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Confidencial Noticias 2025

Etiqueta: Luis Emil Sanabria

América Latina frente a la amenaza de una nueva injerencia gringa

Las recientes operaciones de bombardeo contra pequeñas embarcaciones, que ya dejan más de ochenta personas asesinadas, junto con las amenazas de ingreso a territorio continental por parte de Estados Unidos, han encendido una preocupación legítima en América Latina y el Caribe. Estas acciones reproducen un patrón histórico de intervenciones que han causado graves daños en diversas regiones del mundo y vuelven a poner en duda el respeto a la soberanía de los pueblos.

Ante este escenario surge una pregunta que no puede ignorarse. ¿Quién le dio a Estados Unidos y con qué moral el derecho a decidir el presente y el futuro de los pueblos del mundo? Ninguna nación tiene la autoridad ética para imponerse sobre otra y mucho menos un país cuya larga lista de intervenciones militares ha dejado huellas profundas de destrucción y dolor.

 

La historia reciente confirma que la injerencia externa no ha traído paz ni estabilidad. Irak quedó devastado tras una intervención que prometía democracia. Afganistán terminó en un desastre humanitario que costó miles de vidas y concluyó sin que se resolvieran los problemas que supuestamente se iban a combatir. Libia fue empujada al caos y perdió su estructura estatal. En América Latina, Panamá y las naciones centroamericanas aún sufren las heridas que dejaron las incursiones militares que nunca atendieron las causas profundas de sus conflictos.

El continente ha defendido con persistencia el derecho a la autodeterminación. No es un anhelo romántico. Es una conquista histórica que sostiene la dignidad de los pueblos y que garantiza que cada nación pueda decidir su propio destino sin la sombra de potencias extranjeras tratando de imponer soluciones ajenas. Proteger este principio es un acto de responsabilidad colectiva con la memoria, con el presente y con el futuro.

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Resulta preocupante ver a ciertos líderes políticos del continente apoyar la posibilidad de una intervención militar estadounidense en el Caribe. No hablan por la prudencia ni por la paz. Suelen ser los mismos que se han opuesto de manera sistemática a los cambios estructurales necesarios para superar la pobreza, la exclusión y la inequidad que alimentan la violencia. Muchos de ellos han tenido cercanía con narcotraficantes, redes de corrupción o actores armados ilegales que se benefician de la inestabilidad política y del debilitamiento de los Estados. No buscan soluciones. Buscan preservar privilegios.

Estados Unidos insiste en justificar sus acciones en nombre de la lucha contra las drogas. Sin embargo su política antidrogas ha mostrado un fracaso rotundo durante más de cincuenta años. En vez de enviar portaviones, submarinos, tropas y aeronaves a nuestras aguas, debería revisar con honestidad el costo económico y humano de su maquinaria militar. Con lo que vale mantener esa flota gigantesca podría financiarse un programa capaz de enfrentar las causas estructurales que alimentan el narcotráfico en la región.

Esas causas no están en los campesinos cocaleros ni en los trabajadores que producen pasta básica en laboratorios clandestinos. Ellos son víctimas de una industria ilegal que tiene sus centros de poder en los países desarrollados. Allí están el consumo masivo, la demanda inagotable, el lavado de activos, la producción y venta de insumos, y la sofisticación financiera que sostiene el negocio. La raíz del problema no está en las montañas empobrecidas donde las comunidades solo buscan sobrevivir. Está en los mercados del norte que mantienen viva la cadena global del narcotráfico.

La región necesita abrir un debate distinto. Estados Unidos debe dejar atrás el discurso de la guerra y construir junto a América Latina un enfoque antidrogas basado en evidencia y no en prejuicios. Ese enfoque debe poner en el centro la regulación y legalización del comercio y la venta de cocaína. La prohibición solo fortalece a las mafias y perpetúa la violencia. Regular y legalizar permitiría quitar poder a las redes criminales, reducir la corrupción, mejorar la seguridad y tratar el consumo como un asunto de salud pública.

Este camino exige valentía política y un liderazgo dispuesto a abandonar las fórmulas que han fracasado durante décadas. También requiere cooperación internacional y un compromiso real con la vida y la dignidad de las comunidades afectadas. Es una ruta más humana, más racional y más coherente con la necesidad de romper definitivamente el ciclo de violencia.

América Latina merece respeto. No necesita flotas militares patrullando sus costas ni amenazas disfrazadas de solidaridad. Necesita que le devuelvan un poco de lo que se han llevado las potencias del norte, justicia global, programas sociales de largo plazo y un reconocimiento pleno de su derecho a decidir su propio rumbo. La soberanía no es una consigna vacía. Es el fundamento de la convivencia pacífica entre las naciones y la garantía de que los pueblos puedan construir su futuro sin imposiciones externas.

Defender la autodeterminación no es estar en contra de ningún país. Es afirmar la dignidad del continente y su vocación de paz. Frente a cualquier intento de intervención, América Latina debe mantener una postura firme y unida. La estabilidad, la libertad y el futuro del continente dependen de este compromiso colectivo con la paz, la soberanía y la justicia social.

Luis Emil Sanabria D.

Un Frente Amplio para ahogar las violencias

Colombia atraviesa un momento decisivo en el que la unidad de las fuerzas democráticas del país se vuelve indispensable para fortalecer el cambio iniciado. La izquierda, el liberalismo progresista, la socialdemocracia y el socialismo democrático comparten hoy una responsabilidad histórica que ya no admite aplazamientos. La unidad abre la puerta para profundizar el cambio progresista, dignificar la vida, defender la soberanía y ampliar la democracia. Esa unidad compromete asumir de manera consciente la responsabilidad de trabajar por un presente y un futuro de nación colectiva e incluyente, en el que todas las personas y todos los territorios se sientan parte de un mismo proyecto compartido.

El país necesita un Frente Amplio que confronte de manera decidida la violencia y las políticas que debilitan el Estado, mercantilizan los derechos, precarizan el trabajo y destruyen la cohesión social. Este modelo que convierte la tierra, el agua, el aire, la educación, la salud y los bienes comunes en mercancías y condena a millones a la pobreza y la exclusión. Frente a este panorama, se requiere un proyecto que defienda las tesis redistributivas, recupere lo público como bien común y reorganice la economía en función de la vida y de la justicia social. Dar continuidad al cambio progresista implica transformar desde la raíz la estructura económica que sostiene la desigualdad y hacerlo con una visión de nación que incluya a las mayorías y no solo a unos pocos.

 

La unidad tiene que convertirse en una estrategia política y organizativa de largo plazo. Es preciso que el Frente Amplio se consolide a partir de la unidad para las elecciones presidenciales, pero no puede limitarse a un acuerdo temporal. Las fuerzas que lo integren deben continuar su proceso más allá de los calendarios electorales, con el fin de construir un programa político, pedagógico y cultural estratégico, capaz de ganar la voluntad de las mayorías, disputar el sentido común, dialogar con la sociedad y demostrar con claridad que la justicia social, la paz y la democracia intensa son el camino para un país con dignidad. Este esfuerzo ha de concebirse como un compromiso generacional con la construcción de un proyecto de nación colectiva, incluyente y solidaria, que convoque a las nuevas generaciones.

Uno de los pilares de este proyecto consiste en reconstruir o generar la presencia del Estado desde y en los territorios históricamente excluidos. Numerosas regiones de Colombia han vivido bajo el abandono institucional o bajo la autoridad de poderes ilegítimos. En esos vacíos surgió y se fortaleció la violencia armada. Por eso, hay que promover que el Estado y la democracia emerjan desde los territorios, incluidos los territorios de los pueblos étnicos, sus gobiernos propios y sus espiritualidades ancestrales. La nación no estará completa mientras los pueblos étnicos no sean reconocidos plenamente como actores fundamentales en la construcción de la paz, la defensa de la naturaleza, la armonía territorial y la soberanía cultural.

La paz se repara o construye con la diversidad cultural y espiritual del país. La superación de la violencia armada exige combinar seguridad humana, igualdad social, desarrollo sostenible y participación efectiva. La violencia se derrota cuando la democracia se expande y cuando el Estado se fortalece con justicia, bienestar, cultura, educación, salud, vías y alternativas económicas. Allí donde la ciudadanía participa y decide, la confrontación violenta alimentada por el narcotráfico, la corrupción, la minería ilegal y el tráfico de armas pierde sentido y la sociedad recupera su horizonte de futuro.

Es imprescindible que la planeación nacional recupere su papel central en la definición de los grandes rumbos del país. Colombia alcanzará la paz y la soberanía si avanza hacia un modelo de desarrollo sostenible que ordene el territorio alrededor del agua, proteja la biodiversidad, enfrente el cambio climático y garantice la soberanía alimentaria. La transición energética justa, la restauración ambiental y el fortalecimiento de las economías populares, comunitarias y solidarias deben convertirse en objetivos permanentes del proyecto nacional.

Una sociedad democrática de nuevo tipo exige una descentralización real acompañada de recursos suficientes. Los territorios requieren poder decisorio y mecanismos de participación directa capaces de vincular sus decisiones a las políticas públicas. La democracia necesita dejar de ser un ritual y transformarse en una práctica cotidiana que incida de manera efectiva en la vida de las mayorías. Un presente y un futuro de nación colectiva e incluyente implican que las decisiones no permanezcan concentradas en las capitales, sino que se construyan con las voces de los territorios y con las comunidades que han sido históricamente silenciadas.

Para ganar las elecciones y avanzar en un proyecto nacional transformador, la unidad requiere grandeza, coherencia programática y visión estratégica. La izquierda y las fuerzas progresistas necesitan superar los personalismos y los cálculos inmediatos, reconociendo que las coincidencias tienen un peso mucho mayor que las diferencias. La patria reclama madurez, liderazgo y claridad de propósito. Cuando hay división, el país retrocede. Cuando hay unidad, la democracia avanza. La responsabilidad de construir un presente y un futuro incluyente también recae en la ciudadanía organizada, en los movimientos sociales y en todas las personas convencidas de que otra Colombia es posible.

Esta es la hora del Frente Amplio. La hora de ahogar el neoliberalismo, la corrupción y la violencia armada con más democracia. La hora de construir Estado desde las regiones excluidas y con los pueblos étnicos como protagonistas. La hora de enfrentar el cambio climático y defender la naturaleza como fundamento de la vida. La hora de profundizar el cambio progresista y abrir el camino hacia una sociedad justa, soberana, colectiva e incluyente, en paz consigo misma y con su diversidad. El país lo necesita y la historia lo exige.

Luis Emil Sanabria D.

La puerta a la paz que algunos quieren cerrar

La discusión nacional sobre la jurisdicción agraria revela, una vez más, la profundidad de nuestro conflicto territorial y político. Colombia ha cargado durante décadas el peso de la desigualdad en la propiedad de la tierra, la concentración desmedida, el despojo sistemático, el desplazamiento forzado y la ausencia de un árbitro judicial especializado que permita resolver los conflictos rurales con justicia, prontitud y conocimiento del territorio. La jurisdicción agraria no es un capricho ni un invento reciente. Es una deuda histórica con el campesinado, los pueblos étnicos y las comunidades rurales que han vivido entre la informalidad jurídica y la violencia armada.

La reforma rural integral pactada en el Acuerdo Final de 2016 planteó una hoja de ruta para transformar el campo, cerrar brechas, democratizar la tierra y garantizar oportunidades productivas que impidan que los jóvenes rurales sigan marchándose o cayendo en manos de economías ilegales. Nada de eso será real sin un sistema judicial agrario fuerte, especializado, cercano a los territorios y capaz de resolver los miles de conflictos que tienen en suspenso la seguridad jurídica y la vida de quienes habitan el campo. La jurisdicción agraria es, en esencia, la llave que abre la puerta para que la reforma rural siga su camino con más certezas que incertidumbres y se convierta en realidad para millones de colombianos y colombianas.

 

Sin embargo, algunos sectores políticos, económicos y gremiales han emprendido una campaña de desprestigio contra esta jurisdicción. Alegan que generará inseguridad jurídica, que afectará la propiedad privada o que es innecesaria. Estas afirmaciones ignoran que la mayor inseguridad jurídica hoy la sufren precisamente campesinos, resguardos indígenas y consejos comunitarios que no cuentan con títulos, que enfrentan litigios interminables o que han sido víctimas de la violencia y del despojo. También ignoran que el Estado colombiano tiene obligaciones constitucionales y acuerdos internacionales que respaldan la necesidad de una justicia agraria especializada y accesible.

La oposición a esta jurisdicción parece responder menos a argumentos técnicos y más a intereses particulares que temen perder privilegios. La concentración de la tierra en Colombia también se ha mantenido porque la justicia ordinaria ha sido lenta, lejana y muchas veces incapaz de comprender las dinámicas rurales. Una jurisdicción especializada, con jueces formados en derecho agrario, en enfoque territorial y en protección de derechos colectivos, permitiría equilibrar la balanza y generar confianza en la institucionalidad. Eso es justamente lo que temen algunos sectores que han lucrado de la desigualdad histórica en el campo.

El daño que esta oposición le hace a la paz de Colombia es profundo. La paz territorial no puede construirse si los conflictos por la tierra siguen sin resolverse, si persiste la informalidad que afecta al campesinado y si las comunidades étnicas continúan esperando decisiones judiciales que garanticen seguridad sobre sus territorios. La ausencia de justicia agraria alimenta la desesperanza, facilita el avance de economías ilegales y crea las condiciones para que los grupos armados sigan reclutando jóvenes y disputando el control de los territorios.

La jurisdicción agraria no es un riesgo para el país. Es una oportunidad. Una oportunidad para resolver los conflictos de manera pacífica, para proteger la producción campesina, para ordenar el territorio de forma sostenible y para avanzar en el cumplimiento del Acuerdo de Paz. También es una oportunidad para que Colombia pueda convertirse en un referente de campo productivo, de justicia rural y reparación histórica.

La paz de Colombia no se construye sobre discursos vacíos ni mediante el bloqueo de reformas indispensables. Se construye reconociendo que la tierra y el territorio están en el corazón de las violencias armadas locales y que sin justicia en el campo no habrá paz duradera. Quienes hoy se oponen a la jurisdicción agraria cargan con la responsabilidad histórica de impedir un avance fundamental para la reconciliación nacional. La patria espera otra cosa. Espera compromiso con la verdad, con los principios constitucionales, con los derechos de las comunidades rurales y con la construcción de un futuro donde la paz sea una realidad y no una promesa aplazada.

La jurisdicción agraria es mucho más que un ajuste técnico del Estado. Es una apuesta profunda por la vida y la dignidad, por la justicia que históricamente se le ha negado al campo y por la reconciliación que Colombia necesita con urgencia. Su implementación representa un paso inaplazable para sanar heridas, ordenar el territorio con equidad y construir un país donde los conflictos por la tierra se resuelvan con derechos y no con violencia. Por eso preocupa el daño que generan quienes se oponen difundiendo la idea de que esta jurisdicción será una carga económica imposible de asumir. Nada hay más costoso que la guerra, el despojo, el desplazamiento y la violencia que durante décadas han tenido su origen precisamente en la ausencia de justicia rural. Alegar inviabilidad financiera es cerrar los ojos ante la verdad del país y bloquear una reforma que podría evitar nuevos ciclos de violencia armada.

La sociedad colombiana debe movilizarse alrededor de esta causa que es de todos y todas. Campesinos, empresarios, comunidades étnicas, organizaciones sociales, academia, iglesias, juventudes y ciudadanía urbana pueden y deben unirse para defender una justicia territorial que garantice seguridad jurídica, convivencia pacífica y oportunidades para las nuevas generaciones. La paz no nacerá de la inercia ni del miedo, sino de decisiones valientes y del compromiso colectivo. La jurisdicción agraria es una de las llaves para abrir la puerta de un futuro diferente y su defensa nos convoca a construir, entre todos, la Colombia justa y pacífica por la que tanto hemos luchado.

Luis Emil Sanabria D.

La democracia no se destripa

La campaña electoral ha reactivado a quienes han convertido el miedo en su principal argumento político. Sectores políticos repiten viejos libretos que anuncian que “el país cayó en manos del narcotráfico socialista”, que “están restringiendo las libertades”, que “la fuerza pública está amarrada”, o que “el comunismo avanza disfrazado de cambio”. Son frases diseñadas para agitar emociones básicas, no para construir un debate serio. A esto se suma la estrategia de etiquetar a cualquier contradictor como “castrochavista”, “extremista” “guerrillero” o “enemigo de la patria”, categorías que buscan deslegitimar, no dialogar.

Estas narrativas no son simples excesos de campaña. Tienen efectos concretos en la vida de las personas. Alimentan un clima de intimidación que golpea a líderes y lideresas sociales, a organizaciones comunitarias, a defensores ambientales y pueblos étnicos, entre otros. Cuando un candidato promete “mano dura” sin explicar cómo se protegerán los derechos humanos, envía un mensaje peligroso que puede justificar abusos. Cuando otro plantea que “hay que barrer con todas las reformas”, sin analizar sus causas ni proponer alternativas, profundiza la polarización y frena la construcción de acuerdos básicos.

 

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Se ha dicho que los diálogos de paz son una “entrega del Estado a los bandidos”, pese a que los territorios más golpeados por la guerra llevan décadas exigiendo soluciones negociadas. Incluso se acusa a los pueblos indígenas de “frenar el desarrollo” cuando defienden sus derechos ancestrales. Han aparecido candidatos que, lejos de contribuir a un debate democrático, recurren a expresiones que llaman a “destripar”, “sacar del camino” o incluso “eliminar a la izquierda”, como si la diferencia ideológica fuera un delito y no una expresión legítima de una sociedad plural. Ese lenguaje, desconoce la historia de un país donde miles de personas han sido perseguidas, asesinadas o desaparecidas precisamente por sus ideas.

Colombia necesita una política que invite a reflexionar, no a odiar. Una política basada en propuestas reales para enfrentar el hambre, la desigualdad, la crisis climática, el narcotráfico, la corrupción y la violencia armada. Quienes aspiran a gobernar deben asumir la responsabilidad ética de cada palabra. La palabra pública nunca es neutra. Puede proteger o puede destruir.

Rechazar la narrativa del enemigo no implica negar las diferencias, implica reconocer que ningún proyecto democrático se funda en el odio. La democracia exige respeto, diálogo y la capacidad de escuchar sin convertir al otro en traidor. Colombia necesita superar la tragedia de sus polarizaciones pasadas y presentes.

Para romper este círculo vicioso, los sectores democráticos y progresistas deben trabajar por una campaña limpia que recupere la dignidad de la política. No pueden caer en la trampa de responder con el mismo tono agresivo. La provocación está diseñada para arrastrarlos a un terreno donde las ideas se diluyen y solo queda el golpe retórico. La fuerza democrática radica en la serenidad, la coherencia y la capacidad de ofrecer soluciones reales.

En este momento decisivo es fundamental hacer un llamado directo a las víctimas del conflicto armado, quienes durante décadas han cargado sobre sus hombros el dolor, la resistencia y la lucha por la verdad. Las curules de paz deben quedar en manos de hombres y mujeres que defienden con firmeza los derechos a la verdad, la justicia, la reparación y la no repetición, no en manos de quienes buscan usar ese espacio para intereses personales, reproducen lógicas clientelistas o incluso justifican los relatos de los victimarios. La representación de las víctimas debe ser un instrumento para transformar los territorios más golpeados, proteger a las comunidades y fortalecer la construcción de paz.

Es imprescindible pedir responsabilidad a los llamados “influencers” políticos. Quienes tienen audiencias masivas deben dejar de llenar las redes con frases vacías, medias verdades o provocaciones virales. Si deciden intervenir en la vida pública, sus mensajes deben tener contenido sólido, datos verificables y compromiso con el bien común. Los medios de comunicación, por su parte, deben dejar de amplificar mensajes de odio, exageraciones o falsedades por obtener audiencia rápida. Su responsabilidad es abrir espacios para el análisis riguroso, la verificación y la deliberación informada. La política del titular fácil y el meme incendiario está vaciando el debate y confundiendo a la ciudadanía.

La ciudadanía también tiene un papel decisivo. Es urgente aprestarnos a denunciar la compra de votos, el constreñimiento, las presiones clientelistas y cualquier forma de corrupción electoral. Es necesario examinar con lupa cada propuesta, cada promesa y cada trayectoria. El voto informado es un acto de defensa de la democracia. Una campaña limpia no es ingenuidad. Es una apuesta por la dignidad nacional, por la vida y por un clima político capaz de tramitar diferencias sin odio. Colombia merece una discusión honesta, responsable y profundamente humana. Solo así será posible abrir un camino de esperanza, democracia y paz para el país.

Luis Emil Sanabria D.

Cuidar al que enseña, deber de la Nación

Durante décadas el magisterio colombiano ha sido la columna vertebral de la educación pública y, al mismo tiempo, uno de los sectores más golpeados por la desatención estatal. Las maestras y los maestros educan, orientan y acompañan generaciones enteras, pero también enfrentan un sistema que los obliga a luchar una y otra vez por derechos elementales como la salud, la estabilidad laboral y el respeto a su labor. A pesar de contar con un régimen especial de salud, este ha sido desnaturalizado y convertido en un espacio de negocio para intermediarios que se lucran con los recursos públicos mientras miles de docentes padecen la falta de atención, el desabastecimiento de medicamentos y el abandono en las zonas rurales.

El régimen especial nació como un reconocimiento al esfuerzo físico, emocional y social que implica enseñar en una patria atravesada por la desigualdad, la violencia y la precariedad. Sin embargo, la corrupción, la ineficiencia y la falta de voluntad política lo han convertido en un sistema que castiga a quienes más lo necesitan. Las demoras interminables, las autorizaciones absurdas y el peregrinaje para recibir atención médica son una afrenta a la dignidad de quienes dedican su vida a formar ciudadanos y ciudadanas.

 

A esta injusticia se suma la negación del derecho a la protesta. Cada vez que el magisterio decide ejercer su legítimo derecho a la huelga, se le obliga a reponer en días de descanso las horas dedicadas a manifestarse por sus derechos. Así ocurrió con la jornada del pasado 30 de octubre, cuando cientos de maestras y maestros salieron nuevamente a las calles para exigir un servicio de salud digno, un trato respetuoso y el cumplimiento de los compromisos estatales. En lugar de escuchar sus reclamos, la Alcaldía de Bogotá emitió una circular ordenando reponer las horas empleadas en la movilización, desconociendo que la protesta social es un derecho fundamental protegido por la Constitución y no un delito que deba ser sancionado.

El magisterio colombiano también ha sido víctima de una constante estigmatización por parte de sectores políticos y económicos ligados a la ultraderecha que buscan deslegitimar su labor social. Estos sectores intentan convertir la educación en un negocio privado, negando el derecho universal al conocimiento y debilitando la función social de la escuela pública. En su discurso, el maestro es presentado como un obstáculo para el desarrollo o como un agitador político, cuando en realidad ha sido un defensor incansable de la vida, la paz y la justicia social.

Por eso es necesario defender a FECODE y a los sindicatos locales que resisten contra la privatización del derecho a la educación. Ellos representan la voz colectiva del magisterio, la conciencia crítica de una nación que todavía cree en la escuela pública como espacio de libertad y transformación. Gracias a su lucha, Colombia no ha perdido del todo la idea de que educar no es un negocio, sino un deber ético y una responsabilidad del Estado.

El derecho de los docentes a prepararse, a mejorar sus capacidades y a acceder a una formación continua es también una obligación estatal. Formar bien a quienes educan significa elevar la calidad de la enseñanza, fortalecer la democracia y construir ciudadanía. Del mismo modo, el Estado debe asumir plenamente la nómina de los docentes contratados, garantizando estabilidad laboral, igualdad de condiciones y dignidad profesional en todo el territorio nacional.

Defender la cátedra de historia, de democracia y de derechos humanos es esencial para construir un ser humano nuevo, comprometido con la vida, el respeto, los valores y la justicia social. No se puede hablar de una educación de calidad si se eliminan los espacios de reflexión sobre la memoria, la ética y la convivencia. La educación debe formar sujetos críticos y solidarios, no consumidores pasivos de información.

En este horizonte se hace indispensable avanzar hacia la declaratoria de todas las instituciones educativas, en todos los niveles, como Territorios de Paz y Convivencia. La escuela debe ser el primer espacio donde se aprenda a ser y a convivir, donde la palabra sustituya la violencia y el respeto se convierta en el eje de la vida colectiva. Construir una cultura de paz desde la infancia no es una utopía, es una necesidad histórica para sanar las heridas de un país que ha vivido demasiado tiempo bajo el daño de la violencia armada.

Cuidar al que cuida debería ser un compromiso de todos y todas las colombianas. No se trata de un privilegio sino de un acto de justicia con quienes han dedicado su vida a enseñar y a sembrar futuro. Defender al magisterio es defender la educación pública, la democracia y la esperanza de un país más justo e igualitario. Porque cuando se cuida a los que educan, se protege también la posibilidad de un mañana con dignidad, libertad y conocimiento para todos y todas.

Luis Emil Sanabria D.

El entrampamiento al presidente y la sombra de un golpe que no fue

La política colombiana se mueve entre sombras y amenazas importadas. Lo que parece un simple episodio de sanciones de Estados Unidos contra el presidente Gustavo Petro, su esposa, su hijo y el ministro Benedetti, en realidad revela una estrategia calculada en la que la derecha colombiana cumple un papel central. Detrás de la inclusión en la llamada lista Clinton no solo hay la presión de Washington y los discursos incendiarios de Donald Trump.

Detrás de esa acción externa existe un entramado interno que merece más atención. No todo viene de fuera. Sectores de la derecha colombiana han preparado durante meses el escenario para que una acción estadounidense encuentre justificación y eco. Esos actores han trabajado en dos frentes. Por un lado, han sostenido una narrativa que presenta al gobierno como cómplice o permisivo con el narcotráfico. Por el otro, han utilizado redes políticas y mediáticas para amplificar cada tropiezo del Ejecutivo, hasta convertir un error administrativo en una supuesta falla estructural que justificaría medidas drásticas.

 

La derecha colombiana ha optado por el atajo doloroso de la confrontación en lugar del acuerdo nacional, negándose sistemáticamente a sentarse a negociar soluciones amplias y urgentes. Prefiere la polarización, los llamados a la violencia y la creación de escenarios de crisis que erosionan la democracia, antes que contribuir a pactos que protejan la soberanía y el bienestar colectivo.

La escalada de amenazas verbales y de medidas económicas anunciadas por la Casa Blanca no surgió en el vacío. Los asesinatos de personas que se transportaban en lanchas en el mar caribe y el océano pacífico, la presencia de una flota naval con capacidad de intervención en Colombia o Venezuela, las advertencias presidenciales sobre tarifas y sanciones son el resultado de una campaña que mezcla falsos datos, medias verdades y provocaciones directas.

En ese tablero, la contribución de ciertos congresistas y operadores políticos debe señalarse con nombre propio. El senador estadounidense Bernardo “Berni” Moreno, hermano del uribista Luis Alberto Moreno exembajador de Colombia en Estados Unidos, mencionado por el presidente como uno de los instigadores de la ofensiva ha servido de eco internacional para quienes en Colombia buscan aislar al mandatario y sabotear su gobierno. Esa exportación de hostilidad permite que actores locales escapen de la responsabilidad por décadas de complacencia frente a redes ilegales y, al tiempo, habilita al gobierno de Estados Unidos a intervenir con argumentos de seguridad hemisférica.

Mientras tanto, en el país, la táctica de la derecha no se limita a denunciar. Busca tejer una narrativa funcional que no descarta la posibilidad de un golpe blando. Se procede a desgastar desde dentro hasta que la opinión pública, los mercados y las instituciones internacionales acepten como inevitable una intervención que inicialmente se vende como una corrección técnica contra el narcotráfico. Esa ruta es peligrosa porque convierte la política doméstica en un escenario de legitimación externa. Cuando quienes deberían hacer control político prefieren azuzar la crisis, lo que pretenden y logran es dejar a la nación más indefensa frente a presiones foráneas.

El gobierno tampoco está exento de culpas. Las imprudencias públicas del presidente han sido aprovechadas sin piedad por sus adversarios. El episodio del megáfono en Nueva York mostró que la teatralidad puede costar caro cuando se trata de relaciones internacionales. Un mandatario que se expresa con ligereza frente a audiencias globales entrega munición a quienes necesitan un pretexto para convertir una crisis diplomática en una intervención económica o política de mayor calibre. Esa imprudencia no justifica amenazas extranjeras, pero las facilita y las hacen más plausibles ante observadores que desconocen matices y contextos.

Es imprescindible señalar con franqueza otra posibilidad. Si la operación de desgaste conocido como golpe blando fracasa, no es descartable que el siguiente paso sea una acción más agresiva desde fuera. Esa acción puede presentarse como una intervención limitada, dirigida contra laboratorios y redes de narcotráfico. Ese relato funciona porque hay problemas reales que necesitan solución. El riesgo es que la supuesta solución se convierta en cobertura para un derrocamiento político o para medidas que de facto reduzcan la soberanía nacional. Advertir esa posibilidad no es conspirar. Es pensar en voz alta para no llegar otro día a lamentar que los avisos no fueron escuchados.

La defensa de la democracia exige tres gestos urgentes. Primero, la oposición debe dejar de considerar como triunfo cualquier daño a la gobernabilidad si ese daño viene acompañado de pérdida de soberanía. Segundo, el gobierno debe atenuar las formas que amplifican su vulnerabilidad externa y priorizar la prudencia diplomática sin renunciar a su agenda interna. Tercero, la sociedad civil y los medios tienen la obligación de investigar y mostrar quiénes, dentro del país, han tejido puentes con intereses que hoy posibilitan la coerción externa.

Colocar la responsabilidad fuera y solo fuera sería una lectura cómoda y peligrosa. El escenario actual muestra que hay corresponsabilidades internas que han hecho posible la injerencia. Colombia necesita debate, transparencia y capacidad de maniobra autónoma. No puede permitirse que actores nacionales, en alianza con intereses externos, conviertan la tutela internacional en un instrumento para cambiar la correlación política por vías no electorales.

El país está en una encrucijada. Si la prudencia y la unidad nacional no llegan a tiempo, la próxima escalada podría no ser económica ni diplomática. Podría ser violenta y ocurrir desde fuera, bajo el pretexto de combatir el narcotráfico. Pensar esa hipótesis es doloroso y alarmante. Evitarla es una responsabilidad que pertenece por igual a gobierno, oposición y ciudadanía. Una democracia sólida se defiende con instituciones fuertes y con líderes que reconozcan que la teatralidad no reemplaza la estrategia.

Luis Emil Sanabria D

Tejiendo la paz desde los pueblos del mundo

En un planeta convulsionado por guerras, el empobrecimiento de miles de millones de personas, odios y exclusiones, resulta esperanzador constatar que los movimientos por la paz y la vida no han cesado de encontrarse, reconocerse y articularse. La experiencia del encuentro Peace Connect, realizado del 13 al 17 de octubre de 2025 en Nairobi, Kenia, que congregó a centenares de personas comprometidas con la paz de noventa países de los cinco continentes, demuestra que los pueblos no se resignan a las violencias ni al dominio neocolonial de quienes perpetúan la guerra como negocio.

Este encuentro mundial de construcción de paz no habría sido posible sin la convocatoria, la entrega y el compromiso de redes internacionales como Peace Direct, cuya labor fue decisiva para que la polifonía asistente se convirtiera en un éxito y en una referencia global para quienes seguimos creyendo en la posibilidad de construir un mundo distinto y en paz. Múltiples representantes de etnias, nacionalidades y poblaciones, con sus usos, tradiciones y costumbres, reafirmaron su compromiso de no desfallecer en su empeño por la paz local y mundial, a pesar de las adversidades y atrocidades de las guerras.

 

Cada delegación llegó con su propio dolor y su propia memoria. En Sudán, la población civil sigue siendo la mayor víctima de enfrentamientos degradados y crueles entre facciones armadas. En Nepal, la sociedad avanza entre las tensiones del posconflicto y los retos democráticos de un país que aún cicatriza las heridas de su guerra interna. En Uganda, las comunidades que padecieron desplazamientos y represión continúan levantando la bandera de los derechos humanos. En Haití, la fragilidad institucional y la injerencia extranjera perpetúan la crisis y la inseguridad de su pueblo.

En Palestina, la paz se enfrenta al drama cotidiano de la ocupación, los bombardeos y la negación de derechos fundamentales que afectan sobre todo a niños y niñas. En Indonesia, marcada por su diversidad étnica y religiosa, la paz se construye en la defensa de la convivencia frente a tensiones internas y amenazas de fundamentalismos. En Siria, después de más de una década de guerra devastadora, millones de personas aún esperan justicia, verdad y reconstrucción. En Kenia, país anfitrión del encuentro, las comunidades buscan reconciliación tras las huellas de conflictos políticos y étnicos, mientras nuevas generaciones exigen equidad y respeto.

Aunque cada contexto es singular, lo que une a los y las constructoras de paz es la convicción de que la paz es el resultado del respeto a la cultura, el reconocimiento y la inclusión en la diferencia, la superación de la pobreza, la equidad de género, la justicia social, la diversidad étnica y cultural, y una relación equilibrada con la naturaleza.

El mayor valor de Peace Connect radica en que no está diseñado desde los escritorios de los gobiernos ni de los organismos multilaterales, sino desde las calles, las iniciativas, las comunidades, las organizaciones de base y las resistencias locales. La amplia y diversa participación demuestra que existe un tejido global de voluntades que se niega a aceptar la normalización de las violencias. Es la sociedad civil la que se arriesga, la que pone los muertos, la que protege a los niños y las niñas, la que siembra futuro en medio de la guerra. Estos movimientos recuerdan que los acuerdos formales solo pueden sostenerse si existe una ciudadanía activa, vigilante y propositiva, capaz de presionar cambios estructurales a corto, mediano y largo plazo.

La enseñanza más poderosa de este encuentro es la urgencia de que los movimientos por la paz en cada región no permanezcan aislados y transiten hacia la coordinación y el reconocimiento de cada experiencia. Sudán, Nepal, Uganda, Colombia, Haití, Palestina, Indonesia, Siria, Kenia y Ucrania, entre otros países, son expresiones de luchas que comparten raíces comunes: la guerra que desangra comunidades, la pobreza que arrebata dignidad y las violaciones sistemáticas a los derechos humanos.

La presencia de representantes de los cinco continentes reafirma que esas resistencias regionales deben coordinarse y fortalecerse en un gran movimiento mundial por la paz, capaz de erigirse como alternativa ética y política frente a un sistema internacional que normaliza la violencia y la exclusión. Un movimiento global de estas dimensiones no solo elevaría las voces locales a escenarios internacionales, también permitiría generar solidaridad efectiva, compartir aprendizajes y exigir con mayor fuerza transformaciones estructurales para que los pueblos vivan con justicia, libertad y dignidad.

Hoy, más que nunca, necesitamos una ética de la solidaridad global. No basta con clamar por la paz en un solo país mientras en otros la indiferencia prevalece. Los pueblos de todos los continentes nos recuerdan que la paz es indivisible y que el dolor de uno nos concierne a todos. La paz en el mundo no será un regalo de los poderosos, será el resultado de la iniciativa ciudadana. Escuchar y articular las voces de estos movimientos no es un acto de solidaridad distante, es una urgencia vital para nuestro presente y para las generaciones venideras. La humanidad solo sobrevivirá si opta por la cooperación, el diálogo, el respeto mutuo y la relación armónica con la naturaleza, por encima de la violencia, la inequidad, la imposición y el egoísmo.

Luis Emil Sanabria Durán

Ni en Gaza ni en Colombia la violencia es opción

El reciente acuerdo de paz alcanzado en Gaza nos recuerda que incluso en los escenarios más destruidos por la guerra y el dolor humano, el camino del diálogo sigue siendo la única vía legítima y sostenibles para construir un futuro distinto. La violencia armada, cuando se prolonga y se enquista en las dinámicas sociales, genera heridas que atraviesan generaciones enteras y deja a niñas, niños y adolescentes expuestos a una realidad marcada por la pérdida, la precariedad y la desesperanza.

Colombia conoce bien esa experiencia. Durante casi medio siglo nuestro país ha buscado salidas dialogadas a los conflictos armados que han desangrado a la sociedad, han fragmentado comunidades y ha golpeado de manera desproporcionada a los más jóvenes y a los más empobrecidos. Los acuerdos de paz firmados en 2016 con las FARC-EP y los actuales esfuerzos de diálogo con otros actores armados muestran que la violencia armada nunca es eterna y que, pese a los obstáculos, la palabra puede abrir caminos de respeto y reconciliación.

 

Aunque estos procesos no son perfectos, sus abordajes que son motivo de polarización y enfrentan incumplimientos y retrocesos, constituyen una enseñanza fundamental. Solo a través de la negociación política o para el sometimiento a la justicia, de la escucha mutua y de la acción integral para transformar las causas estructurales, es posible romper los ciclos de violencia y acercarnos a un horizonte de paz verdadera. El diálogo significa estar dispuestos a incluir al otro y a la otra, con sus derechos y sus deberes, aceptar que ninguna verdad es absoluta y que el reconocimiento mutuo es la base de la convivencia.

La comparación con Gaza nos permite ver que los contextos pueden ser diferentes, pero los principios que sostienen la paz son universales. La dignidad humana, la justicia, la equidad y el reconocimiento del otro, por muy diferente que sea y tal vez por esta, como interlocutor legítimo son la base para construir sociedades que dejen atrás el horror de la violencia, la pobreza y la exclusión. En ambos caso no lo que está en juego no es solo el cese de la violencia armada, sino la posibilidad de que las generaciones presentes y futuras vivan con esperanza y en condiciones de respeto a la vida.

En medio de las balas y las bombas, los niños, niñas y adolescentes se han convertido en el rostro más inocente y a la vez más herido. La infancia colombiana ha cargado con el peso del desplazamiento, el reclutamiento forzado, el hambre y el miedo. En Gaza la niñez sobrevive entre escombros, carencias y duelos prematuros. El sufrimiento de los más pequeños es la prueba más dolorosa de que ninguna causa justifica la destrucción de la vida. Frente a esa realidad, la solidaridad no puede depender de fronteras ni de identidades nacionales. Reconocer el dolor de la infancia en Palestina o en cualquier otro lugar del mundo es también un acto de humanidad que nos compromete a ampliar la mirada y a fortalecer la empatía global.

En esta tarea las organizaciones de la sociedad civil han mostrado un papel fundamental. Mientras los Estados permanecen atados a cálculos geopolíticos, hombre y mujeres han decidido arriesgar su libertad y su seguridad para llevar esperanza. El ejemplo de quienes se atrevieron a embarcarse rumbo a Palestina para entregar ayuda humanitaria y romper los cercos es una señal poderosa de que la solidaridad no es un discurso vacío. Es acción concreta, es valentía y sobre todo es resistencia pacífica que desafía la indiferencia y denuncia los bloqueos que condenan a pueblos enteros al sufrimiento. Esa misma audacia es la que necesitamos multiplicar en todas las latitudes, incluida Colombia, donde también se requiere que la sociedad civil fortalezca su coordinación, se movilice y defienda la vida frente a los estragos de la violencia armada.

Defender la vida de la niñez y la adolescencia significa también cuestionar las estructuras de violencia que se reproducen en nuestros propios territorios. No basta con denunciar las masacres y los asesinatos de líderes sociales, ni con lamentar las guerras en escenarios lejanos. Es necesario reconocer que en Colombia persisten múltiples violencias que afectan a la infancia y a la juventud. La pobreza, el abandono estatal, la falta de acceso a la educación de calidad y a la salud preventiva son expresiones de una violencia estructural que exige ser transformada con decisión política y con compromiso ciudadano.

La guerra no ofrece victorias duraderas y solo deja pérdidas que se acumulan en la memoria de los pueblos. El diálogo, aunque frágil y complejo, abre caminos para la reconciliación, para la inclusión y para la esperanza. Gaza y Colombia nos recuerdan que es posible abrir puertas incluso cuando todo parece estar cerrado. La convicción de persistir en la ruta de la paz debe guiar las acciones de los Estados, de las organizaciones sociales y de la comunidad internacional. Esa misma convicción nos debe llevar a abrazar con solidaridad a todas las infancias del mundo, porque la humanidad será juzgada por la manera en que tratamos a quienes más necesitan cuidado, ternura y amor en medio de la adversidad.

Luis Emil Sanabria D

Unitarios, Frente Amplio y la democracia interna que la Nación necesita

La construcción de un Frente Amplio creíble exige tanto contenidos programáticos como reglas de juego internas que permitan sostener la gobernabilidad colectiva. No basta con acordar plataformas de gobierno. Es imprescindible pactar públicamente la existencia de mecanismos de consulta interna y de gobernabilidad democrática que obliguen a quien sea elegido o elegida presidente a responder al colectivo. Sin esos acuerdos previos la unidad corre el riesgo de transformarse en una maquinaria que concentra poder, reproduce liderazgos unipersonales y traiciona la promesa de democracia profunda.

Un pacto público sobre gobernabilidad colectiva cumple funciones esenciales. Protege la coherencia política del proyecto al garantizar que las decisiones centrales se adopten con deliberación y no por decreto personal. Genera confianza social porque la ciudadanía puede verificar que hay rendición de cuentas y contrapesos internos. Reduce la posibilidad de captura por clientelismos y la peligrosa tendencia al personalismo que ha fracturado tantas experiencias progresistas en la región.

 

Ese pacto debe formalizar un mecanismo permanente de consulta interna que sirva para definir la hoja de ruta programática y las grandes decisiones de gobierno. Dicha consulta debe ser vinculante para las principales opciones de política pública que afectan derechos y recursos. Las personas electa debe asumir por escrito y de forma pública compromisos claros de colegiación en el ejercicio del gobierno y el legislativo, aceptar someter a instancias del Frente las decisiones de alto impacto político, presupuestal, social y territorial, y respetar límites frente al liderazgo unipersonal.

Además de la consulta vinculante son necesarias instancias de gobernabilidad colegiada con representación territorial y social que actúen como espacios de deliberación y control político. Estas instancias deben poder emitir recomendaciones públicas, convocar debates obligatorios sobre asuntos clave y supervisar criterios objetivos para nombramientos. Evitar la práctica de designaciones discrecionales que consolidan clientelas y fracturan la alianza es una condición ética y política que fortalece la credibilidad del Frente.

La transparencia y la rendición periódica de cuentas tienen que ser la norma. Informes públicos, comparecencias regulares y auditorías ciudadanas no son gestos ceremoniales, son herramientas para sujetar al poder a la deliberación. Igualmente necesarias son reglas operativas para la resolución de conflictos internos que privilegien la mediación, el cumplimiento de acuerdos y, en casos extremos, mecanismos de revocatoria interna que permitan al colectivo corregir rumbos sin expulsar la política del debate.

Estos acuerdos reducen la posibilidad de lo que algunos llaman mesianismo y otras formas de liderazgo carismático que eclipsan la deliberación. No se trata de debilitar la figura presidencial en caso de victoria, o la figura del congresista, sino de institucionalizar la corresponsabilidad. Un gobierno coherente con la promesa de paz y justicia social necesita una arquitectura de poder que lo haga resistente a tendencias autoritarias y que mantenga el vínculo con los territorios.

El logro democrático de una bancada parlamentaria mayoritaria es otra pieza decisiva dentro de esta estrategia. Una bancada cohesionada tiene la responsabilidad de tutelar los compromisos del Frente, de convertir las decisiones colectivas en proyectos legislativos y de blindar los recursos para las políticas de paz y desarrollo territorial. Para que esta bancada cumpla su función es imprescindible que rija por reglas internas públicas que privilegien la deliberación, la transparencia y la rendición de cuentas ante las instancias del Frente y ante la ciudadanía.

La política de los próximos años debe complementar el trabajo legislativo con espacios de diálogo social y acuerdos multisectoriales que convoquen a sindicatos, organizaciones sociales, gremios, comunidades étnicas y gobiernos locales. Estos espacios de diálogo permiten dirimir tensiones con legitimidad social, facilitar consensos de largo plazo y dotar de respaldo popular a las grandes reformas. Fortalecer el diálogo social no es debilitar al Congreso, es enriquecer la democracia y crear canales que acerquen las decisiones al territorio y a la vida cotidiana de la gente.

Evitar el protagonismo vacío exige una cultura política orientada por reglas y prácticas. Publicar criterios de selección para cargos de confianza, vincular designaciones a mérito y representación, y comprometerse a someter decisiones de alto impacto a procesos de consulta son medidas que protegen al Frente de los personalismos. La bancada debe invertir en fortalecimiento colectivo, capacitación política y en la conexión permanente con las bases territoriales. Hacer público el pacto desde el inicio evita rupturas posteriores y convierte la gobernabilidad en un activo colectivo. La colegiación no puede devenir en club de intereses, en el rencauche del llamado centralismo democrático, ni en excusa para la parálisis. Los procedimientos de control deben ser ágiles y deliberativos a la vez.

Unitarios y sus aliados tienen la oportunidad de convertir la prioridad por la paz y la justicia social en una práctica democrática ejemplar si pactan públicamente cómo van a gobernar internamente. Ese pacto debe incluir mecanismos vinculantes de consulta, órganos de gobernabilidad colegiada y el compromiso expreso de la persona elegida a cualquier cargo, a responder al colectivo.

Si la convergencia asume este compromiso con seriedad estará dando un paso político que trasciende el corto plazo. No solo aumentará la probabilidad de implementar reformas profundas, sino que también demostrará que es posible gobernar sin sacrificar la deliberación y la participación. La ciudadanía exige coherencia entre el discurso y la práctica. Pactar la gobernabilidad democrática es la mejor manera de honrar esa expectativa y de convertir la esperanza en capacidad de transformación duradera.

Luis Emil Sanabria D

La baja natalidad como oportunidad para el planeta

En distintas partes del mundo se repite la advertencia de que la disminución de la natalidad y el envejecimiento de la población representan una amenaza para el desarrollo económico. En Colombia la discusión no es ajena, la tasa de natalidad bruta en 2023 fue de 13,48 nacimientos por cada 1.000 habitantes y la tasa de fecundidad actual apenas alcanza 1,1 hijos por mujer, muy por debajo del nivel de reemplazo poblacional de 2,1. Las cifras muestran que en 2024 se registraron cerca de 453.901 nacimientos, lo que significa un 12 por ciento menos que en 2023 y una caída del 31 por ciento respecto a 2015.

Frente a estos datos algunos insisten en que el país estaría condenado a una “crisis demográfica” que pondría en jaque al sistema productivo y de seguridad social. Sin embargo, este planteamiento encierra un falso dilema. Lo que realmente debería preocuparnos no es que nazcan menos niños, sino que persista un modelo de desarrollo económico basado en la expansión sin límites que choca de frente con la sostenibilidad del planeta.

 

Más población significa mayor presión sobre ecosistemas frágiles como el Amazonas, la Sierra Nevada o los páramos. También implica más consumo de energía, más residuos y una huella ambiental que la Tierra no puede soportar. La reducción del número de nacimientos puede contribuir directamente a disminuir la huella de carbono, pues menos población implica menores niveles de emisiones, un consumo de recursos más controlado y un aporte significativo a la lucha contra el calentamiento global. En ese sentido la baja natalidad no es una amenaza sino una oportunidad para reorganizar nuestras prioridades hacia economías centradas en la innovación, la redistribución justa y el bienestar humano, en lugar de medir el progreso por la simple suma de habitantes y mercancías producidas.

La abundancia de mano de obra en las últimas décadas ha permitido normalizar la explotación laboral, los bajos salarios y la precariedad, mientras el crecimiento económico se ha sostenido en la extracción intensiva de recursos naturales. Una sociedad con menos nacimientos puede abrir paso a otra lógica que apueste por empleos de calidad, que garantice sistemas de protección para los adultos mayores y que reconozca que el verdadero desarrollo radica en mejorar la calidad de vida y no en multiplicar la población.

Este escenario abre además una necesidad impostergable, fortalecer la inversión social, la salud preventiva y la educación pública de calidad, especialmente en zonas apartadas donde la juventud enfrenta desigualdades históricas. Si Colombia logra ampliar su red de hospitales y centros de salud con enfoque preventivo, garantizar oportunidades educativas dignas y pertinentes y crear condiciones que devuelvan la esperanza a las y los jóvenes, el país podrá romper con los ciclos de pobreza y violencia que han marcado su historia. Menos nacimientos no significan menos futuro siempre y cuando sepamos invertir en quienes ya están aquí y en mejorar sus condiciones de vida.

Me alegra también por las mujeres y por sus derechos, porque poco a poco se están acabando aquellas “paridoras” sometidas que no descansaban en su vida de criar y lactar en detrimento de sus sueños personales. La baja natalidad les abre horizontes de autonomía, libertad y realización, rompiendo con un mandato cultural que las confinó durante siglos a la reproducción y al sacrificio silencioso.

Es hora de que el Estado y la sociedad colombiana asuman esta realidad demográfica como una oportunidad y no como una amenaza. Deben dejar de lado las recetas cortoplacistas que buscan impulsar la natalidad a toda costa y comprometerse a construir un modelo social y económico que garantice dignidad, equidad y sostenibilidad. Apostar por un país que reduzca su huella de carbono, que aporte a frenar el calentamiento global y que invierta en el bienestar integral de sus habitantes es la mejor manera de preparar a Colombia para el mañana.

Al final algunos perderemos el goce de ver crecer y jugar con los nietos, pero tal vez la humanidad se salve de tanto “criao de abuela” y de la carga insoportable de una sobrepoblación que ya no tiene cómo sostenerse.

Luis Emil Sanabria D

Una oportunidad para Colombia y el mundo

La reciente descertificación de Colombia por parte de Estados Unidos en materia de lucha contra las drogas, propia de los modelos neocoloniales, no debe verse como una sanción diplomática. Más bien se abre una valiosa oportunidad para colocar en la agenda internacional un debate impostergable. Se trata de la necesidad de avanzar hacia la legalización y regulación de las drogas, en especial de la cocaína, como mecanismo para contrarrestar su proliferación, el daño ambiental y su innegable vinculación a la violencia armada que sacude a Colombia, a la región andina, a Centroamérica y el Caribe

Durante décadas la política de certificación estadounidense ha estado ligada a una estrategia fallida basada en la represión a los cultivadores de coca, la militarización de los territorios y la persecución punitiva. Los resultados son evidentes. Miles de campesinos y campesinas siguen atrapados en la economía ilícita, la violencia armada se recicla periódicamente, las mafias del narcotráfico se adaptan con mayor sofisticación y con tecnología importada, y los daños a la sociedad y al medio ambiente se multiplican sin control.

 

En este contexto hay quienes siguen clamando por volver al uso indiscriminado del glifosato en fumigaciones aéreas, que causan un grave deterioro ambiental. La contaminación de fuentes hídricas, la pérdida de biodiversidad y los impactos en la salud de las comunidades rurales han sido documentados durante años. Lejos de resolver el problema de los cultivos ilícitos, esta práctica profundizó la crisis humanitaria y ecológica, dejando a su paso suelos infértiles, enfermedades respiratorias y dermatológicas, y un resentimiento social que agudizó la desconfianza hacia las instituciones.

El fracaso de la sustitución voluntaria de cultivos de uso ilícito también debe entenderse dentro de este contexto. Las iniciativas para reemplazar la coca por proyectos productivos alternativos han tropezado con obstáculos estructurales. La oposición constante de sectores económicos rentistas de la tierra ha bloqueado la posibilidad de una verdadera reforma rural. A esto se suma la aún insuficiente inversión estatal en recursos para hacer productivo el campo, garantizar acceso a crédito, vías, asistencia técnica y mercados. Sin estas condiciones las comunidades rurales han seguido atrapadas en los cultivos de coca para fines ilícitos como única opción de subsistencia, perpetuando el círculo de ilegalidad y violencia.

Además de los factores estructurales, existen dificultades culturales, económicas y tecnológicas que limitan la posibilidad de que millones de campesinos y campesinas rompan con la dependencia del cultivo de coca. En muchos territorios el cultivo de coca es un saber acumulado y transmitido por generaciones, un conocimiento práctico que facilita su cultivo en condiciones adversas donde otros productos no prosperan. Económicamente la coca ofrece un ingreso rápido y seguro frente a los largos ciclos de producción de otros cultivos que además carecen de mercados garantizados. Tecnológicamente las comunidades enfrentan carencias en maquinaria, infraestructura de transformación y acceso a la innovación agrícola, lo que impide competir en condiciones de igualdad con la economía ilícita. Esto explica por qué el abandono de la coca no puede plantearse como una decisión voluntaria aislada, sino como un proceso que requiere transformaciones profundas en las estructuras de desarrollo rural y en las políticas estatales.

El narcotráfico mantiene una relación directa con el lavado de activos que penetra los sistemas financieros, con el contrabando y la corrupción que debilita las instituciones democráticas. Está vinculado al tráfico de armas y municiones que alimenta la capacidad bélica de los grupos ilegales y a la trata de personas que convierte la vulnerabilidad en mercancía. Se articula también con la minería ilegal que devasta ríos y territorios, con la deforestación que destruye ecosistemas vitales y amenaza la Amazonía, y con el tráfico de especies protegidas que empobrece la biodiversidad.

La muerte sistemática de líderes y lideresas sociales que luchan por la tierra, el medio ambiente y la paz constituye una tragedia nacional que evidencia la estrecha relación entre el narcotráfico, las economías ilegales y el silenciamiento de las voces comunitarias. Todos estos factores son motores de violencia regional, de altas tasas de asesinatos y desapariciones forzadas, de violaciones sistemáticas a los derechos humanos y de la perpetuación de la pobreza multidimensional en amplias zonas del país

Los informes oficiales y académicos coinciden en señalar que la guerra contra las drogas ha fracasado. Pese a las inversiones multimillonarias de Estados Unidos en programas como el Plan Colombia y sus sucesores, las hectáreas cultivadas con coca no han desaparecido, la producción global de cocaína ha aumentado y los grupos armados encuentran en esta economía ilegal un combustible para perpetuar el conflicto.

La descertificación puede entenderse entonces como un punto de inflexión. Lejos de aceptar pasivamente una política impuesta, Colombia puede asumir un liderazgo internacional proponiendo un viraje necesario y urgente que lleve a pasar de la represión a la regulación. Así como ocurrió con el debate mundial sobre la marihuana, la cocaína debe discutirse bajo parámetros de salud pública, derechos humanos, reducción de daños y desarrollo alternativo, y no desde la lógica militar y punitiva. Una legalización regulada, acompañada de políticas de prevención y atención al consumo, tendría la capacidad de debilitar los ingresos de las mafias, reducir la violencia en los territorios y abrir nuevas vías de desarrollo para comunidades campesinas e indígenas históricamente estigmatizadas y criminalizadas.

La descertificación debería convertirse en un catalizador de una discusión global que convoque a Naciones Unidas, a la Organización de Estados Americanos, a organismos de salud pública, a expertos académicos y a organizaciones sociales. Colombia no puede ni debe cargar en solitario con el costo de una política fallida que se originó en Washington. El problema es mundial y la solución debe serlo también. Lo que a primera vista parece un golpe diplomático puede transformarse en una oportunidad histórica. El reto consiste en replantear la política global de lucha contra las drogas, abandonar un modelo represivo que ya demostró su ineficacia y abrir paso a un paradigma regulatorio más humano, más justo y más eficaz.

Luis Emil Sanabria D

La paz necesita ser reparada

La Semana por la Paz 2025 llegó a su edición número 38, y lo hizo en medio de un país que todavía busca sanar heridas, superar violencias y construir caminos de reconciliación. En cada rincón de Colombia, la sociedad civil ha tejido acciones colectivas que, con creatividad y convicción, demuestran que la paz no una práctica cotidiana que se siembra en el territorio. El lema “Arropamos la Vida con Dignidad y Esperanza” ilumina con fuerza el sentido profundo de las iniciativas ciudadanas.

Arropar significa cobijar, proteger, acoger, asumir una actitud ética frente al cuidado de la vida en todas sus formas. Las organizaciones sociales se convierten en ese manto protector que resiste la indiferencia y el olvido. Arropamos la vida cuando defendemos los ríos de la contaminación, cuando organizamos mingas solidarias para quienes han sido desplazados, cuando pintamos murales de memoria en las paredes de los barrios.

 

La vida, en su dimensión integral, es la razón y el fin de toda acción por la paz. No solo hablamos de la vida humana, sino también de la vida de los territorios, de los ecosistemas, de las culturas que hacen de Colombia un país diverso. Defender la vida es exigir que cesen los asesinatos de líderes sociales, que no se arranquen los sueños de las juventudes, que no se repitan las violencias que han marcado nuestra historia.

La dignidad es la base de la justicia social. No basta con sobrevivir; se trata de vivir con derechos garantizados, con acceso a la educación, a la salud, a una vivienda digna y a la participación ciudadana. La dignidad exige que la voz de las comunidades sea escuchada en la toma de decisiones, que los acuerdos de paz se cumplan y que los territorios no sigan siendo sacrificados en nombre de la guerra o del extractivismo.

La esperanza es el motor que mantiene vivas las luchas. No es ingenuidad, sino la certeza de que un futuro distinto es posible si se trabaja colectivamente. Es la esperanza de madres que buscan a sus hijos desaparecidos, de jóvenes que apuestan por el arte y el deporte en lugar de las armas, de comunidades que reclaman el derecho a permanecer en su tierra. La esperanza es la semilla que florece en medio de la adversidad, es la fuerza presente que mueve millones de almas.

La seguridad humana que potencia estos valores, abarca la perspectiva de vivir libres del miedo, de la necesidad y de la humillación. Es la garantía de que cada persona pueda desarrollar su proyecto de vida sin amenazas contra su integridad física, sin hambre ni pobreza extrema, y sin exclusiones que nieguen su condición de sujeto de derechos. La seguridad humana se hace posible cuando existen protección y garantías efectivas. Protección para las comunidades y líderes sociales frente a la violencia, y garantías para el ejercicio pleno de los derechos humanos, la participación democrática, el acceso a la justicia y a los bienes básicos de la vida.

La paz en Colombia, tantas veces firmada y tantas veces incumplida, necesita ser reparada. Hay que recomponer confianzas rotas, sanar la memoria de las víctimas, restituir derechos, reconstruir territorios arrasados por la violencia y transformar las estructuras de desigualdad que mantienen vivas las causas del conflicto. Reparar la paz significa también aprender a tomar el presente y el futuro en nuestras manos, como sociedad que no delega su destino, sino que lo construye activamente en la vida diaria.

La paz exige la disposición a renunciar a privilegios en favor del bien común. Quienes han disfrutado históricamente de posiciones de poder, riqueza o influencia deben comprender que la reconciliación real solo será posible si hay redistribución de oportunidades y garantías para todas las personas. Se trata de ganar juntos en justicia social, equidad y democracia. Una paz verdadera se sostiene cuando cada persona goza plenamente de sus Derechos Humanos y cuando la sociedad se compromete a hacer de la igualdad una práctica y no un discurso.

La Semana por la Paz es un clamor dirigido a quienes tienen en sus manos grandes responsabilidades. A los actores armados, para que escuchen a la gente y cesen sus acciones violentas que siembran dolor y desarraigo. La paz se conquista con el respeto a la vida y con voluntad de diálogo. A los ricos y poderosos, para que piensen más en el bienestar de los más necesitados y menos en el incremento de sus fortunas. A los corruptos, para que depongan el saqueo de lo público que condena a millones a la pobreza. A los políticos, para que piensen más en la solución de los problemas y menos en la defensa de sus posiciones ideológicas o privilegios partidistas.

La Semana y el Mes por la Paz 2025 nos recuerda que la paz es un tejido plural, construido colectivamente, con acciones diversas que van desde un festival cultural hasta una marcha silenciosa, desde una oración colectiva hasta un acuerdo comunitario de convivencia. En cada gesto ciudadano late la convicción de que Colombia puede convertirse, finalmente, en un país capaz de elegir el bien común sobre el privilegio, y la vida sobre la violencia.

Luis Emil Sanabria D.

La negación de medicamentos, una responsabilidad de vida

El acceso a los medicamentos esenciales es uno de los pilares del derecho fundamental a la salud. En Colombia ese derecho está reconocido en la Constitución y en la Ley Estatutaria de Salud. Sin embargo, para miles de usuarios de la Entidad Promotora de Salud (EPS) FAMISANAR, entre otras, este reconocimiento no pasa de ser un enunciado vacío. La negación reiterada de medicamentos básicos refleja la incapacidad de la entidad para responder de manera digna y oportuna a las necesidades de los pacientes.

Negar medicamentos significa condenar a los enfermos a vivir bajo el riesgo permanente de complicaciones graves. Una persona hipertensa que no recibe su tratamiento puede sufrir un infarto o un accidente cerebrovascular. Un diabético sin insulina o hipoglicemiantes orales está expuesto a daños irreversibles en la visión, el riñón o el sistema circulatorio. Un paciente con prostatitis, al no recibir sus medicamentos, enfrenta dolor, infecciones recurrentes y deterioro progresivo en su calidad de vida. La ciencia médica ha demostrado de manera contundente que la continuidad en los tratamientos es vital, y aun así la EPS insiste en prácticas que vulneran este principio.

 

A este panorama se suma una pésima decisión que refleja la desconexión entre las EPS, sus operadores logísticos y la realidad de los pacientes. En Bogotá, la empresa RAMÉDICAS, contratada por FAMISANAR para la entrega de medicamentos, ha implementado un sistema de atención por “pico y cédula”, como si la enfermedad y el sufrimiento pudieran ajustarse a turnos arbitrarios. Este modelo absurdo desconoce que la salud no espera, que un diabético no puede aplazar su dosis de insulina hasta que coincida el último dígito de su cédula con el día de atención en la farmacia, que un hipertenso no puede suspender su tratamiento porque el calendario logístico se lo impone. Adicionalmente la mayoría de las veces que recurre a reclamar sus medicinas, en el día que le coincide con el último número de su cédula, estas no están disponibles.

Los usuarios quedan atrapados en medio de la disputa política y contractual que enfrenta al Gobierno Nacional con las EPS. Las reformas en curso, los cuestionamientos a la sostenibilidad financiera del sistema y los cruces de señalamientos entre las partes han creado un ambiente de incertidumbre. Es evidente que el sistema de salud colombiano requiere una transformación estructural. Eliminar a los intermediarios financieros puede ser un paso necesario, pero el tránsito hacia ese nuevo modelo debe hacerse de manera progresiva. La infraestructura de las redes hospitalarias públicas no está hoy en capacidad de asumir toda la demanda de servicios de salud que antes gestionaban las EPS, de allí la necesidad hoy, de contar con las IPS (Institución Prestadora de Servicios) privadas para garantizar el servicio.

El fortalecimiento de la medicina preventiva, es sin duda una meta indispensable. Pero sus resultados se verán reflejados en el mediano y largo plazo. Mientras tanto existen miles de personas que ya padecen enfermedades crónicas y que requieren medicamentos diarios para sobrevivir. Estos pacientes no pueden esperar a que los cambios estructurales comiencen a dar frutos, porque cada día sin tratamiento representa un riesgo real de vida.

En un momento de transición del sistema de salud el deber más elemental del Estado, es garantizar que los tratamientos no se interrumpan. Gobernar implica prever y anticipar los efectos de los cambios, establecer planes de contingencia y actuar con rapidez para que la ciudadanía no se vea expuesta a riesgos innecesarios. La tarea del Ministerio de Salud consiste en garantizar que ningún paciente quede desprotegido mientras se define el rumbo de la política pública. Cada paciente que no recibe tratamiento termina representando mayores costos para el sistema en hospitalizaciones, urgencias y procedimientos de alta complejidad que pudieron evitarse.

La confianza en el sistema de salud se debilita cuando la población percibe que sus derechos no están protegidos ni por la EPS ni por el Gobierno. Esa desconfianza mina la legitimidad institucional y alimenta un sentimiento de abandono que erosiona la relación entre la ciudadanía y el Estado. Si el acceso a un medicamento esencial depende de trámites interminables, de discusiones contractuales o de un pulso político, la idea misma de salud como derecho fundamental pierde sentido.

El Gobierno debe diseñar y ejecutar de inmediato un plan de contingencia que asegure la entrega oportuna y continua de medicamentos esenciales. Se requiere también un sistema de vigilancia y sanción que impida que las EPS actúen con impunidad frente a sus usuarios. Y lo más importante, es necesario que el Ministerio de Salud asuma con decisión su papel de garante del derecho a la salud. La crisis actual con FAMISANAR y otras EPS es un síntoma de un sistema que arrastra problemas estructurales, pero también es la muestra de que existen graves dificultades administrativas que agravan esos problemas.

El Estado existe para proteger la vida de las personas y no para exponerlas a la incertidumbre y al abandono. La salud y la vida no son variables de negociación ni pueden convertirse en moneda de cambio en los debates sobre el futuro del sistema. Son derechos fundamentales que el Estado está obligado a proteger hoy, no mañana, porque cada día que pasa sin medicamentos es un día en el que la vida de miles de pacientes queda en riesgo.

Luis Emil Sanabria D

Arropamos la vida con dignidad y esperanza

Inicia el mes de septiembre, periodo que la sociedad colombiana ha asumido como el Mes de la Paz, y en cuyo marco se realiza del 7 al 14 la Semana por la Paz número 38. Durante este periodo, comunidades, organizaciones sociales, instituciones educativas, iglesias, colectivos culturales y ciudadanía en general se unirán en actividades de reflexión, movilización, arte, pedagogía y memoria. El 9 de septiembre, Día Nacional de los Derechos Humanos, será uno de los momentos más significativos de esta conmemoración, recordándonos que la paz y los derechos son inseparables. El lema de este año, “Arropamos la vida con dignidad y esperanza”, encarna el compromiso permanente con la defensa de la vida, la verdad y la reconciliación.

Esta jornada nos recuerda que la paz es un proceso cultural que debe transformar las relaciones sociales, políticas y económicas. Esto incluye avanzar hacia una cultura de paz que reconozca la dignidad del otro, la justicia social, la necesidad de erradicar todas las formas de discriminación y garantizar la equidad. Es también cultivar el respeto por la diferencia y la capacidad de tramitar los conflictos a través del diálogo y no de la violencia. En este sentido, septiembre se convierte en un mes pedagógico, donde se renuevan compromisos individuales y colectivos para sostener un horizonte de convivencia y reconciliación. La Semana por la Paz es testimonio de la fuerza de la ciudadanía, que ha sabido unir voces diversas para defender la vida y abrir caminos hacia la reconciliación.

 

La desigualdad social, la concentración de la tierra, la exclusión política, el racismo, la corrupción, la captura institucional por intereses privados y el abandono histórico de las comunidades en vastos territorios siguen siendo heridas abiertas que dificultan la reconciliación. La Semana por la Paz es también un recordatorio de que los acuerdos de paz deben acompañarse de transformaciones profundas en la economía, en la justicia y en la vida política del país. Sin enfrentar estas raíces, la violencia encontrará siempre nuevos caminos para reproducirse.

El contexto actual nos muestra la urgencia de un llamado claro y contundente a los actores armados para  desescalar el conflicto armado en todos los territorios. La persistencia de hostilidades, ataques indiscriminados y actos de violencia que afectan principalmente a las comunidades vulnerables exige una respuesta inmediata. Los actores armados, legales e ilegales, deben acatar las reglas del Derecho Internacional Humanitario (DIH) y garantizar la protección de la población civil, que nunca debe ser tratada como blanco de guerra.

En el marco de este Mes de la Paz, la ciudadanía exige a los partidos políticos y a los candidatos al Congreso y a la Presidencia una actitud coherente con el momento histórico. Se necesita con urgencia elevar el nivel de la deliberación pública, dejando atrás el lenguaje de odio, la descalificación y la mentira. El debate político debe sustentarse en argumentos sólidos, propuestas viables y respeto mutuo. La sociedad de la paz no acepta que las campañas electorales sean escenarios de polarización destructiva; por el contrario, exige que el fortalecimiento de la paz sea el eje central de las propuestas y del comportamiento político.

En este entorno, se hace evidente la urgente necesidad de avanzar hacia un Acuerdo Nacional que convoque a todos los sectores sociales y políticos del país. Este acuerdo debe retomar el espíritu de la Constitución Política de 1991, que consagró a Colombia como un Estado Social de Derecho, es decir, un país en el que la dignidad humana, la justicia social, la igualdad y la participación democrática sean la base del pacto colectivo. Retomar ese mandato constitucional supone garantizar derechos, ampliar las libertades y transformar las estructuras que han perpetuado la violencia y la exclusión.

Hoy, más que nunca, Colombia necesita unidad en la diversidad, un proyecto común que coloque la vida por encima de la muerte, la cooperación sobre la confrontación y la solidaridad sobre la indiferencia. La reconciliación no significa olvidar, sino construir sobre la verdad y el reconocimiento del dolor, es reavivar la confianza en la vida compartida y abrir caminos para las nuevas generaciones.

El lema de este año, debe convertirse en guía de acción encaminada a proteger la vida, cuidar la dignidad de las personas y mantener viva la esperanza de un país que, a pesar de sus heridas, no renuncia al sueño de la paz. La Semana por la Paz, el Mes de la Paz y el Día Nacional de los Derechos Humanos son, en definitiva, un llamado a no desfallecer en la construcción de un futuro en el que la justicia, la reconciliación, la convivencia y el Estado Social de Derecho prevalezcan.

Luis Emil Sanabria D.

Terrorismo, señal de la derrota y el desafío de la sociedad

Durante años, los grupos armados y las organizaciones guerrilleras han intentado sostener su proyecto mediante la fuerza de las armas. Hoy, enfrentados a continuos golpes contra sus redes generadoras de ingresos económicos ligadas al narcotráfico, a la desarticulación de sus líneas de mando y al rechazo creciente de las comunidades, recurren al terrorismo como un acto de reafirmación militar. Cada bomba, cada ataque contra la población civil, es en realidad la confesión de que su estrategia de guerra popular prolongada para acceder al poder político fracasó, que ya no pueden ganar batallas, ni conquistar legitimidad social, ni ofrecer futuro alguno.

Los recientes ataques terroristas que enlutan al país no son muestra de fortaleza de los grupos armados ilegales, sino prueba de la debilidad de sus ideales políticos y estratégicos, e indicativo de su desesperación. Estos crímenes atroces revelan que sus estructuras militares y económicas están cada vez más desarticuladas, lo que no es sinónimo de disminución cuantitativa, y que la violencia indiscriminada se convierte en uno de sus recursos para intimidar, sembrar miedo, presionar a la sociedad y al Estado.

 

Gran parte de estos ataques se relacionan con acciones de extorsión e intentos de control social. El terror se usa como un mecanismo de chantaje contra comerciantes, transportadores, campesinos, líderes comunitarios o para desmoralizar a la fuerza pública y a la sociedad democrática. Con ello buscan resistir para recuperar o mantener un flujo de recursos que sostenga sus ejércitos. Sin embargo, en lugar de consolidar poder, lo que logran es evidenciar la naturaleza violenta de su proyecto y profundizar el repudio ciudadano.

Ante este panorama, no basta con expresar rechazo. La sociedad colombiana, con el respaldo de políticas robustas, debe convertirse en protagonista activa de la denuncia y el repudio social a estas prácticas. Las víctimas no pueden quedar solas ni el miedo paralizar a las comunidades. La respuesta debe ser una ciudadanía más cohesionada, capaz de exigir justicia, de respaldar a las instituciones democráticas y de seguir apostando por la construcción de paz integral en los territorios. Cada voz que se alza contra el terrorismo y a favor de la paz contribuye a cerrarle los caminos a quienes pretenden imponer la violencia como destino.

Pero esta lucha no puede darse solo desde Colombia. El terrorismo y la violencia armada están alimentados por la economía ilegal del narcotráfico, la minería ilegal, la trata de personas, el tráfico ilegal de armas y municiones, el contrabando, el comercio ilegal de especies protegidas, y el lavado de activos que trasciende fronteras. Mientras esta economía diversificada y complementaria, siga controlada por mafias y carteles, seguirán teniendo recursos para sostener la violencia armada, donde el principal objetivo es la población civil.

Es hora de que toda Colombia respalde a las autoridades nacionales para abordar un debate serio y valiente en la comunidad internacional. La legalización y regulación de la producción y el comercio de la cocaína no debe ser un tabú, sino una alternativa para debilitar de raíz los ingresos de los grupos armados y criminales. Así como se avanzó con el tabaco, el alcohol y en algunos países con la marihuana, un marco regulado y controlado puede arrebatarle a las mafias el monopolio y restarles el poder económico que hoy sostiene la violencia.

Colombia no puede enfrentar sola este desafío. Se requiere de la solidaridad internacional para construir salidas conjuntas y pacíficas, que deben incluir inversión en desarrollo alternativo, respaldo a las comunidades campesinas, y un compromiso global con la regulación de los mercados ilegales. La lucha contra el terrorismo exige tanto una respuesta inmediata -rechazo social, seguridad y protección a las víctimas- como una estrategia de largo aliento que garantice inversión social, justicia y equidad, y que golpee las bases financieras de quienes insisten en prolongar la violencia armada.

El terrorismo es un crimen de lesa humanidad que no admite justificación alguna. Es la confesión de la debilidad de los grupos armados y la descalificación definitiva de cualquier pretensión política que invoquen. Frente a él, la sociedad colombiana debe mantenerse unida, solidaria y firme en su rechazo. Y el mundo debe responder con una política valiente y solidaria que mezcle el control de insumos, la destrucción rutas, y la legalización, sin violar la autodeterminación y la soberanía de los países víctimas como Colombia.

A quienes insisten en tomar o mantener el camino del terrorismo hay que decirles con claridad que sus actos no son símbolo de fuerza. Que ese camino los llevará tarde o temprano a su derrota moral y política. Recurrir al miedo, a las bombas y a la violencia indiscriminada no les otorga legitimidad alguna, por el contrario, los condena al repudio popular e internacional. Ninguna causa, por justa que se proclame, puede sostenerse sobre la sangre inocente; respetar a la población civil y abrirse a los caminos del diálogo es la única salida digna frente al juicio implacable de la historia.

Luis Emil Sanabria D