La consulta del Pacto Histórico, celebrada el pasado domingo 26 de octubre de 2025, superó todas las expectativas al rondar los tres millones de votos, o mejor, con 2.753.738 votos en total, pero más allá de los números, lo verdaderamente trascendente fue el rostro de quienes los capitalizaron. Los nombres de Wally (Walter Alfonso Rodríguez Chaparro, con 137.821 votos al Senado), Lalis (Laura Daniela Beltrán Palomares, con 26.718 votos a la Cámara por Bogotá) y María del Mar Pizarro, quien obtuvo 26.022 votos, y quien es hija del asesinado candidato presidencial y comandante del M-19, Carlos Pizarro Leongómez, encarnan una transformación que ya es irreversible en la política contemporánea marcada por la irrupción y consolidación de los influenciadores digitales como actores políticos reales, con votos de carne y hueso.
Hasta hace poco las redes sociales eran vistas como un escenario marginal de la política, pero los resultados de la consulta demostraron que los contenidos digitales dejaron de ser solo opinión para convertirse en una fuerza electoral capaz de definir curules. El tránsito entre los “likes” y el voto físico fue directo y medible, confirmando que aquello que antes se consideraba entretenimiento o ruido digital hoy es ciudadanía activa que moviliza emociones, narrativas y decisiones reales.


El caso de Wally, influenciador petrista que irrumpió con un discurso de denuncia y sátira política, refleja esta transformación al pasar de ser desestimado con arrogancia por las élites mediáticas, como cuando Néstor Morales desde Blu Radio lo calificó de “nichito”, a consolidarse como un fenómeno electoral que rompió la barrera del clicktivismo. Incluso si algunos de estos nuevos liderazgos reciben apoyo de figuras tradicionales, como el político Carlos Carrillo, actual director de la UNGRD, exconcejal de Bogotá y exdirigente del Polo Democrático hoy vinculado al Pacto Histórico y reconocido como padrino político de Wally, el hecho político sigue siendo el mismo porque el voto digital ya existe y su legitimidad no depende del padrinazgo ni de las estructuras partidistas sino de la conexión emocional y narrativa que los creadores construyen con sus audiencias, un fenómeno con contradicciones, pero que representa un paso firme hacia la modernización de una democracia que durante décadas fue rehén de la compraventa de votos y del clientelismo.
En el panorama nacional, la consulta presidencial del Pacto Histórico reafirmó la figura de Gustavo Petro como exponente de una izquierda latinoamericana que se resiste a perecer, pese al desgaste de su gobierno, los escándalos de corrupción y el ruido político que lo rodea.
En Bogotá, la correlación de fuerzas para Senado y Cámara reveló algo más profundo que una simple disputa electoral pues nos evidenció que estamos ante el surgimiento de un relevo generacional y comunicativo, en la medida que las generaciones de hoy ya no votan únicamente por partidos, sino por identidades, por narrativas visuales y por la coherencia emocional que logran percibir entre el mensaje y quien lo transmite. Así como Wally o Lalis marcaron la diferencia desde la izquierda, no pasará mucho tiempo antes de que figuras del centro o la derecha comprendan el nuevo lenguaje de la política y lo dominen.
Ya se vislumbra una generación de creadores que traducirá las ideas liberales, conservadoras o cristianas al formato narrativo de las redes, y en este punto, la competencia no será ideológica, sino comunicacional, mediante la opinión política amplificada por algoritmos que de aquí en adelante demarcarán una batalla por el relato, la estética y la autenticidad.
El tránsito que vive Colombia no es únicamente tecnológico, porque el país ha ingresado en la era de la democracia líquida, una forma de participación propia del siglo XXI global en la que la representación política se vuelve dinámica, interactiva y cada vez menos dependiente de las estructuras rígidas del pasado. En este nuevo modelo, los ciudadanos ya no delegan su poder por completo, sino que lo ejercen y lo vigilan en tiempo real, participando de manera activa en la conversación pública basada en las plataformas digitales que se han convertido en la nueva ágora donde se moldean las opiniones, se construyen las reputaciones y, en buena medida, se define la suerte de quienes aspiran a gobernar.
Así, la democracia líquida no destruye la política tradicional, sino que la impulsa a transparentarse, pues las redes sociales, antes vistas como focos de desinformación, se han convertido en un antídoto contra el clientelismo. La trazabilidad digital y las nuevas tecnologías de verificación transforman las elecciones en escenarios más confiables y menos dependientes del dinero, donde la influencia sustituye gradualmente a la maquinaria.
Este nuevo tiempo, sustentado en herramientas basadas en la inteligencia artificial anuncia una transformación profunda en la forma de elegir y ser elegidos, porque aquello que parecía una utopía comienza a convertirse en el nuevo protocolo democrático y los resultados de la consulta son una bofetada simbólica a la clase política tradicional, a las maquinarias que creyeron que los TikTok, los reels o los podcasts eran una moda pasajera, toda vez que el voto digital, nutrido por emociones y sentido de pertenencia, demostró que la conversación pública ya no se define en los cafés del Congreso, sino en los comentarios de una transmisión en “live” de TikTok.
De cara a las elecciones de 2026, Colombia ingresará en un escenario donde los ecosistemas digitales serán decisivos y las campañas deberán incorporar estrategias basadas en datos, relatos emocionales, narrativas audiovisuales y participación directa de los usuarios. Las maquinarias tradicionales persistirán, pero su influencia se reducirá a medida que los votantes migren hacia espacios más libres y desestructurados aunque persistan sombras como los financiamientos opacos, las alianzas con viejos caciques o la falta de regulación sobre la publicidad digital, pero el cambio es irreversible porque la política colombiana ya no volverá a ser la misma.
Entonces, el voto del siglo XXI unirá lo territorial con lo digital y lo comunitario con lo emocional, definiendo así el rumbo de la democracia cuando la irrupción de los influenciadores políticos refleja una mutación profunda del sistema representativo donde la historia dejará de escribirse solo desde los partidos y pasará a manos de los creadores de contenido, los canales jóvenes y las audiencias líquidas que hoy moldean la conversación pública. Aquello que se consideraba ruido en redes hoy son votos reales y lo que antes eran nichos digitales será el nuevo poder constituyente en una era donde los “likes” se transforman en votos y los algoritmos emergen como el antídoto contra las maquinarias que durante décadas compraron conciencias.
Luis Fernando Ulloa