral.  

Si el Gobierno Nacional sigue ignorando este clamor, no solo estará fallando en su deber, sino que se convertirá en cómplice de las tragedias que podrían evitarse. Colombia no puede permitirse un Estado ausente en momentos de crisis. Es hora de que el Gobierno Nacional asuma su responsabilidad y dé pasos concretos hacia la construcción participativa de políticas, que nos permitan avanzar hacia un país donde defender derechos y construir paz no sea una sentencia de muerte.

Luis Emil Sanabria D.